Alabanza a la máquina expendedora
Diez años atrás, el nipón Eiji Ohashi (1955) volvía a su casa de Hokkaidō tras una larga jornada laboral mientras arreciaba una tormenta de nieve. Si pudo guiarse en tan feroz temporal fue gracias a las luces de las máquinas expendedoras que típicamente abundan a lo largo y ancho de Japón, a la intemperie, prendidas día y noche. El episodio fue un sonado eureka para el varón, que contempló a los mentados adminículos bajo nuevo foco: “casi como equivalentes a las estatuas budistas de Jizō, que también se encuentran en las carreteras y se consideran guardianes de viajeros y niños”. Desde entonces ha fotografiado incansablemente a las maquinolas en sus insólitos hábitats; paisajes inverosímiles “en el límite entre un set publicitario y una postal surrealista”, a decir de plumas especializadas, que recuentan llanuras nevadas, playas desiertas, baldíos descampados o volcanes dormidos, donde yace la infaltable máquina expendedora. Algo que no es precisamente de extrañar, visto y considerando que hay 1 por cada 23 personas en el país oriental. “Sobra decir que se pueden encontrar en áreas metropolitanas, pero también en los rincones más alejados de zonas montañosas o al final de largos promontorios. No es una exageración afirmar se han convertido en una imagen muy familiar del paisaje nipón; tan familiar, de hecho, que apenas las notamos”, advierte el artista, que ha expuesto su celebrada colección en museos y galerías de París, Róterdam, Tokio; publicado las imágenes en distintos fotolibros, Roadside Lights, Being There y Merci, entre ellos. En las máquinas expendedoras, por cierto, ve un símbolo de la confortabilidad extrema de la sociedad japonesa; ve además la uniformidad que su generación legara a generaciones futuras y -como si fuera poco- acerca otra posible interpretación: “De tanto fotografiarlas, las he llegado a percibir como una figura que representa a las personas a merced del sistema, aquellas que se quedan sin recompensa a pesar de haberse esforzado la vida toda”. Y es que, advierte el varón, que aunque funcionan incansablemente, las 24 horas, “nadie dudará en eliminarlas si las ventas disminuyen”. Una pena, aunque dadas las estadísticas, a los pocos metros seguramente habrá otra…
Inteligencia artificial, centinela de la reserva
¿Alguien lee a conciencia las políticas de privacidad de apps y webs de uso tan cotidiano como Spotify, Tinder, Netflix, Instagram, WhatsApp? “Ni a conciencia ni por encima”, asegura el periodista ibérico Javier Cortés, especialista en tech, que cuenta en un reciente artículo cómo investigadores de las universidades de York y Connecticut crearon tiempo atrás una falsa red social cuyos términos y condiciones exigían a los usuarios renunciar a su primer hijo: “Más de 500 estudiantes universitarios accedieron a la plataforma. El 98% de ellos aceptó las políticas de privacidad sin leerlas. Quienes las vieron, apenas les dedicaron un minuto antes de terminar aceptándolas”. Un ejemplo que ilustra una situación extendida, más que comprensible en miras de los extensísimos y muy engorrosos laberintos legales que dispone cada web. Para facilitarle el amargo y largo trago a internautas, empero, habemus incipiente solución: se trata de la web Guard, obra y gracia de un ingeniero informático madrileño, Javi Ramírez. “Creé una Inteligencia Artificial que pudiese leer cualquier política de privacidad, analizarla y valorar el peligro que entrañaba ese texto para los datos de los usuarios. Así no depende de que tengas tiempo, conocimientos o puedas leer textos gigantes donde te intentan colar cualquier trampa, sino que rápidamente podrás saber qué va a hacer un sitio u otro con tu información”, resume sucintamente el varón detrás de esta iniciativa en autos, que puntúa webs y apps, subraya los riesgos más peliagudos que conllevan, desglosa las controversias más sonadas que les han rodeado, por citar parte de la útil y legible información puesta a disposición. Un servicio a todas las luces, que este joven español comenzó a pergeñar tras enterar que Facebook tiene una copia actualizada de todos los contactos de su celular: “Hay desconocidos en Silicon Valley que saben si tienes a tus amigos guardados por su apodo. Es una barbaridad. Y resulta que aparece explícito en su política de privacidad”.
¿Tambalea una teoría milenaria?
Cualquier libro de historia promedio dirá que la peste de Justiniano, primera pandemia pestífera de la que se conservan fuentes escritas, arrasó con la antigua Europa y Asia entre 541 y 750 d.C., cobrándose entre 25 y 50 millones de vidas. “Llegó de Etiopía, pero solo se tuvo conocimiento de ella cuando alcanzó la ciudad de Pelusio, en Egipto. Desde allí remontó la costa de Levante: al año siguiente devastó Gaza, y en 542 atacó Jerusalén, Antioquía y Constantinopla, la capital bizantina”, advierte el National Geographic sobre este mortífero azote que tuvo a una bacteria por responsable. La Yersinia pestis, la misma que ocho siglos más tarde, bajo el infamemente célebre nombre de peste negra, diezmaría a un tercio de la población europea; la misma que, a fines del siglo XIX, volvería a golpear fuertemente a Asia. Hay consenso en que tal fue su alcance durante el reinado del emperador bizantino Justiniano (que gobernó durante 4 décadas y devino personaje clave entre el mundo clásico y la Edad Media), que alteró definitoriamente el curso de la historia: dio paso a la desaparición del Imperio Romano oriental y, en última instancia, al surgimiento de la Europa moderna. Una hipérbole, a decir de un grupo de investigadores, que por estos días desafía la narrativa milenaria a partir de su flamante estudio.
Y es que, tras analizar toda suerte de datos -desde textos históricos hasta muestras de polen y ejemplares de arqueología mortuoria, amén de cotejar la actividad agrícola de entonces, la circulación de moneda, las prácticas funerarias, los cambios en el genoma de la bacteria-, un equipo transdisciplinario e internacional de científicos hoy decreta: los estragos causados por la peste justiniana no fueron para tanto. Ni se habría cobrado tantas víctimas ni habría sido tan destructiva como para derrumbar un imperio y cambiar a la sociedad. “Es fácil asumir que las enfermedades infecciosas en el pasado tuvieron resultados catastróficos. Sin embargo, cruzamos todo tipo de información y no encontramos evidencia alguna que sugiriese un resultado tan destructivo”, ofrece el autor principal, Lee Mordechai, de la Princeton's Climate Change and History Research Initiative. Considera, de hecho, que la temible reputación de la peste se habría debido a que historiadores tomaron informes escritos en primera persona, pertinentes a una región, y los generalizaron. “Si esta plaga fue un momento clave en la historia de la humanidad que mató a la mitad de la población mediterránea en solo unos pocos años, como a menudo se afirma, deberíamos tener alguna prueba de ello, y no encontramos nada”, subraya el confiado Lee.