El Consejo Nacional de Patrimonio Cultural de Cuba y la Comisión Nacional de Monumentos, de Lugares y de Bienes de Argentina acaban de presentar y de lanzar un libro que realmente revela un tesoro poco conocido. Se llama “Arquitectura ferroviaria de América latina: Cuba y Argentina”, y desde el vamos muestra dos cosas desconocidas: que la isla del Caribe fue el primer país latinoamericano en tener ferrocarriles y que hasta desarrolló un estilo propio de estaciones y de infraestructura. Lejos del transplante europeo al que estamos acostumbrados los argentinos, que tuvimos la mayor red del continente, los cubanos inventaron una arquitectura propia en esto también.
El libro fue, no extraña, una idea del gran especialista argentino en el tema, Jorge Tartarini, vocal de la comisión argentina y autor de un clásico sobre este patrimonio. Como cuenta Gladys Collazo Usallán, presidente de la comisión cubana, este libro bien puede ser el comienzo de una serie sobre las principales piezas patrimoniales ferroviarias del continente. Teresa de Anchorena, que preside la comisión argentina, recuerda que por aquí tenemos más de 2500 estaciones de tren y que estas vastas redes “son una piedra angular de cualquier política cultural que pretenda un futura”.
La red ferroviaria cubana comenzó en 1837 y sigue en funcionamiento, aunque con serios problemas de repuestos y de material rodante. No hubo en Cuba un Menem que redujera nuestros 46000 kilómetros de vías a apenas más de 4000. Tampoco hubo un simple transplante de la arquitectura británica del sistema, aunque sí hubo inversiones y tecnología de ese origen. Hay alguno que otro techo a dos aguas profundas, inglesas, como la estación de Matanzas, y ciertamente es posible reconocer la adaptación tropical del vernacular inglés, tan común en la India. Pero lo que uno realmente disfruta de este libro es ver estaciones cubanas, en un lenguaje hispánico local, con ventanales avitralados, toques moriscos, mosaicos y kilómetros de muros encalados y tocados con añil.
También hay estaciones con pórticos neoclásicos de buenas columnas toscanas cubriendo el andén, como si uno fuera a esperar el tren en la noble entrada de una mansión. Lo del pórtico es tan fuerte que hasta hay una estación, la Fesser en La Habana, que obligaba al tren a cruzar el pórtico y detenerse para que los pasajeros subieran desde la misma estación. Esta estación es hoy un mercado y viviendas, pero sigue luciendo sus capiteles compuestos y sus muy elegantes cornisas.
Por supuesto que hay estaciones que podrían estar en cualquiera de nuestras vías suburbanas, como la tan inglesa De Los Pinos, pero la mayoría realmente parecen casas de campo latinoamericanas que terminaron con otro uso, como la de Surgidero de Batabanó o la de Güines, por no hablar de la de Aguacate, que ya la quisiera más de uno como quinta. Y ahí está esa originalidad a gran escala, la estación de Sabanilla en Pueblo Nuevo, Matanzas. Esta estación es instantáneamente familiar para un argentino porque su formato criollo italianizado, sencillón y de altos ventanales, con una gran galería de columnas toscanas y metopa decorada, es una variación sobre tantas casonas y estancias viejas de estas pampas. Este edificio es verdaderamente una muestra de la unidad cultural de nuestro continente.
El formato del libro es la sencillez misma, con una introducción sobre los sistemas ferroviarios de ambos países y con una mayoría de páginas dedicadas a fichas sobre estaciones individuales. Es una suerte de juguetería de cosas bellas, y una muestra de cuando las cosas se hacían bien.