El judaísmo marca un periodo de un año de luto, supuestamente el más duro, que separa a la persona que perdió a un padre de los demás mortales. Es el año que todavía transcurro con mi familia y los seres queridos de mi padre, Héctor Timerman. Se termina formalmente este 30 de diciembre, cuando hayamos pasado sin él cada cumpleaños como el de este lunes, cada estación, cada aniversario. Y también cosas que no son rutinas anuales: como el nacimiento de su tercera nieta, que nunca lo podrá conocer; o haber ido a votar y, también por primera vez, no ver su nombre al lado del mío en el padrón.
Todos sufren este tipo de pérdidas en su trágica dimensión cotidiana. Pero mi proceso tiene más que un año ya, porque se suma al calendario el año y pico que marcó el final de la vida de mi padre. ¿Cómo se habría desarrollado su enfermedad sin la crueldad absurda de la causa judicial por el Memorándum de Entendimiento con Irán? Es contra-fáctico. Pero sí es un hecho lo que vi: cada avance del caso – o en su defecto su falta de avance– fue acompañado por un empeoramiento de la enfermedad que eventualmente le quitaría la vida.
Fue paradójicamente el 17 de octubre del 2017, el Día de la Lealtad, que lo llevé a Comodoro Py. No me dejaron entrar con él. Esperé afuera mientras lo acusaban de traición a la patria. Ese mismo día, un rato más tarde, lo llevé a la guardia del hospital. Lloraba por fuera y por dentro, incrédulo por la acusación y descreído que estuviese pasando en el sistema democrático en el que basaba toda su creencia política.
Unas semanas más tarde, el 7 de diciembre de ese mismo año, llegaron las prisiones preventivas. Esperamos horas en el sillón de casa que lo viniesen a buscar para llevarlo a la cárcel. Él sostenía una bolsita con los medicamentos que iba a tener que llevarse para seguir su tratamiento. Le dieron la detención domiciliaria, por los peores motivos: el cáncer.
Ahí fue que dejé de dormir. “¿Cómo seguís tu vida cuando tu papá está detenido?”, le pregunté a mi tío, sabiendo que él se enfrentó a la misma pregunta una generación antes. Aprender que todo sigue, aun ante las mayores atrocidades, que también hubo arte después de Auschwitz.
Entonces dediqué mi tiempo y mi cabeza a hablar con gente, a intentar ayudar: organismos de derechos humanos, políticos de acá y de afuera. Muchos escucharon, otros no; algunos actuaron y se comprometieron, otros no.
Pero entonces pasó lo inesperado: le sacaron la visa a Estados Unidos, y la lucha política se terminó de mezclar con la urgencia de su salud. Perdimos, y no pudo viajar a tiempo. Estuvo lejos de los doctores que seguían su caso, lejos de los procedimientos experimentales que había decidido hacer. Y entonces vimos con demasiada claridad cómo avanzaban los dolores físicos con cada golpe judicial y burocrático. Y sentimos que ya no sabíamos contra qué ni contra quién estábamos luchando, porque los frentes se multiplicaban y de tantos que eran se hacían intangibles.
En marzo de 2018 pensamos que ya se moría, y por primera vez hablé con los médicos sobre cómo aliviarle el dolor. Pero otra vez nos sorprendió y pudo dar testimonio en el caso. Quizás era eso lo que necesitaba para irse con algo de paz. Habló, a pesar de su debilidad física, a pesar de los medicamentos que lo hacían parecer más torpe. Se avergonzó de su estado, pero enfrentó igual a los jueces, porque sabía que si no lo hacía ese día quizás no podría hacerlo nunca más. “Lo único que avanza es mi cáncer”, dijo ese día. Y tuvo razón.
En el día del perdón judío, en Iom Kipur, hay un servicio para recordar los muertos. Generalmente se va solo después de haber perdido a un padre , una suerte de cábala. Así que me tocó ir por primera vez en octubre de este año. Soy atea y estaba enojada con una comunidad que había marginado a mi padre, pero igual fui. Igual sentí que tenía que ir. Dije los rezos a un Dios en quien no creo, por un padre que está muerto y no puede ya agradecer mi gesto. Son cosas que hacemos.
Ese día un líder de la comunidad me pidió perdón. A mí, porque ya no podía pedírselo a mi papá. Y lloró. No sé si por mí, por mi papá, o por él mismo. Pero en realidad no importa. ¿Sirve el perdón cuando llega tarde? ¿Sirve la justicia cuando llega tarde?
El caso judicial del memorándum sigue. Duerme, como un volcán que ya arrasó con el pueblo a su lado. Quiero pensar que ya no nos puede afectar, que ya hizo todo el daño que tenía que hacer. Pero cada vez que hay un titular, o una mención en un debate público, se me para un poquito el corazón. A veces creo que no estaremos libres hasta que se resuelva, pero a veces pienso peor: que nunca estaremos libres. ¿Qué significaría una absolución de una justicia en la cual nadie cree ni creerá?