Presentada en la edición 2013 del Festival de Venecia y estrenada en Argentina recién en mayo pasado, en Algunas chicas Santiago Palavecino (Chacabuco, 1974) había comenzado a experimentar a fondo con estructuras, verosímiles y tiempos narrativos, luego de dos películas (Otra vuelta, 2005; La vida nueva, 2011) deudoras de cierta forma de realismo intimista. Más severa y de espíritu lúdico más restringido que la anterior, Hija única continúa con la exploración que podría llamarse “cubista” de Algunas chicas, fragmentando el relato y hasta las identidades. Un personaje tiene dos por haber sido apropiado durante la dictadura. Y otro, el de Ailín Salas, es idéntica, no a una hermana gemela ni tampoco a su madre, sino a la primera compañera de su padre. En esa imposibilidad lógica o improbable forma de herencia por contagio tal vez resida la carga lúdica de Hija única, aunque se trata de una forma de juego tan supuesto que difícilmente se transmita al espectador.
El laberinto es la forma narrativa y temporal de Hija única. Esto queda claro ya en el comienzo, que si funciona como obertura no es sólo por la irrupción de una imponente partitura de melodrama, sino por anticipar escenas (fragmentos de escenas, mejor dicho) que se desarrollarán más tarde. Lo extraño es que en estas escenas Ailín Salas, asomada a la ventanilla de un avión, en medio de una noche de tormenta, parecería observarse a sí misma, mientras cierra los ojos en un auto, cerca de una casa que se prende fuego en medio del campo. Podría afirmarse que Hija única está contenida en esta secuencia primaria, que sucede en verdad a una frase de Montaigne sobre la herencia. Bien, todo indica que será cuestión de atar cabos. Como todo relato que lo solicita, es posible que el espectador se pregunte dos cosas: 1) si todas las ataduras están bien pensadas o va a haber alguna que quede medio floja; 2) si vale la pena hacer el esfuerzo. La respuesta para ambas preguntas es que ni tanto ni tan poco.
En 2017, Delfina (Salas) vuelve al pueblo natal, a los 21 años, tras haber pasado una década en Nueva York en compañía de su madre, Berenice (Esmeralda Mitre), quien quedó allá. Se fueron a Nueva York poco después de que Berenice (en una lista de nombres pretenciosos, éste ocuparía un lugar relevante) descubrió el inexplicable parecido de su hija y Julia, anterior pareja de su marido Juan (Juan Barberini). Antes de esto, Juan había descubierto su verdadera identidad como niño apropiado durante la dictadura, para lo cual cuenta con la guía de una Abuela de Plaza de Mayo (Stella Galazzi). Otras cosas que pasan son que la madre de Julia practica radiestesia, así como se menciona varias veces a La flauta mágica y el cuento de Borges El cautivo, éste último porque alude a la cuestión de un niño (blanco) apropiado (por los indios).
Bellamente filmada y elegantemente montada, con una música de una opulencia totalmente inusual para el cine argentino, el placer que representa ver Hija única se ve mitigado por una duración a todas luces excesiva (cerca de dos horas). Entre las principales objeciones que pueden hacerse no es la menor la de revelar que el laberinto no cambia: se entra, se extravía, se sale y sigue siendo el mismo. Revelarlo tal vez sea un mérito. Es difícil que ése sea el caso de la historia de Juan, en la que un tema muy sensible, al quedar reducido a la condición de mera subtrama, termina deglutido por la oscuridad y dispersión narrativas.