“La realidad está hecha de esa tonta materia que todos conocemos como simultaneidad”, dice el narrador de El circuito escalera (Alfaguara), la primera novela de Javier Daulte. El encantamiento de narrar historias, en el formato que sean, está en el ADN del dramaturgo, director y guionista, que estrenará en la primera mitad de este año dos obras: Los vecinos de arriba, de Cesc Gay, y Clarividentes, de la cual es autor y director (ver aparte). El tema obsesivo de Daulte –que va del escenario a las páginas y viceversa– es la complejidad de los vínculos. El protagonista principal de la novela es Walter, un exitoso director de teatro y televisión de 44 años, padre de un adolescente, llamado Martín, que está divorciado de Marina y en pareja con Cristina. Más allá del amor que los une, más allá de las peleas y separaciones, comparten ciertas angustias y temores. Pero el elemento más aglutinante quizá sea aquello que callan o no pueden decir, especialmente Martín, un adolescente que pasa de ser testigo secreto de un hecho de violencia contra su madre en Brasil a coquetear con una idea de compensación, que encuentra en la posibilidad de matar una paradójica redención.
Daulte abona el territorio de la ficción con una perspicacia excepcional para alumbrar los claroscuros del alma humana. Walter admite ser leído como un alter ego del autor, que al final de la notable El circuito escalera agradece el consentimiento que le brindaron María Onetto, Darío Grandinetti, Pablo Kompel, Adrián Suar y Gloria Carrá para prestarse a ser personajes de ficción. Y le dedica la novela a su madre, que le enseñó a contar historias. “Cuando era chico, mi vieja me llevaba al cine a ver las películas que ella creía que yo tenía que ver, me depositaba en la sala y me iba a buscar a la salida. Después, a la noche, mientras ella cocinaba, le tenía que contar la película entera. Me hacía contarle toda la película y es muy difícil hacer eso. Y me vino ese recuerdo y me di cuenta de que me enseñó a contar”, explica el dramaturgo y escritor en la entrevista con PáginaI12.
–El narrador le atribuye a Cristina el siguiente pensamiento: “Después de todo, una ficción literaria –novela, obra de teatro o guión televisivo– no era más que una serie de tonterías ordenadas de modo adecuado”. ¿Está de acuerdo?
–Sí y no. Este narrador tiene una mirada muy escéptica frente al mundo y, por otro lado, muy esperanzada. Cuando un actor me dice “te hago un pregunta, pero es una idiotez”, yo le digo que el teatro es una serie de idioteces que terminan volviéndose algo que parece importante. Un cuadro no deja de ser rayitas en una superficie que, ordenada de una manera equis, genera una ilusión o provoca una sugestión. Esto lo vemos también en los grandes contadores orales, que cualquier anécdota, por mínima que sea, la vuelven muy atractiva. Cuando querés reproducir un relato, que te resultó fascinante porque te lo contaron en una cena, lo estropeás porque lo ordenaste mal, aunque es la misma anécdota. Cualquier cosa bien ordenada puede volverse mágica.
–La mayoría de los personajes de El circuito escalera guardan un secreto. Quizá el que tiene el complicado es Martín, el hijo de Walter, ¿no?
–Todos los personajes guardan algo. Cuando Cristina le cuenta a su padre el deseo de tener un hijo con Walter, pero no se lo puede expresar a su marido, es como esas cosas que están dentro de uno y que por alguna razón no pueden salir. En el caso de Cristina, se lo puede decir al padre, pero cuando lo hace, se le viene el mundo abajo. En el caso de Martín, es más patente y grave. Y Martín se lo puede contar a una desconocida, muy lejos de su casa y en una situación muy extraña.
–¿Por qué se cuentan cuestiones importantes a completos desconocidos o personas circunstanciales, como hace Walter en un momento de la novela con unos policías?
