EL CUENTO POR SU AUTOR

En este relato me propuse escribir una historia abierta. Pensé que si esquivaba la idea de evolución de la trama –ese avanzar hacia la salida del conflicto– tendría que variar la noción de intriga. La tensión del cuento, por lo general, está centrada en la resolución de un enigma o en la develación de lo que no está claro. Este concepto, que también es un sonido, sirve para cancelar el universo narrativo. Resulta efectivo para cerrar el texto. Es un final con premio: el hallazgo siempre se agradece. Es un acuerdo, un entendimiento entre el narrador y el lector, algo que –en algún punto– se relaciona con la moral. Qué pasa si se quiebra este artificio. No sé. Ustedes dirán.

El cuento tiene como protagonista a un odontólogo. Sus pasiones son simples y, hasta cierto punto, contradictorias: le gusta fumar y nadar. El mundo que habita es plano y funcional, parece estar exento de misterio, pero su mirada lo complejiza. No naturaliza su entorno, no da por sentado nada, por lo tanto, tiene asegurada la incertidumbre y la sorpresa. Estos dos factores lo preservan de la monotonía y el sinsentido.

 

Opté por narrar este relato en primera persona. Me pareció que una voz encimada con lo que cuenta era la forma adecuada para este texto magro. Narrar así, como si la enunciación siguiera su propio capricho, es la propuesta. La intriga, entonces, ya no depende del secreto sino de la inminencia de lo que se relata. Para complicar un poco más las cosas, creí que sería bueno apelar a lo fragmentario: el argumento avanza a los tropiezos, lleno de cortes y silencios. Si hay algo presente en Sirenas es lo deshilachado, la forma expansiva. Creo que es la manera de convocar al dinamismo. Ya lo dije antes: ustedes dirán. Y, citando a Carlos Balá: “Como el movimiento se demuestra andando, pues: andemos.”

 

SIRENAS

Tenía una ceja más gruesa que la otra. Y cuando el asunto era grave, la arqueaba. Con ese gesto −distinguido a primera vista− subrayaba su inteligencia y, casi sin proponérselo, su autoridad. Amanda, mi madre, era imbatible. Se plantaba rígida, con la frente en alto, y miraba desde su torre. Entonces, nosotros, para esquivar su terrible atención, nos ocupábamos de cualquier asunto; mi padre, por ejemplo, se frotaba los ojos –como si de golpe tuviera sueño−, tosía o se mordía una uña. Improvisábamos estrategias con cierta resignación: por anticipado, nos sabíamos vencidos.

Amanda era dentista –odiaba la palabra odontóloga− en dos dispensarios –en uno atendía a chicos−, pero su interés estaba en otro lado. La apasionaba la Segunda Guerra Mundial. Y cuando tenía tiempo –por lo general, en verano, en las larguísimas tardes de verano−, pintaba bastidores con acuarela. Como todos, era contradictoria: tenía devoción por la cultura física, pero no movía un músculo. Valoraba más el esfuerzo que el talento. Por nada del mundo admitía la posibilidad del error. Se enojaba todos los días, rigurosamente. No gritaba ni hacía escándalo. Clavaba la mirada con esas cejas desparejas que tenía. Era un gesto severísimo. Daba a entender que no era ella la que desaprobaba, sino algo anterior a su juicio, que no admitía réplica.

                                                                               ***

 

Construyeron una muralla a nuestro alrededor. Afuera, el mundo era imprevisible, hostil. Con Sofi, mi hermana, organizamos una vida puertas adentro. Y creímos con resolución en esa estrategia. La palabra clave era autonomía. Nos divertíamos como locos con juguetes simples –cada uno tenía los suyos− y compartíamos el espacio; de esta manera, esquivábamos la soledad. Así, sin proyecto, como quien no quiere la cosa, nos volvimos dueños de casa. Teo nos cuidaba. Era angosta de hombros y se reía de todo. La recuerdo feliz, y esa particularidad −su aire despreocupado− también nos formó. MI hermana y yo somos lo que somos por nuestros padres, pero también por Teo. Preparaba tartas de verdura: zapallo y espinaca. Después, nos servía un bol de arroz con leche. Mi hermana lo rechazaba siempre. A mí me daba lo mismo comer una cosa que otra. Teo jamás nos retó. Era la persona más buena que conocí. Su actitud clásica: beso en la cabeza. A veces, mirábamos televisión con ella, programas infantiles. Teo se reía a carcajadas. No le gustaban las bebidas calientes. Las tardes de invierno, se paraba frente a la ventana de la cocina −la mirada fija en un punto− y soplaba con delicadeza su té digestivo.

