Cuando Alberto Fernández, en su discurso inaugural ante el Congreso, anunció que “llegó la hora de abrazar al diferente”, con su registro de voz que parece funcionar mejor en la intimidad, la seducción o la cátedra (una manera de hablar, la suya, ajena a la inflexiones del orador parlamentario o el líder de masas), las diferentes que pertenecemos al palo lgtbi, al menos las que estamos felices del fin de la temporada Cambiemos, nos sentimos convocadas a dejarnos besar por la lengua política. Aún cuando hubiéramos preferido que el chupón tuviera como objeto la diferencia misma antes que el diferente. En la curvatura del análisis se me aparece una de las máximas del Frente de Liberación Homosexual: “no hay que liberar al homosexual, sino liberar lo homosexual”. Es decir, dejar brotar las infinitas posibilidades del yo, entre ellas descubrir el goce del culo.
Supliendo los términos, me gustaría creer que más que la hora de cuidar al diferente, como dice Alberto, llegue la de abrazar, cada uno, la propia y a menudo innominada diferencia que nos constituye, porque siempre hay un Otro que nos habita, un goce que nos interpela. Nadie está sellado en sí mismo. Sé, por supuesto, que en este contexto de crímenes de odio creciente, el cuidado de parte del Estado es urgente, pero ojalá se tuviera en cuenta que en el origen de esa violencia social está la frustración de no poder hallar la propia singularidad, de estar siendo hablado, colonizado, formateado y serializado por leyes nocturnas, que el violento, paradójicamente, se desespera por cumplir para poder colarse en la norma. Es lógico que el presidente llame a sosiego y a equilibrios básicos a una sociedad ganada por las retóricas del odio mimético.
A lo largo del discurso aflora la apelación a un suelo común sobre el que la sociedad debe aprender a convivir “más allá de las ideologías”. Una aspiración que corre el riesgo de vaciarse en su enunciación, cuando son las iglesias las que insisten en una guerra civil alrededor de lo que llaman ideología de género. En la cadena significante aparecen las palabras solidaridad, unidad en el disenso, vínculos colectivos. ¿Delinea nuestro Alberto una posible política de Estado cuando afirma con vehemencia que resulta imperdonable discriminar a raíz de la orientación sexual, porque a fin de cuentas cualquiera (de ellos) podría ser discriminado por otros motivos, siempre o alguna vez en sus vidas?
¿Qué se está diciendo con “cualquiera puede ser también discriminado”? Seguramente que no hay subjetividades solipsistas donde no habite un Otro. Alberto se dirige a quienes no se dan cuenta de que desde el nacimiento, y hasta antes de él a través de contextos sociales, están metidos en un circuito de diferencias que, si son abrazadas, se convertiran en fuente de creatividad y emancipación. En sociedades como las nuestras, la clave del desarrollo pasa menos por las instituciones inertes que por la alianza de organizaciones sociales en las que los reclamos de políticas nuevas de inclusión, como el cupo laboral trans o la seguridad alimentaria, afianzan las singularidades a la vez que ensanchan el concepto de clases (locas palermitanas, a clase) y crean un frente común en el que nadie debe ocupar un peldaño abajo, como nos pasaba a los homosexuales en los años setenta, cuando la izquierda revolucionaria nos rechazaba. O les pasa hoy las travas y maricas de zona oeste cuando las fru frú porteñas se separan de ellas en las marchas del orgullo, trazando una especie de cordón sanitario.
Porque lo que tenemos para aportar los diferentes dentro del deseo democrático no es, precisamente, el abanico de plumas de la diversidad tal y como lo entiende el mercado y los gobiernos en la democracia neoliberal, ni tampoco “la igualdad en la diversidad”. Jode esa consigna globalizada en la que cada franja de color tiene su lugar dentro de una góndola y los folletos y, con suerte , en los códigos civiles, mientras el Estado siente que se saca de encima la mochila de fascista. Cuando arrecian las balas de goma y se vacían los ojos en las revueltas populares, la diferencia es un filo con el que provocar una incisión en la pax neoliberal. Así como guardamos en la memoria la humillación y la vergüenza, somos capaces de discernirla en el rostro de quienes exigen una vida mejor y no están incluidos en la suelta de globos.
Lo interesante de la presentación estelar de Alberto en el Congreso es que vuelve a presentarse al Otro como implicado en el nosotros -falta nomás que en el CCK vuelva a inscribirse en el frente que “la patria es el otro”; esto más allá de cualquier reflejo narcisista. Esa implicancia es la fuente de toda diferencia productiva, de toda singularidad. Combustible que despierta al Estado y la sociedad del letargo del neoliberalismo totalitario. Vamos, dejémonos seducir por la diferencia como por una navaja que acaricia y corta.