–El psicoanálisis se basa en esa premisa: que uno le puede contar algo a un desconocido y no involucrarse fuera del encuadre psicoanalítico es lo que permite que se pueda seguir hablando. Más cerca estamos, menos podemos hablar. Ya lo hizo Patricia Highsmith en Extraños en un tren: los personajes se cuentan el secreto más fuerte que pueden tener y eso los lleva a lo que los lleva. Y esto es algo que, por más extraño que nos parezca cada vez que lo leemos, es posible. Aunque no reconozcamos que todos los hacemos, no nos resulta extraño que eso pase, porque es un rasgo humano. El circuito escalera es una especie de metáfora para hablar sobre cómo son los vínculos entre las personas. La novela es un tratado acerca de cómo nos vinculamos. En la medida en que creemos que nuestros pensamientos, nuestras acciones y nuestras intenciones están bajo nuestro dominio, curiosamente ignoramos que caen en una red donde todo se mueve todo el tiempo. Uno podría llegar a entender como lector que es imposible que uno sea el dueño de todas sus decisiones. Lo que pasa es que uno cree que son las propias decisiones y no se da cuenta de cuánto está marcado por los movimientos, los deseos y la dinámica de la red de vínculos que nos rodean.
–¿Por qué trabaja la simultaneidad en la novela?
–Un soporte como la novela me permite hacer ese juego y que uno, como lector, pueda advertir esa serie de coincidencias y crear un sentido, aunque los personajes nunca lo podrán hacer. Hay algo fascinante en la simultaneidad, en el sentido de que es inaprensible. Nosotros sabemos que en este momento, mientras hablamos, hay una simultaneidad con una cantidad de cosas, pero si tratás de conectarte con esa simultaneidad, te psicotizás. Tenemos que recortar la realidad y suponer que lo nuestro no es simultáneo a nada. Cuando advertimos la simultaneidad, es cuando todo se entorpece y se detiene.
–El narrador plantea que el miedo es parte de la naturaleza humana y que no hay cómo extirparlo. ¿Cuál es el miedo que tiene Walter? ¿Es el miedo a envejecer, al paso del tiempo?
–El miedo a envejecer es una coquetería. Walter tiene tanto miedo como ansia de vértigo. La tranquilidad es algo de lo que Walter huye. Los terrores nocturnos tienen que ver con la ilusión de que algo extraordinario puede ocurrir. Ese universo fantástico, que cuando somos chicos nos aterra, existe y seguirá existiendo. Pero en el mundo adulto sabemos que eso es una ilusión de un rato. Por ejemplo, cuando decimos “me pareció ver un fantasma” y luego algo lo va a terminar explicando. En esta época en que se supone que ya está todo explorado y sabido, donde no hay ningún rincón de la Tierra que no sea conocido –me imagino lo que era vivir en 1600, cuando los barcos atravesaban el mundo y no sabían qué más se iban a encontrar–, seguimos teniendo esa ilusión de que algo extraordinario puede ocurrir.
–Aunque empieza con Walter con 44 años y termina cuando cumple 50, El circuito escalera está escrita como si el tiempo no pasara.
–Es cierto... Walter dice en un momento que se da cuenta de que va a cumplir 50 años cuando va a comprarse una camisa y no le va. Y se pregunta “¿cómo pudo pasar esto?”. Los hechos te hacen ver que pasa el tiempo, como nos pasa a todos. Vivimos como en un puro presente y cuando nos queremos dar cuenta, nos miramos al espejo y decimos “esta arruga, ¿de dónde salió?” (risas).
–Walter es dramaturgo, escribe guiones y se vincula con actores, elementos que comparte con la vida del personaje. ¿Cómo trabaja lo autobiográfico?
–Es un universo que conozco más, y sabía que me iba a dar verosimilitud y que me iba a permitir cierta opinión sobre aspectos que conozco. Pero la anécdota y los personajes son inventados. La gracia de la escritura es hacer creer que esos personajes existen porque generan la sensación de estar vivos. Cuando tengo una conexión con los personajes de una novela, se me hace muy patente en el final: no pueden ser que no existan, porque mientras la leés existen. Y cuando tenés que abandonarlos es muy duro.
–¿Tiene la misma relación con los personajes cuando escribe teatro?
