Desde Río de Janeiro
Hace una semana, afirmé, en este mismo espacio, lo siguiente: “De una cosa, nadie podrá acusar, con justicia, al gobierno de Temer: de ser imprevisible. Nada más fácil que prever que, entre las peores alternativas, elegirá siempre la más mala”.
Ayer, y una vez más, Michel Temer lo confirmó: entre dos o tres opciones para el puesto que hasta el miércoles de la semana pasada fue (pésimamente) ocupado por José Serra, el de ministro de Relaciones Exteriores, eligió Aloisio Nunes Ferreira, también senador y también del PSDB, partido que fue el pilar del golpe institucional que destituyó a la presidenta Dilma Rousseff.
Son muchos los puntos en común entre el Serra que sale y el Nunes Ferreira que llega. Ambos tienen un pasado de firme militancia en la izquierda. Serra, como dirigente estudiantil. Nunes Ferreira, directamente en la lucha armada. Fue chofer y escolta del mítico guerrillero Carlos Marighella, de la Alianza Libertadora Nacional. Actualmente ambos sienten verdadera ojeriza a cualquier cosa que huela a izquierda, empezando por el PT.
Tanto Serra como Nunes Ferreira son conocidos por su agresividad y truculencia, por reacciones de extrema grosería y por la inexistencia de límites a la hora de atacar adversarios. Algo, a propósito, poco propicio a las prácticas diplomáticas, pero ¿qué esperar de quien ignora prácticas democráticas para instalarse en el poder?
En este punto de convergencia, hay una pequeña divergencia: José Serra traiciona con la misma facilidad con que respira. Nunes Ferreira es más discreto cuando se trata de conspirar contra los suyos. Contra adversarios, los dos se asemejan en el repertorio de golpes bajos.
Pero también existen, entre ambos personajes, diferencias. José Serra ignora olímpicamente lo que sean las reglas básicas de la política externa y de la geopolítica. Esgrimiendo un supuesto pragmatismo, se dedicó, en sus nueve meses como canciller, a destrozar todo lo construido a lo largo de los años de Lula da Silva, y que propició a Brasil un protagonismo rarísimas veces alcanzado antes.
Aloisio Nunes Ferreira, a su vez, tiene más experiencia en el campo. Se estrenó como negociador internacional en 1968, cuando se exilió en Francia como “embajador” de la Alianza Nacional Libertadora junto a movimientos de izquierda, armados o no, en todo el mundo.
Como senador, presidió la Comisión de Relaciones Exteriores del Senado, y siempre que tuvo ocasión trató de sabotear con ferocidad desbordada la política regional llevada a cabo por Lula da Silva y mantenida, aunque tímidamente, por Dilma Rousseff. Cuando no tuvo ocasión, supo crearla.
Serra le deja como legado al sucesor haber peleado con los vecinos (excepciones: la Argentina de Mauricio Macri y el Paraguay de Horacio Cartes). Ambos, en otra coincidencia, padecen ataques de urticaria cuando se les menciona palabras como Unasur, Mercosur, relaciones Sur-Sur o BRICS (al menos en este último caso, Nunes Ferreira sabe identificar los países que corresponden a cada letra de la sigla –Brasil, Rusia, India, China y Suráfrica–, cosa que Serra no sabía al asumir como canciller).
Frente a un escenario global turbulento al extremo, y con Brasil perdiendo protagonismo a velocidades siderales, tener a otro perro rabioso como canciller es un absurdo típico de Temer. Hay ministro, pero no existe siquiera vestigio de política externa.
Ah, sí, casi olvido otra coincidencia: al igual que Serra, Nunes Ferreira también fue denunciado por recibir dinero de coimas y corrupción. En este punto específico, supera al antecesor: ya está bajo investigación del Supremo Tribunal Federal.
Y es en esa doble condición, de canciller e investigado, que presidirá, en pocas semanas, la reunión del G-20, grupo de las veinte mayores economías del mundo, que tratará precisamente de corrupción.
Una vez más, el planeta se curvará frente a Brasil: al fin y al cabo, ¿cuál de los otros cancilleres que debatirán formas de dar combate a la corrupción responde, en la corte suprema de su país, a una investigación por corrupto?