El buen mentiroso

(The Good Liar)

EE.UU., 2019

Dirección: Bill Condon.

Guión: Jeffrey Hatcher.

Fotografía: Tobias Schliesser.

Música: Carter Burwell.

Montaje: Virginia Katz.

Reparto: Helen Mirren, Ian McKellen, Russell Tovey, Jim Carter, Mark Lewis Jones.

Distribuidora: Warner.

Duración: 109 minutos.

Salas: Cines del Centro, Cinépolis, Hoyts, Nuevo Monumental, Showcase.

7 (siete) puntos

 

Ingresar al verosímil que supone El buen mentiroso es un disfrute per se. Así como lo proponía Un ladrón con estilo, donde Robert Redford gana toda simpatía como ladrón de bancos. Invariablemente, algo similar sucede si al estafador añoso prometido lo asumen los rasgos de Ian McKellen. Ni qué decir si la combustión actoral ocurre junto a Hellen Mirren. ¿Cómo resistirse?

En este sentido, el film que dirige Bill Condon apela a una fórmula narrativa de vínculo genérico con el thriller o el espionaje. En verdad, las variaciones podrían ser también otras; entre ellas, las películas de estafadores y/o de “edad avanzada”. Cada uno puede hacer su lista favorita. En todo caso, El buen mentiroso propone un diálogo que es consciente de estas filiaciones. Así, el espectador se sabe en territorio conocido, puede acceder desde lo que ya ha visto, y permitir que el film se desarme y rearme cuando así lo disponga.

Lo dicho es sustancial. Porque allí cuando la película se deshaga y rehaga, el procedimiento no será formalmente novedoso, está claro, pero las consecuencias semánticas estarán a tono con las discusiones sociales del presente; algo que el cine, desde ya, asume siempre: aquí está la virtud mayor de El buen mentiroso.

En tal sentido y desde luego, no se revelará el devenir argumental al cual se aludió, sino sólo señalar que Roy (McKellen) es un habilidoso chanta que se queda con ganancias millonarias, mientras los incautos caen a su alrededor. Es en este derrotero habitual –se trata de alguien que, parece, se ha ganado la vida de esta manera– en donde aparece la figura de Betty (Mirren). Allí el conflicto y sus ambigüedades, entre las mentiras inevitables y el vínculo que surge. Y claro, no estará demás reiterar lo que ya se sabe o presume: entre actriz y actor la película encuentra el encanto mayor. De nuevo: ¿por qué resistirse?

Ahora bien, vale comentar un sostén mayor, que hace de la película una pieza de encastre en la obra de un director no demasiado brillante pero no por ello menos atendible. Junto a Ian McKellen, el neoyorkino Bill Condon ya había colaborado en otras ocasiones: Mr. Holmes y la espléndida Dioses y monstruos, sendas variaciones otoñales del detective de Baker Street y del director cinematográfico James Whale. Pero también, claro, revisiones melancólicas del whodunit y el terror frankensteiniano (Whale dirigió Frankenstein y La novia de Frankenstein). Es en la estela que dibuja este diálogo con el cine sucedido, donde puede y debe imbricarse El buen mentiroso.

En su caso, la revisión de la película alude también a citas que integra y reorienta. Ya en una de sus primeras secuencias, Betty y Roy van al cine a ver Bastardos sin gloria: “Ojo -dice él- los jóvenes se creen cualquier cosa”, en relación al asesinato falsario y vía metralleta de Hitler; pero ella disiente. La inclusión del film de Tarantino obedece a cuestiones que El buen mentiroso guarda de manera ulterior. Además, las réplicas entre Betty y Roy son también señales cifradas, porque ojo, el cine es la verdad/mentira puesta en escena, todo depende de cómo se diga lo dicho, y de cómo se muestre lo visto.

Así como el film de Tarantino tiene su eje y conflicto en la Alemania nazi, en El buen mentiroso no tardarán en surgir revisiones temporales que la resitúen en aquella guerra, mientras el nieto de Betty profundiza sus estudios sobre Albert Speer y se vuelve un escollo para los planes de Roy. Éste, en tanto, algo parece que sabe sobre aquellos años tortuosos. Entonces, ¿qué hacer con el pasado? ¿Dejarlo tranquilo? Lo hecho, hecho está, dice él. Pero del pasado se puede aprender, agrega ella.

Así como el film de Tarantino, hay dos referencias sustanciales más que destacar. Una de ellas se vincula con la extraordinaria Trágica sospecha, de Robert Wise –y no se dirá por qué, sino sólo recordar que aquella película de Hollywood es de 1951, tan cercana al final de la guerra pero tan candente en su planteo-; la otra con una historieta de culto, también de los ’50 y precursora del cómic de autor: en Master Race, los guionistas Bill Gaines y Al Feldstein, junto a los lápices del asombroso Bernie Krigstein, narraban cómo un sobreviviente del Holocausto reencontraba a su torturador en un subte de Estados Unidos. El buen mentiroso guarda una secuencia puntual en un ámbito igual, que reverbera de forma intensa con la propuesta de aquella historieta maestra.

En cuanto a lo narrativo, tal vez de modo inevitable, la película de Condon tendrá que jugar con las cartas desde las cuales se propone. Vale decir, la instauración del verosímil habrá de vérselas con la reorientación del argumento. Para ello, los resortes dramáticos y sus recursos quizás se resientan un poco, pero nada hay de reprochable en ello. Seguramente haya algo, bastante, de exageración en relación a lo plausible; pero la película no deja de ser un juego de caras dobles tan cambiante como los ya propuestos (magistralmente) por David Mamet en Casa de juegos, y David Fincher en Al filo de la muerte.

Además, en El buen mentiroso hay una mirada que actualiza hechos aberrantes, porque al pasado, como ya lo dice Betty, hay que revisarlo para aprender. Es por eso, justamente, que nada hay de perdón hacia ciertos hechos. Y es por eso que no habrá cantidad de años suficientes que hagan evanescer tales responsabilidades. Así como ese secreto que sobre su desenlace guardaba la película El plan perfecto, de Spike Lee: a la vista de todos, apenas disfrazado, y más vale descubrirlo.

Hay que descubrirlo porque de ello depende todo lo demás. Una cuestión esencial que la película asume desde un juego de engranajes que responden a un enigma. La diversión narrativa que tales juegos prometen está, y resulta atractiva. Y lo es todavía más cuando lo que asoma es algo que dice de manera intensa, mayor y subversiva.