–Es diferente. Como lo va a hacer un actor, que le va a entregar sus emociones en vivo, se produce otra cosa. En el teatro, el desafío es generar la ilusión de que estás viendo una casa, cuando estás en un teatro. En el teatro, que un personaje se ponga una mantilla para arriba o para abajo y ver que pasaron setenta años en un segundo genera otro tipo de ilusión, otro tipo de encantamiento.
–¿Ilusión o engaño? El narrador de El circuito escalera dice que Walter considera “maravilloso el arte de engañar”.
–El engaño es la versión con mala prensa; ilusión es la buena palabra para decir engaño. La seducción es un engaño que me gusta, pero hay mucha gente que no le gusta ser engañada. Esas ganas de ser cautivos por el engaño o la ilusión es lo que pretendemos cuando empezamos a leer una novela o vamos al cine. Muchas veces pasa que no me engañaron como yo hubiera querido (risas). Añoro lo que me pasaba en el cine cuando tenía 15 años.
–Extraña cierta inocencia, ¿no?
–Exacto. Y quiero recuperarla. Cada tanto me ocurre y es maravilloso.
–¿Es posible que una realidad funcione como una ficción? Uno de los personajes, Mofe, dice que sí.
–Pobrecito, así termina Mofe... Lo opuesto es posible: que una ficción se convierta en realidad es algo cotidiano. De hecho, el pacto psicoanalítico es una ficción, un juicio es una ficción, y tienen consecuencias muy útiles sobre la sociedad. Ya lo decía (Joseph) Goebbels: “miente, miente y algo quedará”. La ficción tiene un efecto sobre la realidad. Mofe tiene una idea que nunca la puede terminar de concretar, que se vuelve muy patológica, y por eso termina como termina. Si todo el mundo admira las obras de arte, Mofe quiere convertirse en una obra de arte para que todos lo admiren.
–¿Por qué es una fantasía tan potente entre los artistas convertir la propia vida en una obra de arte?
–El artista “maldito” o “torturado” produce esos eventos que a veces uno duda si son o no arte. Pero son artistas y quizás esos intentos más radicales son los que menos quedan en la historia. (Bertolt) Brecht hacía un teatro político queriendo hacer como un teatro didáctico y quizás ese aspecto no es el que más importa hoy. Si Brecht sobrevive es porque sus obras van más allá de esas intenciones puntuales que tuvo. Hay un momento de la creación en el que el artista debe creer que algo extraordinario puede llegar a ocurrir con ese intento artístico.
–¿Cree que lo inventado suele tener el mismo efecto que lo real?
–Sí. Hay una frase que no sé quién dijo, pero está buenísima: “no inventes lo que no quieres que exista”. Hay algo que está muy presente en todo lo que escribo y en un sentido soy deudor de (Jorge Luis) Borges. Hay algo que crea o que funda la ficción de lo cual es imposible sustraerse. Me acuerdo de una pregunta que nos hizo una gran profesora, Estela Jajam, en la facultad, cuando estudiaba psicología: ¿antes de (Sigmund) Freud, las histéricas existían? La respuesta es no. Y ahí es donde Borges aparece; en la medida en que lo nombro, en que lo cifro, algo existe. El mundo es un gran caos, y alguien lo ordena y ahí aparece un sentido que no tenían en sí mismas las cosas. Lo único que hay son ficciones y nosotros entendemos el mundo como un relato. Las grandes crisis en la vida aparecen cuando no podemos volver discurso algo. Lo que sea.
–“Todos somos personajes secundarios en la vida de los demás”, le dice Marina a Walter. ¿De dónde viene esta frase?
–De mi obra Fuera de cuadro. Una auténtica pareja es cuando el otro no es más un personaje secundario, sino cuando se piensa en plural, cuando el uno pasó a ser dos. La ilusión de que haya un propósito en la vida es necesaria. Si sos creyente, ya está en las escrituras, pero para el agnóstico es más complicado. Me alivia poder poner esto en una novela y que el problema lo tengan los lectores. Escribir es exorcismo puro.