Hace un tiempo vi la obra La culpa de David Mamet, dirigida por Hugo Urquijo y adaptada por Adriana Salonia, en el Centro Cultural de la Cooperación. La síntesis de prensa dice que relata la historia de un psiquiatra que es llamado a declarar en un juicio a favor de uno de sus pacientes, acusado de cometer una terrible masacre. Por convicción, se niega a hacerlo. La culpa tiene diálogos veloces que no son condescendientes con el espectador. Hay que rellenar. Y las lecturas a las que da lugar son múltiples. Una primera lectura nos presenta un hombre enfrentado a las corporaciones. Así se muestra Daniel (Diego de Paula), acosado por la justicia que lo llama a declarar, por un diario que miente sobre él, por la corporación médica que amenaza con sacarle la matrícula. Una segunda lectura posible, más interesante para mí, es que ese hombre tiene una culpa inconfesable y por no reconocerla es capaz de destruir todo lo que lo rodea, incluido a sí mismo. Su paciente mata a varias personas; su mujer, Eliana (Adriana Salonia), intenta suicidarse; su vida se desmorona y él solo es capaz de culpar a los poderosos y seguir escondiendo su responsabilidad.

Centrado en sí mismo sin ver lo que pasa alrededor, solo atina a cerrarse cada vez más en la única decisión en la que se siente a salvo, ocultar una verdad que solo él conoce. Pero para eso necesita cómplices. Le exige a su mujer que esté de su lado sin darle demasiadas explicaciones y a su abogado que lo cubra también ocultándole información. Pero como la culpa es tan grande y nadie reacciona como él espera, se refugia en la religión.

Daniel es ese tipo de personajes que no son capaces de reconocer sus errores, y entonces exigen a los demás que lo desenmascaren, generando con esto tanta violencia como la que dicen estar recibiendo. Su esposa es la primera y más afectada. Una esposa que “ocupa su lugar”, se muestra sumisa y menos inteligente que él. Mientras el psiquiatra no la registra más que para seguir exigiéndole -aún cuando ella está con el corazón roto y las venas cortadas-, que esté de su lado.

Viéndolo a Daniel, necio, gritando desaforado, caminando de acá para allá agarrándose la cabeza, no pude dejar de pensar en nuestro presidente saliente. Mauricio Macri también a los gritos, enojado -después de las PASO-, con la gente que no entendió que él tenía razón, culpando a los de antes y a los que vendrán, a los mercados y otra vez a la herencia y a los de después. Un presidente acompañado siempre de su esposa, que como un fanático twitteó por esos días “es la perfección de mujer, delicada, tiene cuna, refinada, respetuosa, sensual, hermosa, conserva su lugar… ella es una mujer de verdad” (sic). Si algo ha sabido hacer Juliana Awada en este tiempo es “conservar su lugar” palmeándole la espalda a su marido. A un marido que recibió un golpe del que intenta todavía reponerse. 

Un hombre, nuestro presidente, que hace todo tipo de actuaciones (gritos, lamentos, disculpas falsas, nuevos enojos, pequeñas y tardías concesiones) para no reconocer que tiene una culpa. Un presidente que se obstina en sus ideas sin importarle quien caiga. Un presidente que, en definitiva, se considera un hombre de bien haciendo lo correcto. Y no comprende cómo ahora no solo la gente común no lo entendió, sino por qué las corporaciones lo abandonaron. En su balance de gestión de la semana pasada por cadena nacional intentó mostrarse reflexivo y conciliador para explicar su verdad de siempre y asegurarse una futura nueva candidatura. Mientras que el sábado, desde la Casa Rosada y con el llamamiento a su plaza de despedida, fue más allá, para erigirse garante de las libertades presentes y futuras.

En la obra de teatro, al final Eliana le dice a su esposo, con la voz afónica por la bronca, algo como: vos, hombre bueno, mirá lo que nos hiciste. Y recordé el cuento de Flannery O’Connor “Un hombre bueno es difícil de encontrar” situado en los años cincuenta en el Este de Tennessee. Allí una anciana, para salvarse de que la matara un asesino serial -el desequilibrado-, trata de convencerlo de que en el fondo es un hombre bueno. Le dice que debe ser un error lo que se dice de él. El desequilibrado le contesta que no puede recordar por qué lo encerraron por primera vez, que aunque lo intenta no puede. Un rato antes, en una conversación banal, el dueño de una gasolinera, le había advertido a la anciana, con el tono que podría usar Macri en sus discursos: “–Un hombre bueno es difícil d'encontrar. Las cosas s'están poniendo cada vez más feas. Yo m'acuerdo de qu'antes podías salir sin echar el cerrojo a la puerta. Eso s'acabó”. 

Pienso también en los vecinos interrogados por los movileros de turno, que opinan que un violento o hasta un femicida “era un hombre bueno” y en los hombres que son “un pan de Dios” hacia el afuera y dentro de la casa parecen alimentados por el demonio.

Pienso en todo el daño que nos han hecho los hombres buenos. Como dice el refrán, de buenas intenciones está hecho el camino al infierno.

En la sala del teatro, los aplausos. A la actriz le cuesta unos segundos salir de ese doloroso papel de esposa, suspira, y recién después sonríe y saluda al público. El telón cae. De este lado, la vida sigue. El hombre bueno ahora ensaya otro rostro, más conciliador. A pesar de la derrota, todavía hay quienes están tan convencidos, como él, de que hizo y hace lo correcto. Y de que deberíamos seguir bancándolo.