“¿Todavía siguen acá?”, le preguntó Charly García a un estadio Luna Park colmado, usando el costado más rasposo de su voz. Hacía casi una hora que se había retirado del escenario, después de cerrar el primer tramo del poderoso recital que dio el miércoles por la noche bajo el título La Torre de Tesla: una analogía de utopía. En ese tiempo lo que reinaba era la incertidumbre. Las luces del estadio se mantenían apagadas, pero los rumores de que el músico ya no iba a volver a salir crecían a medida que pasaban los minutos. Cuando finalmente lo hizo, a nadie pareció importarle la espera. Para esperarlo se habían alternado cantitos que festejaban a “Alberto presidente”, una versión breve de #MMLPQTP y un himno extraño dentro de un recital de rock: la marcha peronista. García se sentó frente a sus teclados precedido por una ovación, pidió “un whiskyto” y comenzó a improvisar una melodía dulce en el comienzo de los bises. Faltaban menos de cinco minutos para que volviera a despedirse, ante la mirada estupefacta del público y de sus propios músicos.
La noche había comenzado con una intensidad inesperada. Desde que Charly García volvió a los escenarios en 2017, la fragilidad de su cuerpo lo mantenía casi estático sobre su sillón en forma de trono, rodeado de teclados. Pero en este segundo Luna Park de 2019 –que funcionó además como antesala de su próxima presentación en Cosquín Rock–, arrancó con una versión recargada de “No llores por mí Argentina” y en seguida se puso de pie para ejecutar con su guitarra ese riff frenético que abre la canción. Apareció vestido con un traje rojo y negro y anteojos rojos, reponiendo la estética de Say No More.
Sobre esa energía iniciática se montó para seguir con “Yendo de la cama al living” mientras en las pantallas espejadas, ubicadas sobre el escenario, se repetía el recorrido laberíntico de Maradona frente a los jugadores ingleses, en su camino hacia el llamado Gol del Siglo. El público ya estaba de pie, como se quedaría durante toda la hora que duraría el recital. Lo que flotaba también era una pregunta que parecía resquebrajar la magia de esa entrada potente e imprevista: ¿cuánto tiempo podría sostener Charly García toda esa intensidad?
“Estoy componiendo mucho y cobrando menos”, dijo antes de anunciar “In the city that never sleeps”, una canción de su último disco, Random (2017), al que fue alternando durante la noche con todo ese cúmulo de composiciones invulnerables que dejó enquistadas en la cultura popular, como parte de una estrategia que viene repitiendo en sus últimas presentaciones. “En las ciudades que no duermen, yo duermo solo… y me la banco”, siguió. Estaba ubicado sobre el costado derecho del escenario, ladeado por Fabián “Zorrito” Von Quintiero en teclados y Rosario Ortega en voces, quienes se encargarían de sostenerlo cuando entre las arremetidas de “Cerca de la revolución”, “King Kong” y “Lluvia”, el cuerpo y la voz de García empezaran a necesitar un descanso.
En el centro del escenario se erigía esa gigantesca Torre de Tesla –con la que el científico austrohúngaro pretendía transmitir electricidad inalámbrica a comienzos del siglo XX– para contener al resto de la banda: Kiuge Hayashida en guitarra, Carlos González en bajo y Toño Silva en batería. Los tres –junto a Quintiero y Ortega– se mostraron eficaces y concisos en cada pasaje, pero a medida que avanzaba el recital también dejaron en claro que funcionaban contenidos. No había demasiado espacio para las variaciones ni las improvisaciones. Tampoco para terminar de estallar junto con el público que gritaba y cantaba de pie. Se mantenían siempre detrás de García, cuya fuerza ya había mermado y manejaba al público convertido en una suerte de humorista y director de orquesta: “Soy el rey de la bachata… porque te la vendo más barata”; “Todos me aman… a algunos no les creo”; “Somos iguales ante la ley… de gravedad, ¡boludo!”, espetaba mientras en las pantallas asomaban las icónicas imágenes suyas lanzándose de un décimo piso hacia una pileta.
Ese cruce entre la música y las imágenes funcionó a la perfección, ampliando los sentidos durante toda la noche. “Asesíname” se disparaba junto con los perturbadores gritos de Janet Leigh en Psicosis; “Rivalidad” cobraba un tono sombrío junto a la escena más cruda de Toro Salvaje, cuando la sangre que brotaba del rostro de Robert De Niro parecía manchar también los versos de García; “Canción de dos por tres” se convertía en una suerte de canto circense junto a las bailarinas de Los Productores. Ese cóctel psicodélico sumado a las melodías en estado de gracia pergeñadas por García, con un público que no dejaba de empujarlas hacia arriba, fueron las claves de una noche en la que el músico se mostró mucho más entero que en sus últimas presentaciones, pero aún débil para sostenerse al frente de todo el recital.
Poco antes del cierre de ese primer tramo, García parecía revitalizado luego de algunos breves descansos en medio de sus canciones, y pudo volver a esparcir esa llama interna que lo puso a la altura del mito. Se levantó para agitar a sus músicos y tirar el micrófono al piso en “Aguante” y dejó dos versiones furiosas de “Rezo por vos” y “Demoliendo hoteles”, en las que tembló el piso del estadio mientras en las pantallas se derretían hoteles como gelatinas. Entonces abandonó el escenario, ayudado por Rosario Ortega, y dejo el recital en estado de pausa durante casi una hora. Una hora en la que nadie podía asegurar si volvería o no.
Al salir otra vez, luego de preguntarle al público si todavía seguía ahí, improvisó en solitario una versión agónica de “Desarma y Sangra”, en la que avisó: “Bueno, ahora chicas a descansar a sus casas”. Cuando terminó y se dispararon los rayos de la Torre de Tesla sobre las pantallas, la banda parecía a punto de lanzarse sobre una nueva canción. Pero Charly se levantó y se fue solo del escenario. Los músicos se descolgaron rápido los instrumentos y trataron de seguirlo. Las luces del estadio se encendieron y después de unos minutos de silencio, el público volvió a ovacionarlo. A medida que el estadio se vaciaba, quedaba claro que cualquiera de las reacciones de García sería comprendida y hasta aplaudida. Lo que no quedaba tan claro era si esa actitud casi permisiva lo estaba potenciando o anulando, si es que ya no queda tiempo para esperar de él algo más.