La expresión “Estado secreto” en el discurso de Alberto Fernández inspira amplias reflexiones, sobre todo si está precedida por un recurso político vigorosamente implantado en nuestros idiomas de desagravio y reparación. “Nunca más al Estado secreto”. Se trata, en primer lugar, de rechazar el intruso activismo de los clásicos servicios de informaciones y sus “fondos reservados”. Estos son también, a lo largo de la historia, el dinero invisible que opera como fetiche incógnito en toda clase de operaciones políticas, judiciales y “de cierto periodismo”. Esta última expresión y también el concepto de “operaciones”, son de Fernández. Estamos, sin lugar a dudas, ante un fuerte llamado a profundizar una democracia, desmalezando las excrecencias de las burocracias sigilosas y funestas del Estado, cuestión que tiene una larga historia en nuestro país y en cualquier país del mundo. En todos lados se ha generalizado y aceptado estas figuras del ingenio político de bambalinas, el reemplazo de la forma viva de la política por la “operación”. Y lo aceptamos con una rara pasividad, y así consentimos estas figuras del ingenio lingüístico que proviene de la propensión secretista que nunca deja de haber en la política, lo que se plasma, entonces, en la operación de los profesionales del ramo.
Al decir que el país tiene que alejarse definitivamente de la operación política para que reine en forma transcendental la política, se reúnen las máximas condiciones, antes no practicadas o por lo menos no anunciadas de este modo, para que el nudo sigiloso al que son propensos sectores del poder judicial y comunicacional, sea corrido de escena. Es necesario así recuperar el dominio real del ser político, basado en que la opinión con que busca insistentemente sus fundamentos, es superior a las informaciones ya prefigurada en las trastiendas, como fábulas destinadas a destruir argumentos, voluntades, iniciativas y creencias.
El secreto es una institución social arcaica y no suprimible por decreto; aún más, es la muestra inicial de una confianza entre pares, destinada a proteger lo común y no a dañar los actos de convivencia. Se torna así una materia intangible e inevitable. Hay un secreto que se convierte en una forma menor de la ética colectiva, pero naturalmente comprensible, si se lo entiende como la respuesta a una reserva que siempre le es necesaria a la conciencia colectiva. Sin embargo, en los largos ciclos históricos, el secreto se hace inútil. Lo deshacen los historiadores, los memoriosos y la historia misma, que primero los hace surgir y luego los liquida impiadosa. En la vida cotidiana, en cambio, los secretos pueden salvaguardar o modular pasiones, en vez de ser espolón destructivo, grillete de abominables conspiraciones.
Pero el Estado Secreto es otra cosa, es la parte del témpano --monstruo frío--, que no está a la vista, pues mientras allí se encuentra la antecámara de máquinas de la investigación sobre personas, organizaciones y flujos sociales autónomos, en la fachada visible se muestran los gobernantes que prestan su rostros, oropeles y gestos a lo que ya se ha decidido en las tinieblas. El modelo del Estado en la ilegalidad --como en épocas del gobierno militar y sus campos de concentración--, adquiere distintas expresiones en el mundo, y distintas proporciones de relación entre lo que se encuentra en las sombras y la punta de iceberg estatal, donde se ofrecen recepciones caballerescas, veladas gozosas, fiestas de gala y el rosario consabido de chismeríos regocijados.
Pero hasta este momento preciso en que Fernández hace su discurso, las denominadas operaciones emanadas de los salones secretos donde se acumulan, pulen, reúnen y ejecutan informaciones, han tenido un papel fundamental en arrastrar al sistema judicial en partes relevantes. Así lo vulneran y petrifican con decisiones de trastienda que no son simplemente la consecuencia de irregularidades buscadas o involuntarias, sino un anudamiento con cuerdas de acero a los diagramas periodísticos que escenifican salas judiciales en los pisos televisivos --de visibilidad absoluta--, o en los gabinetes seriales de trabajo clandestino sobre las redes sociales. Estas desmienten con sus intervenciones operativas el nombre civil y auspiciantes que tienen, “redes sociales”. Los operadores rasgan minuto a minuto esas redes, dejan sus hilados bajo toda clase de obstrucciones, y abonan tripartitamente el mundo judicial confiscado por la operación periodística, el mundo periodístico pulsionando la operación judicial, y el mundo comunicacional plasmado por las informaciones que se transforman en mercancías de un supermercado que destruye en sus góndolas, toda navegación no vigilada. Constriñen la náutica de nuestra singularidad. Ella solo puede ser parte de una comunidad de entes vivos, hablantes y libres.
Alberto Fernández, con la banda presidencial puesta, afirmó también que detrás de los números de la decadencia del país, “hay una humanidad diezmada”. Sin duda, esta palabra específica utilizada por Néstor Kirchner, para hablar de las generaciones políticas de cuatro décadas atrás, ve ahora repartido su contenido en otros dos aspectos, la pérdida de las fuentes de vida de millones de personas, y el ascenso del concepto de generación al concepto de humanidad. En toda la jornada de asunción, Alberto Fernández y Cristina Fernández se empeñaron de distintos modos no melodramáticos, en recordar a Néstor Kirchner, que en su momento también había deseado omitir los servicios de inteligencia del cuadro de la organización estatal, llegándose a este instante fundamental en que se cuestiona el dinero secreto, que funda el Estado secreto y que a la vez es el que obtura e incluso falsifica las decisiones públicas, la conversación asamblearia, el discurso parlamentario, las entrevistas televisivas, la vida pública y cotidiana, todo eso y más. Llevando esto a cabo, se presenta un objetivo que finalmente solo puede producir una radicalización de nuestra democracia.
El Estado secreto hace mucho tiempo, y durante largas épocas y con distintas modalidades, actúa entre nosotros desde el terror de las patotas nocturnas, hasta hoy, trasformado en chantaje de espías que actúan como agentes bursátiles de estas finanzas de las sombras, parlamento negro donde actúa la economía de la difamación y la sociedad secreta surgida de fiscalías de recaudación clandestina. Muchos dijeron en tiempos aun recordables que la política consistía en el secreto, la sorpresa o la información. Cientos aires maquiavelianos flotaban aquí. Pero todo se resolvía a favor de una noción artística de la política, donde en un momento espléndido, el príncipe, el conductor o el líder --tres figuras que encarnas distintos modos de estado y de sociedad--, lanzaba su obra al aire de los tiempos como un gran llamado donde se pretendía siempre que subsistiera cierta estetización de la política. El Estado secreto no consiste en esto. Pues equivale a la vigilancia técnica de las vidas, los canales financieros no declarados, y al acto de diezmar la política haciéndola parte, no de un tipo de secreto que es la aceptable introspección de una conciencia que ensaya sus posibilidades en un mundo incierto, sino del secreto que pone al Estado al servicio de sí mismo, pero ese “sí mismo” definido en sus alcances y conveniencias por un grupo de poderosos conjurados.
En ellos hay que encontrar las razones por las que hoy, un presidente de un país latinoamericano, lance su sereno grito de alerta sobre una “humanidad diezmada”. Esta palabra tiene una compleja historia eclesiástica y feudal. Pero dicha por políticos de un país que pone un nuevo punto de inicio a su democracia viva, significa una lucha contra la disgregación de un mundo común, que por ello paga un alto precio en odios y “operaciones”. Y esto por haberse convertido voluntaria o involuntariamente en la sede del juego áspero de los operadores de turno, sea que actúen como comodoros o como grumetes de las economías de la información al paso. De las tantas definiciones de crucial importancia escuchadas el día del traspaso del mando, estas son algunas que deben tener mando en nuestra conciencia cívica renovada.