Quien pase por la esquina de Callao y Rivadavia puede ver renacer a la Confitería del Molino. La envuelven andamios y telones, ya se ve una parte de la fachada sorprendentemente clara, y ni hablemos de los interiores donde renacen vitrales, maderas, bronces. Lo que se ve menos es la búsqueda del alma de ese lugar, la respuesta a la pregunta más importante que se puede hacer sobre el edificio de Francesco Gianotti: de todas las confiterías y bares de esta ciudad, de todos los comederos, salones de fiesta, mesitas de café de esta Buenos Aires infinita, ¿por qué El Molino es la más famosa? ¿Qué fue lo que le tocó a tantos de este lugar?
Mónica Capano coordina la intervención en el patrimonio inmaterial del proyecto Molino, definido como una restauración de este aspecto. ¿Cómo se “restaura” lo que no es material? “Rescatando los relatos, entendiendo que muchos se fueron consolidando sin fuentes ni rigor, como mitos, y problematizando lo que parece ser verdad y listo”, explica Capano. Una base de esto es el trabajo de arqueología urbana que se realizó en el edificio, que rescató miles de objetos que van de todo tipo de instrumentos y moldes de repostería, a botellas de Arizu de etiquetas amarilleadas y una sorprendente cantidad de documentación.
“A todos estos objetos hay que preservarlos, pero también hay que darles sentido”, señala Capano. Uno de los sentidos es el que le daban los que trabajaban en el Molino, un lugar que hoy sería completamente ilegal y repudiable por ser una serie de sótanos sin luz natural ni aire, sofocante. Pero uno de los trabajadores entrevistados por Capano, de 96 años, quedó como iluminado al volver a ese subsuelo donde pasó tantos años. “Le brillaban los ojos, se enderezó, hablaba con vivacidad, contaba los postres que hacía él, los que hacía un colega ucraniano…”
Capano cuenta, como una perla, que consiguió tres de los misteriosos recetarios secretos de los maestros pasteleros, unas libretas de bolsillo de tapas negras de hule que no se compartían con nadie. Cada maestro la tenía en el bolsillo y la leía sin mostrarla, ordenando a los asistentes las mezclas de cada paso pero nunca dando a nadie la fórmula completa. Los maestros se repartían las especialidades y nunca había uno que hiciera todos los postres o tortas de la confitería.
Dos de las libretas fueron escaneadas de la colección de la confitería El Progreso, en la avenida Santa Fe, creada por ex profesionales del Molino. De ahí también viene una foto de 1918 del personal de la confitería que muestra las sutiles gradaciones laborales del lugar: maestros con gorros de cocinero más grandes que los de los asistentes, mozos con moño negro o blanco, repartidores con elegantes gorras de chofer.
La investigación también permitió encontrar platos exóticos de la confitería, que no hacía sólo dulces, como el “tronco de jamón”. Y elementos extraños como la Cola Japonesa, una pasta con la que se adensaban las gelatinas y el aspic. Capano descubrió que el prestigio del Molino era tal que por años uno de los pasteleros escribió una columna de recetas en la revista Aconcagua. El autor hasta pasaba el chivo de una marca de polvo de hornear, que hacía que las tortas “salieran igual que en el Molino”. Esta investigación también puede servir para resucitar creaciones que fueron famosas, como el postre Leguizamón o el Imperial Ruso, para cuando la confitería se reabra.
Y aquí aparecen otros significados hoy perdidos, como las señales políticas de la época. Muchos de los panaderos y maestros de la confitería eran anarquistas y le hacían un guiño a los que estaban en tema con los nombres de varios de sus postres. Por ejemplo, si uno pedía un Imperial Ruso te recomendaban que lo cortaras con un cuchillo caliente, “porque si no se desmorona solo”.
Pero todo esto es la entrada al verdadero tema del Molino, su inmensa popularidad y la resiliencia en la memoria colectiva de una confitería que lleva un cuarto de siglo cerrada. Las primeras conclusiones, tentativas, indican que el Molino tenía un rol aspiracional para la naciente clase media porteña, era una manera de “llegar al Centro”. Capano anda revisando maravillas como los presupuestos para fiestas de casamiento o los famosos “banquetes de homenaje” y las fichas de los proveedores de la firma. Y encontrando detalles como que un servicio de fiestas podía incluir hasta las tarjetas de invitación para familias que no supieran cómo manejar esos detalles.
Al contrario que lugares como El Aguila, de Santa Fe y Callao, asociados a la clase alta y hoy casi olvidados, el Molino dejó una marca de agua. En el trabajo de reconstrucción de lo inmaterial asombra la cantidad de gente que acerca fotos de eventos de familia realizados en la confitería, páginas muy personales asociadas al lugar. Es tal el peso del nombre, que Capano cuenta que hasta detectaron un impostor: un señor que se quiso hacer pasar por un pastelero de la ilustre, la famosa, la mágica Confitería del Molino.