                                                                              ***

 

A los 10 años, mis padres pensaban por mí. Un verano me anotaron en un club. Íbamos con mi hermana. Nos resistimos, pero fue en vano: nos dejaban a la mañana y volvíamos a la noche. Exhaustos, muertos de hambre. Cambio radical: ahora, el mundo –el intercambio con el mundo− era clave para nuestro desarrollo físico e intelectual. ¿A quién discutirle? Las palabras de los padres suelen ser imbatibles. Obedezcan, gritaron. Las clases de natación las daba un tipo parecido a un buey. Se llamaba Leonardo Del Vecchio, como el millonario italiano. Andaba en una Gilera 200 y se ponía cascos con visera y camperas de cuero.

                                                                             ***

 

Los fines de semana, Del Vecchio se iba en moto a la costa con amigos. Una vez pararon en Dolores. Comieron asado a la sombra de un sauce. Después, metieron la nuca bajo un chorro de agua. Tomaron aire y siguieron camino. En el kilómetro 249 empezó a fallar una de las motos. El desperfecto fue insalvable, se interrumpió el viaje. Pasaron la noche en bolsas de dormir, a campo abierto. El repuesto llegó a las 10 de la mañana del día siguiente. Del Vecchio era meticuloso con sus relatos. Y ese exceso –la abundancia de detalles−, los hacía inolvidables. Escucharlo era una experiencia única. Lo cotidiano, para él, era excepcional. En eso radicaba su secreto. Del Vecchio era narigón, patilludo, cara de prócer: San Martín en los billetes de 5.

                                                                            ***

 

Mi viejo hablaba poco. La competencia mueve el mundo, decía. Idea rústica pero verdadera: la rivalidad −y el provecho− como eje del dinamismo. La competencia, la competencia, repetía. Procesé esa idea. Ahora la reformulo: los vínculos humanos son transaccionales, sin excepción. Lo pienso. Soy adulto. ¿Tengo alternativa? Varias veces, la experiencia, con su barbarie, me corrigió el punto de vista. Un golpe, un golpecito en la mano, como castigo por tocar algo prohibido. Así se marca la falta, el lapsus. Olvidé por completo la maquinaria de la infancia: no sé si me explico. Los años se acomodaron unos sobre otros como la grasa abdominal. Dobleces. Fuelle. Pasé la adolescencia sin darme cuenta: el espíritu gregario −no el mío, el de los otros− me mantuvo con vida.

                                                                              ***

 

Durante años no pasa nada y de golpe en un mismo día, las cosas se encadenan y todo se viene abajo. Un jueves, mi madre llegó distinta del dispensario. Con algo en la cara, como una clausura, que le agrandaba los ojos. La piel de los párpados, tensa, tensísima, daba la impresión de que en cualquier momento iba a ceder. Entró decidida y se acomodó el pelo con la mano. Después hizo un gesto insólito: dobló los labios como si la gravedad los venciera. Y esa tontería, esa nada, la convirtió, de un momento a otro, en una vieja. Como era enormemente perceptiva, descubrió el cambio en el reflejo de nuestros ojos –estábamos mi hermana y yo, mi padre siempre ausente−. El terror le heló la sangre, pero como no se entregaba fácil, activó enseguida un descomunal voluntarismo. Neutralizó la rigidez y detuvo en segundos el declive. Después endureció la mirada, sacudió la cabeza: con ella no iban a poder. Una tragedia de las mínimas. Duró lo que un estornudo.

Su malestar tuvo dos razones. La primera, una discusión con la jefa más odiada; la segunda, haber sido testigo de un accidente, alguien cayó de un quinto piso. En la cena, contó estos hechos, pero, en realidad, lo que hizo fue enumerar sus actividades del día. Puntualmente. Así era ella. Mi madre: Mejor ignorar lo que nos afecta. Pensar lo indispensable. Variar de rumbo. A eso se abocó con cuerpo y alma. Tenía una destreza única: les cambiaba el sentido a las palabras. Las frases que armaba, como es obvio, tenían otro significado. Y esta noción, este nuevo concepto, era inestable; su definición dependía de las circunstancias. Interpretar a mi madre resultaba imposible. Aquella vez, por ejemplo, nos dijo sin decirnos que había decido que nos fuéramos de la ciudad. ¿Nos mudamos?, preguntó Sofi convencida de haber malinterpretado algo. Ya. Lo antes posible, respondió mi viejo. Nos va a venir bien a todos cambiar de aire.

