A veces el periodismo musical sufre cierto síndrome gataflorista. Aunque en realidad el concepto puede aplicarse a cualquiera que guste de la música, y que tenga cierta afinidad con un artista en particular: se le pide identidad, pero también que evolucione. Que mantenga sus marcas de origen, aquello que enamoró de su música, pero a la vez que no se quede estancado en una única expresión, o un ramillete de ellas. Hay excepciones, claro: a nadie se le ocurriría reclamarle a AC/DC un álbum de reggaetón. Pero es un ejemplo si se quiere extremo. El fan de una banda o solista quiere encontrar aquello que lo hizo fan pero también nuevos matices, y a la vez –para decirlo de modo brutal- que no se vaya al carajo. Es un equilibrio difícil. Lo mejor para los músicos será siempre dejarse llevar por su instinto e inspiración, y quien quiera acompañar el viaje, bienvenido sea.
La parrafada viene a cuento de Piel, el nuevo disco de Acorazado Potemkin. El cuarto en un historial que arrancó diez años atrás con el descomunal Mugre y siguió con los igualmente notables Remolino y Labios del Río. En cada uno, Juan Pablo Fernández (guitarra y voz), Federico Ghazarossian (bajo) y Luciano "Lulo" Esain (batería y coros) supieron abrir el juego, apartarse de los lugares comunes del power trío, cimentar su identidad y a la vez probar cosas, colores, caminos. Pero quizá nunca como en su nuevo disco, capaz del milagro de obtener ese dificilísimo balance. Piel es claramente un disco de Potemkin. Y a la vez es una invitación a transitar múltiples puertas que el trío, junto a su socio de hierro, el productor Mariano “Manza” Esaín, se atreve a abrir. Evolución sin abjurar de la identidad.
Porque está claro que “Pank”, ya desde el título, es una invitación a desconar los parlantes. Cuando AP clava el acelerador hay que agarrarse fuerte (véase “El rosarino”), y ese vendaval de dos minutos y medio es otra demostración de furia salvaje. Pero Potemkin es mucho más que una bestia desquiciada. Piel ofrece momentos de altísima intensidad emocional que no pasa por el voltaje: cosas como “El arca”, que cuando desemboca en la frase “barcos de gran calado voy a astillar, voy a cargar” eriza la carne sin explicación, tanto como “Una oración más”, o los desgarros finales de “A la encandilada” o el “corazón que ruega una noche más, una vuelta más” en “Calesita”.
Puño de hierro, guante de seda: Acorazado Potemkin posee un sonido rugoso, ya inconfundible, producto de tres tipos que han encontrado el continente ideal para el personalísimo estilo de cada uno. Pero esa mugre no oscurece el vuelo lírico, la búsqueda de emoción genuina. No se trata solo de los sutlísimos aportes de Elbi Olalla en piano y Christine Brebes en el violín. Hay momentos de alta delicadeza como “María” y de ligereza pop como “A tiempo”, o ensayos de plena luminosidad como “Umbral”, que cierra el disco con esa clase de grandiosidad que indica el final de un gran viaje y una puerta abierta a la vez.
Y por ahí, como si nada, el grupo suelta una de esas canciones con destino de número fijo en su setlist. Es que “Pañuelos” agarra al oyente del cogote desde el riff inicial, lo va llevando por un paisaje inquietante, con la banda arrastrando las notas mientras Fernández parece cantar desde un parlante quemado hasta una frase que hoy resuena en toda Latinoamérica: “El corazón revienta, revienta, revienta / Me tuve que tapar la cara para que me vean / Me tuve que poner un pañuelo para que te des cuenta”, estalla el estribillo, un momento de puro Potemkin, una posible explicación de por qué el grupo, a más de diez años de su inicio, sigue sin encontrar un techo. Y es una gran noticia.