Hay un nenito parado en avenida Rivadavia, a dos cuadras de General Paz, esperando que pase por allí algún vecino futbolero y lo deje ir con él a la cancha. Para llegar al Fortín de Liniers hay que cruzar las vías del tren, y a su mamá le da miedo y no lo deja ir solo. Pero hay algo en ese amor de madre que convence a los azares para que, más allá del obstáculo, todo salga bien: el nenito siempre consigue la mano de algún vecino y, otras muchas veces, es el puntero derecho titular de Vélez quien, ya encariñado de verlo esperando en la vereda, lo levanta con su propio auto y lo deja en la puerta del estadio, antes de ir al vestuario a cambiarse para jugar.

Aníbal Fernando Mosca, el Tábano, como le decían, fue el héroe de aquel niño deseoso de ver fútbol, que había perdido a su papá a los cinco años y buscaba compañero para ir a la cancha. Quizás incluso le dedicó alguno de los 21 goles que marcó con la camiseta velezana, pero una cosa es segura: de no haber sido por él –y por esos otros vecinos amorosos– el fútbol se habría privado de formar los ojos del exquisito volante que terminaría siendo, años después, Norberto Madurga, ese que hace exactamente medio siglo le regaló a Boca una tarde inmortal: el Muñeco fue el autor de los dos goles que le permitieron al equipo xeneize ganarle el Nacional ’69 a River y dar la vuelta en el Monumental.

La noche previa a aquel partido irrepetible –fue la única vez que Boca dio la vuelta en Núñez en una definición mano a mano con River– el histórico cinco había soñado que le hacía un gol al conjunto millonario. A esa última fecha, la 17ª del Nacional, el once xeneize llegaba con dos puntos más y sabiendo que con un empate le bastaba para coronarse ante el equipo de Angel Labruna. “Estábamos muy confiados porque sólo habíamos perdido una vez en todo el torneo. Todo el campeonato fuimos una maquinita”, recuerda Madurga, en diálogo con Página/12.

Cualquier hincha de Boca que haya crecido viendo al Muñeco Madurga difícilmente no tenga aún hoy grabada en la retina su actuación de aquel día. La sola mención del partido bastará para hacerlo viajar en el tiempo. Y para quienes no tuvieron la dicha de ver jugar a este finísimo volante, cuya calidad brilló en tiempos sin jugadas que se viralizan ni infinitas pantallas, allí en Youtube podrán encontrarlo: un video suyo de aquel partido lo muestra desbloqueando el juego en la mitad de la cancha, con toques rápidos y precisos, y picando al vacío con ansias de gol.

El Muñeco de Boca marcó 39 goles con la azul y oro –en sus 135 partidos oficiales–, pero sabe que los dos que convirtió hace 50 años son los que le abrieron el corazón xeneize. “Aunque no quisiera acordarme del aniversario, no podría: la gente me lo hace acordar todo el tiempo. Ese partido marcó un hito de cariño entrañable con los hinchas. ‘Gracias por los madurgazos’, me dicen. Lo más importante de mi vida en Boca empezó ahí”, explica el futbolista.

En 15 días, Madurga cumplirá 75 años. Todavía no tenía 25 aquella tarde del 2-2, pero el recuerdo de los goles es nítido y preciso. “El primero fue el difícil, porque tuve que dominar la pelota en el aire y pensé que se me podía escapar –relata–. Arrancó con una falta que Marzolini repone por izquierda y se la pasa a Savoy, que me ve y tira el pelotazo al medio. Mientras yo llegaba a toda velocidad, salen el arquero y uno de los defensores, y ahí, a la carrera, bajo la pelota con la cabeza, me meto en el callejón que quedaba entre los dos, y defino limpio al arco, despacito, con el pie derecho”. El segundo llegó a los 35 minutos, también tras un pique suyo, pero esta vez con asistencia del histórico Rojitas. 

Aunque luego llegó el empate de River, con los tantos de Más y Marchetti, no fue suficiente y Boca se consagró. Los millonarios habitaban su época de sequía y todavía les faltarían seis temporadas para quebrar su racha negra de 18 años sin salir campeones. Otra hubiera sido la historia si no lo hubieran dejado ir cuando Madurga fue a una prueba en Núñez a los 13 años. “¿Con ese físico te venís a probar?”, se acuerda que le dijeron, con tono burlón.

(Crédito: Alejandro Leiva)

Aquel partido, cinco décadas atrás, también es recordado por un hecho histórico: mientras los jugadores xeneizes daban la vuelta olímpica, los fanáticos de River batían sus palmas en reconocimiento al juego del campeón. “Nuestra campaña coincidió con un momento difícil del fútbol argentino. La Selección acababa de quedar afuera del Mundial de México y la gente no iba tanto a la cancha, pero nuestro equipo la motivó a volver a ir. Éramos un Boca atípico, diferente a su idiosincrasia histórica de fuerza, lucha, temperamento y garra. La mayoría de los jugadores tenían mucha técnica, buen pie y juego vistoso. Creo que algo de eso fue lo que nos reconocieron aquel día”, analiza Madurga, que desde hace 11 años trabaja en el área de captación de talentos del club de la Ribera.

En aquello también fue clave Alfredo Di Stéfano, símbolo de River pero entonces entrenador de Boca, quien lo retrasó en el campo y le ofreció panorama y espacio al ubicarlo de volante central, posición donde se consagraría y por la que siempre es recordado. “A Di Stéfano le gustaba el mediocampo veloz, que la pelota no se estacionara, que pasáramos rápido la mitad de cancha. Me acuerdo que el día anterior al partido le preguntaron si el equipo no era muy ofensivo. ‘Nosotros atacamos, que ellos traten de defenderse’, respondió. Esa era su mentalidad”, cuenta el también campeón del Nacional ’70 y la Copa Argentina ’69.

Cuando Boca lo compró, todavía era un juvenil que no había debutado profesionalmente en Atlanta. A Villa Crespo –donde arrancó directamente en Tercera, sin pasar por inferiores– lo había llevado Bernardo Nano Gandulla, a quien siempre le estará agradecido “por haber sido como un padre y uno de los últimos grandes formadores del fútbol argentino”. Sus palabras separan lo personal de lo deportivo porque, aunque todos lo recuerden por su fina estampa sobre la cancha, Madurga elige ser recordado por lo humano. Tal vez, quién sabe, marcado por aquellos gestos de amor que, de chiquito, lo acompañaban a cruzar la barrera y lo depositaban los domingos en la cancha. “A veces me causa tristeza pensar que pasaron 50 años de todo esto, ¡qué viejos estamos! –se sincera–. Los argentinos somos nostálgicos y mi recuerdo de aquel partido es un lindo recuerdo, pero el fútbol ya pasó y no vivo pendiente de eso. Ni me vuelvo loco con el pasado. Me volvería loco si dijeran que soy una mala persona, porque creo que no lo soy. El jugador pasa: habré sido bueno, malo, mejor o peor, pero lo que me gusta es que me respeten por haber sido un buen tipo”.