                                                                         ***

 

Mi viejo trabajaba en un banco. A la semana de aquel episodio, pidió el traslado, que −insólitamente− salió enseguida. Antes del año, estábamos en Mar del Plata, en un chalet a diez minutos del puerto. La realidad no se predice, le gustaba decir a mi viejo. Yo tenía once años y estaba desesperado: cambiaba de escuela. Repito: cambiaba de escuela. Además, los pies me habían crecido una barbaridad –calzaba 43− y mi hermana Sofi no hacía otra cosa más que hablar de las cosas que se perdía de vivir.

                                                                       ***

 

En la costa, mi viejo fue otro. Se dejó una barba que le enmarcaba la boca –que se volvió más curva − y le resaltaba los ojos. Era un Conrad de cabotaje. Nos llevaba a la escuela en auto. A primera hora. Todas las mañanas. Yo viajaba adelante; mi hermana, callada, ausente, en el asiento de atrás. Teníamos una rural bordó con paragolpes de metal. A mi derecha, indefectiblemente, se abría el mar con su inmensidad. Durante aquellos viajes, escuchábamos la radio como si fuera obligación. Del parlante salía una mezcla de música, voces y ruido. Siempre pasaban las mismas canciones. Era una de las pocas felicidades del día: el consuelo de la repetición. Con sus compromisos comerciales, las emisoras certificaban nuestra estabilidad.

                                                                         ***

 

Iba a una escuela que de afuera parecía una fábrica. Miraba a mis compañeros desde una enorme distancia; desde una nube, podría decirse. Estaba en el pasado, en un pasado a mi medida, diseñado con todo lo necesario para perdurar. Me entusiasmaba la idea de la reedición de mis mejores momentos. ¿Por qué no podría suceder? Hay un modelo cosmológico: el universo es cíclico; mi vida no sería una excepción. Pensaba: Todo es cuestión de tiempo. Uno se entusiasma con lo que puede. Me decía: Hay que estar a la altura de las circunstancias. La cabeza se me iba en todas las clases; en particular, en la de matemática y en la de física. La mañana corría lánguida y yo pensaba en cualquier cosa. Mi rescate era el recuerdo de ese tiempo en el que –ahora me enteraba− había sido feliz.

Teníamos gimnasia a las tres, los martes. Íbamos a un club del centro. La escuela terminaba a la una y yo me refugiaba en el único bar abierto de la ciudad. Se llamaba El pasillo y estaba frente al hotel Provincial. El mozo, un tal Nelson, había sido doce años guardavidas de La Perla. Un día se compadeció de mí y me invitó a entrenar. Venite al natatorio, dijo. Usó esa palabra: “natatorio”. A la semana, empecé: lunes, miércoles y viernes.

Nadaba sobre todo crol y espalda. También, trabajé la patada de mariposa. De un día para otro, me transformé en deportista, que es igual de absurdo que ser astronauta. Lo sentía al caminar, cuando movía los brazos o giraba la cabeza. La pileta me dio más de lo que esperaba. Salía con la sensación de no haber estado en ningún lugar y de haber visitado el paraíso. El agua era irrealidad.

Nelson me miraba los pies. Decía que ser patón me daba velocidad. Acuaman es más rápido que un delfín. Antes de que terminara el año, me había anotado en tres torneos; dos los gané y en uno salí segundo. Mi madre, en esa época, se teñía el pelo de rubio platinado. En las carreras, cuando sacaba la cabeza para tomar aire, distinguía su melena albina en medio del público. Era un faro; me distraía y orientaba al mismo tiempo.

                                                                          ***

 

Un día falté a la clase. Me compré unas Halls de menta, un paquete de Derby y un encendedor. No había fumado en mi vida, pero creí distinguir en la gente que lo hacía una resolución absoluta y pensé que si los imitaba podría alcanzarla. Los fumadores sabían qué querían y, sobre todo, cómo llevarlo a cabo. Había una destreza admirable en el movimiento de sus manos. Era una acción que expresaba manejo del placer: distinción, gracia, administración del tiempo, resolución o, más precisamente, autonomía.

