Una cuestión ineludible para encarar los desafíos del país, a poco de que se produzca el cambio de gobierno, tiene que ver con la evaluación del escenario global del que formamos parte. El marco que se avizora es complejo: menores niveles de crecimiento y comercio para los próximos años, aumento de las tensiones entre las principales potencias, y una mayor conflictividad política y social (algo que estamos viendo con claridad en la región y también en el mundo desarrollado).
El lunes pasado Donald Trump anunció que Estados Unidos reimplantará los aranceles al aluminio y al acero procedentes de Argentina y Brasil. Según argumentó en dos tuits, ambos países se estarían beneficiando con la depreciación de sus respectivas monedas, infringiéndole un daño tanto a las manufacturas como a los agricultores norteamericanos.
En lo que respecta a la Argentina, la excusa de que se trataría de sacar provecho de un peso más débil es de por sí endeble. En rigor, la depreciación no fue una decisión de política económica, más bien se dio en el marco del esquema de flotación cambiaria que llevó a cabo el gobierno de Macri. Significa que es el mercado el que define la cotización. En este marco, la debilidad de las monedas de la mayoría de los países emergentes no deja de ser la contracara de la fortaleza del dólar a escala global.
Más allá de esto, nuestro país es tomador de precios en el mercado internacional de materias primas, por lo tanto no se ve favorecido en el corto plazo por un tipo de cambio más alto.
En el caso del acero, las exportaciones de nuestro país representan apenas un 0,6 por ciento de lo que compra Estados Unidos. Muy distinto al caso de Brasil, donde representan cerca del 17 por ciento. Y en el caso del aluminio, nuestro país abastece el 2,1 por ciento de lo que compran los norteamericanos. Es decir, de existir algún país apuntado sería Brasil. Podría verse como una forma de impedir su acercamiento a China, luego de la reciente reunión de los BRICS. Es parte de la estrategia de negociación con otros países que ha caracterizado al gobierno que encabeza Trump, y que le sirve para tratar de ganar apoyos en el frente interno. Teniendo en cuenta la puja por la reelección del presidente estadounidense, no es descabellado pensar que ésta se seguirá endureciendo cuanto más se acerque la finalización del actual mandato (diciembre de 2020).
Lo mencionado va en línea con la amenaza de imponer un arancel del cien por ciento sobre bienes franceses si el país galo prosigue con su idea de implementar un impuesto a los servicios digitales (“tasa Google”). También estos días se dio a conocer que el tribunal de controversias de la OMC dejará de funcionar, ante la renuencia de Estados Unidos a avalar su continuidad. Las reglas del multilateralismo están en jaque, y con ello se ve afectado el intercambio comercial global, que crecerá un exiguo 1,6 por ciento en 2020 (1,2 en 2019), valor que se encuentra muy por debajo del 3,7 de 2018 (3,7) y del promedio de 3,4 durante 2012-2019.
Todos estos hechos abonan la idea de que el entorno presentará crecientes dificultades para la colocación de nuestros productos en el exterior. En el marco internacional comentado, la restricción externa de divisas seguirá estando presente, y ante ello es esencial la adopción de medidas que sean acordes con los intereses del país, cuidando los dólares de las reservas y buscando dinamizar el empleo.
Si antes ya eran discutibles los beneficios prometidos de la liberalización del comercio, con el multilateralismo en serios aprietos ahora hay muchos menos argumentos para apoyar esta vía. Es preciso adoptar, de manera urgente, una mirada estratégica que tenga en cuenta esta situación. Y si bien la realidad política de la región no es la más favorable, en momentos como éstos queda en evidencia la importancia que poseen los procesos de integración, actualmente bajo amenaza.
La situación global seguramente lleve a que muchos sectores que hasta el momento aspiraban a apostar por el mercado externo comiencen a mirar más hacia adentro. Pero es necesario que ello no redunde en que se le pida al Estado la compensación de las pérdidas. La afectación resultante por la caída de la actividad, sea por cuestiones del mercado interno o externo, debería resolverse proponiendo la desdolarización de insumos como la energía, vitales para los sectores productivos, como por ejemplo ocurre con la siderurgia. Para avanzar en la construcción de un país mejor, los intereses colectivos deben prevalecer por sobre los sectoriales.
Para empezar, la mirada hacia el mercado interno implica tener en claro que es necesaria la recomposición del poder de compra de la población y que ello no se traslade a precios, para evitar quedar en la situación inicial. También se requiere de regulaciones y de la presencia de un Estado activo en el proceso de redistribución de la renta, algo que volvió a quedar demostrado ante los desarreglos del “libre mercado”. Y no es un dato menor que este gobierno haya sido el que tuvo que recurrir al control de cambios, aunque a desgano. Ciertamente, y aunque suene contrafáctico, mucho mejor hubiera sido que no hubiera dado vía libre a la especulación y la fuga desde diciembre de 2015, con todos los perjuicios que dicha decisión generó.
Un conocido empresario agropecuario afirmó: “tenemos que aprender de lo que nos pasó y tratar que no nos ocurra más (…). No se pueden permitir más malas praxis económicas (…). Hubo una política monetaria que estaba disociada de la realidad económica y la microeconomía, lo que generó caída de empleo, desaceleración, endeudamiento y tasas altas”. La cita es útil, aunque desde mi punto de vista todos estos factores no tienen que ver con la mala praxis sino con los lógicos resultados del modelo aplicado, insostenible desde donde se lo mire. Este punto de partida define el rumbo y la perspectiva con la que avanzar.