Batman no siempre fue un infeliz. No siempre fue este tipo amargado y choto –digámoslo– que hoy conocemos. En los '60 era un caballero divertido y para nada reñido con el hedonismo, sin que eso mellara su investidura de superhéroe. Usaba ropa de colores, no parecía cuidarse demasiado con las comidas. Incluso, cuando corría para perseguir malvivientes, iba a las zancadas, casi saltando, casi bailando. Hablando de bailar, de hecho la serie de TV que se rodó entre 1966 y 1968 –y que fue la primera gran referencia de Batman en la cultura de pantallas– lo mostró efectivamente sacudiendo y meneando en una discoteca, de la cabeza, coqueteando con una damisela justo después de hacer fondo blanco en la barra.
Pero en algún momento Batman se convirtió en un muchacho atormentado, siempre disfónico, enculado, sombrío, retorcido, mala onda, con cara de orto 24/7. Siempre haciéndonos sentir que lleva una vida de mierda, pese a que es el máximo héroe de la ciudad y vive como un multimillonario sin haber laburado prácticamente nunca. Hubo, sí, un momento exacto en que Batman dejó la música pop y la ropa elastizada que combinaba azulcito, violeta y amarillo rabioso. Y los cambió por unos soundtracks estresantes y un traje rígido e incómodo, en sobrias gamas de negro, gris y gris oscuro. De ese momento se cumplirán esta semana 30 años: fue el 14 de diciembre de 1989, cuando se estrenó en los cines argentinos Batman, de Tim Burton.
Esa película no sólo construyó el Batman moderno y actual –oscuro, psicológicamente turbado y lleno de traumas y cuentas pendientes con la sociedad– sino que también sentó precedente y marcó huella para un género cinematográfico que desde entonces no paró de crecer hasta volverse hegemónico, omnipotente y acaso agobiante: el superfacturador cine de superhéroes. Parte del logro habrá residido en el perfil del actor que encarnó a Bruce Wayne y al enmascarado, Michael Keaton, comediante de físico endeble que, justo un año después, explotaría el perfil de loco peligroso que forjó como Batman para ser el villano asfixiante de El inquilino.
Es cierto que el universo de los cómics es casi infinito, y que en él hay ejemplos pre-Burton en los que el hombre-murciélago ya se veía como un ser sufrido, taciturno y con problemas de índole freudiana. Pero en el mundo de las pantallas fue recién en 1989 –justo 50 años después de haber sido creado por el prócer del cómic, Bob Kane– cuando Batman viró a la oscuridad de la que nunca más salió.
La Batman en cuestión no fue la primera película de superhéroes. Ni siquiera había sido el primer largometraje sobre el personaje. Aquella versión azulada, regordeta y con calzas del murciélago, que en los '60 encarnó Adam West, tan colorida, lúdica, pop e inocente, ya había tenido también su experimento cinematográfico en 1966, como un spin-off de la serie televisiva. Luego la saga de Superman, que protagonizó Christopher Reeve desde 1978 hasta entrados los '80, aportó el tip de colar celebridades como coprotagonistas (con el ícono Marlon Brando como papá de Superman y con Gene Hackman como un charlatán Lex Luthor). Pero su colorido visual y su tono light todavía la emparentaban con el Batman pop de los '60. La era de la oscuridad aún no había llegado.
El día que apagaron la luz
“Negro... Todas las películas importantes empiezan con una pantalla en negro”, locuta en off la voz cavernosa y áspera del murciélago en la intro de la animación ATP Lego Batman: la película (2017). Una broma que alude al tono deliberadamente oscuro que las películas de superhéroes en general, y de Batman en particular, parecen venir militando “desde siempre” ante los ojos de los fans milénicos y centénicos.
Desde 1989 en adelante, Hollywood estrenó más de 80 largometrajes de superhéroes, para lo cual rascó, como en el fondo del frasco de mermelada, en cada rincón de los catálogos de DC y Marvel. El boom prohijó largas sagas de equipo, como las de X-Men o Avengers, y estrellatos para héroes solistas, como el Hombre Araña o Iron Man, que hicieron carrerones en el cine y firmaron camionadas de títulos. Por no hablar del propio Batman, que a partir de la de Burton protagonizó al menos siete películas más (las que dirigieron Joel Schumacher, Christopher Nolan y Zack Snyder, con baticuevas y capuchas para Val Kilmer, George Clooney, Christian Bale y Ben Affleck). Eso sin contar versiones animadas, el universo gamer, la saga Lego e infinitos etcéteras. Y casi siempre, dando por buena la ola dark y atribulada.
La película de 1989 fue un gran éxito, fundó la palabra “batimanía” y aportó la curiosa banda sonora de Prince. Y el fenómeno de su tono sombrío y angustiante alcanzó, también, al gran archienemigo de Batman. Su villano fue el Joker, a cargo de la leyenda Jack Nicholson, cuya aura de sacado sonó ideal para el rol. Su interpretación fue festejadísima y el personaje del Guasón también ingresó desde entonces en la espiral de oscuridad, como arrastrado por Batman.
Nicholson tenía 52 años y era menos vivaz que los Joker que lo sucederían en siguientes películas, cada vez más oscuros, más jóvenes: menos guasones pero más sádicos. Una oscuridad que en 2019 tuvo en Joker, de Todd Phillips, uno de los grandes hits del año, con récord de recaudación y nuevas lecturas de enfoque psicológico y social, esta vez ya no aplicadas al Batman sino a su archienemigo. Es que el mundo necesita que sus héroes, y también sus villanos, tengan de qué hablar en terapia.