Prendí mi primer cigarro frente al mar. Dos pitadas y lo descarté. Me pareció horrible. Sentí gusto a metal y a tierra al mismo tiempo. La frustración fue tan grande que tiré el paquete y pensé que lo que acababa de sufrir era una muestra de mis limitaciones; al fin y al cabo, un rasgo de personalidad. Soy flojo de carácter, me dije. Y lamenté el hallazgo con toda el alma.

Volví a nadar desesperadamente. Tuve la completa certeza de que esa actividad me haría bien. Nelson habló con mis viejos y me anotó en una competencia provincial. Entrené todos los días. Eso me hizo sentir más grande que el mundo que me contenía; yo –con mis discretas habilidades− manejaba las cosas a mi antojo, y esa experiencia me confirmó en un rumbo; incierto, es verdad, pero rumbo al fin.

                                                                                ***

 

Un día, un tal Abel Kreimer, compañero de colegio, accedió a explicarme matemática: yo estaba cada vez más perdido. Saqué fuerza de donde pude y fui a su casa. Era un chalet lujoso con fondo grande y pileta, creo que el padre trabajaba en astilleros o él mismo era dueño de uno. Entré, y lo primero que vi fue a una chica, en un living inmenso, que tocaba el piano con enorme destreza. Al rato, me enteré tres cosas. La primera, que era la hermana menor de Kreimer; la segunda, que tenía un nombre rarísimo, se llamaba Ashley, y la tercera, que estaba practicando una Fantasía de Shumann, de quien por primera vez oí su nombre.

Con Kreimer nos pusimos a estudiar en la mesa de la cocina, pero no duramos mucho: cualquier cosa nos distraía. Entonces, nos paramos y fuimos a tomar un poco de sol al jardín. Estaba su hermana fumando –era esbelta y luminosa− y mi amigo también se puso a fumar. Me convidó y dije que sí. El destino me ponía a prueba y esta vez no podía fallar. Agarré el cigarrillo entre el índice y el medio y lo encendí. Disimulé el asco todo lo que pude: no quería hacer el papel de imbécil. El humo me raspó la garganta y bajó hasta los pulmones. Entendí que no quedaba otra: había que insistir. Supe que, más allá de lo que se diga, los vicios son triunfos de la voluntad.

                                                                               ***

 

Los años de la secundaria pasaron volando. Gracias a la mediocridad de mi entorno, egresé sin problemas. Me había acostumbrado al frío, al alarde del mar y a los cigarrillos mentolados. Tenía cinco amigos, dos de ellos eran Kreimer y su hermana, y todos se iban a estudiar a otro lado. La ciudad se vaciaba y, como si reaccionara al abandono, se cerraba sobre sí misma. Las calles y las plazas eran de nadie, y ese atributo –la más auténtica ajenidad− las hacía invulnerables.

Volví a Buenos Aires y me sentí un extranjero. Era como si los edificios se hubieran mantenido idénticos, ladrillo por ladrillo, pero al mismo tiempo fueran otros. Estuve un tiempo desconcertado evaluando carreras hasta que me decidí. Nunca tuve imaginación, por eso me anoté en Odontología: mi madre, feliz.

En ese momento, ya sabía que el movimiento es vida, pero también que el tránsito debe respetar ciertos límites. Lo mío eran los circuitos y las rutinas. Recorría siempre los mismos lugares: algunas manzanas cerca del Clínicas y dos cuadras de Villa Crespo, barrio en el que alquilaba un departamento. A veces, como si fuera un recuerdo de infancia, me venía a la cabeza cierta imagen de Mar del Plata: una construcción en la playa cerca del faro, estaba semi hundida en la arena y cubierta de graffitis.

                                                                              ***

La carrera: algo de esfuerzo y mucha verticalidad. Me hice un grupo de amigos para estudiar y fui productivo. En aquel momento, se me había alargado la cabeza; fue el primer cambio evidente de la adultez. Para disimular esa forma medio ovalada –el mentón casi me rozaba el pecho−, me había dejado unas patillas largas que parecían branquias. Usaba camisas blancas bien planchadas que cuando transpiraba despedían olor a almidón.

No me costó conseguir empleo: me contrataron en el mismo instituto que había trabajado mi madre. El director, el doctor Lacunza, un panzón de corbata llamativa, cada vez que me cruzaba, decía que jamás había conocido una persona más talentosa que Amanda y, aunque sus palabras se relacionaban al plano laboral, alcancé a distinguir en ellas un esmalte de admiración, que traducía –muy claramente− un vínculo de otra índole. Por supuesto, empecé a pensar en otros términos nuestra abrupta partida a la costa.

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En el instituto me encargaba de Ortodoncia. Quería juntar plata para instalar un consultorio con un par de colegas. Uno de ellos tenía contactos para conseguir prepagas. Nuestra idea era prosperar rápido y con el menor esfuerzo posible. En esa época, estaba asentado en una felicidad tan concreta que no me alcanzaba ningún revés: mi padre, en Mar del Plata, había condensado su pensamiento; ahora, para él, la comida –el pan concretamente− era metáfora de todo.

En Buenos Aires, yo estaba bien: nadaba dos veces por semana, compraba viandas nutritivas, dormía estupendamente. Había una pileta en la calle Paraguay que me quedaba de paso. Cuando salía de entrenar, tomaba café en un bar de Azcuénaga y entraba relajado –con el ambo sobre el cuerpo y olor a coco en el pelo− a una obra social en la que hacía un reemplazo. Todo era simple en mi vida; la logística de los días me resultaba placentera. Cumplía ocho horas frente al sillón, pero no me costaba ningún esfuerzo. Cada tanto, cruzaba al estacionamiento del Clínicas y fumaba como un gran señor. La brasa del cigarrillo se volvía un punto rojo y yo pensaba en lo bien que me estaba saliendo todo. La gente, que iba de un lado a otro en la calle, parecía responsable y metida en sus asuntos. Y, de alguna manera, ese automatismo los liberaba. Sin embargo, la resolución que mostraban en su andar, la perdían cuando abrían la boca en el consultorio. Mi hora preferida era el atardecer. Fumaba el último cigarrillo y, no sé si porque ya me faltaba poco para irme, sentía que el aire se volvía cortante.

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Un día, caprichosamente, se presentó en el instituto la hermana de mi viejo amigo Kreimer, Ashley. Hacía más de una década que no la veía. Había llegado a mí por recomendación de un conocido. Ortodoncistas como vos hay pocos, me dijo. Tenía una dentadura perfecta, pero quería corregir un diastema casi imperceptible. De un momento a otro, nos sentimos cómodos. Hablamos de Mar del Plata y de Ariel, mi compañero de secundaria, que ahora era dueño de una rotisería en la avenida Luro. Ella, en cambio, se había dedicado al piano. Acababa de llegar de Europa. Por lo que contó, seguía la técnica de Mendelssohn: tocaba con las muñecas en alto para lograr un sonido redondo. Conservaba la misma mirada –la atención no coincidía con el objeto enfocado por los ojos− que yo había registrado la primera vez que la vi. Casi no pestañaba, como los peces. Tenía boca grande y sonrisa gingival. El turno que había tomado era el de las 12.30, el último de la mañana; después yo hacía un receso para almorzar. No pude resistirme y la invité a la cafetería, quería seguir con la charla. Aceptó antes de que terminara de hacer la propuesta.

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Hablaba y sonreía. Disfrutaba los Preludios de Chopin –dijo que era el pianista más revolucionario y el más clásico− y los paisajes tropicales. Y por esa razón –y porque últimamente había decidido organizar su vida de acuerdo al placer− había aceptado dar una clínica musical en dos ciudades de Brasil.

Nos despedimos y me quedó una sensación de frescura en el cuerpo. El mar, dije en voz alta. Pensé en Brasil. En mi última visita, una bahiana me había tirado los buzios. No entendí el idioma –un portugués hermético− ni las predicciones. Oché: Sangre que corre por las venas, usted no tiene destino, había dicho la mujer en perfecto español.

Caminé hasta le quiosco de Pueyrredón y compré un atado de Marlboro. La humedad –eran exactamente las 14.10− hacía de Buenos Aires un pantano. En la puerta del instituto, me sumé a una rueda de fumadores, había colegas y personal administrativo. Estaban cerca de uno de esos ceniceros metálicos de pie. Con el cigarrillo entre los dedos, hice un comentario sobre el clima y largué una columna de humo que salió directa al cielo. Imaginé a Ashley frente al piano y, con algo que no sé si llamar intuición o capricho, percibí que esa mujer, a diferencia del resto del mundo, tenía un finísimo registro del prójimo.

                                                                            ***

 

Mi hermana Sofi también se había venido a Buenos Aires. Estaba casada con un tipo, un veterinario que largaba olor a pollo. No era un vaho ocasional sino una atmósfera –tenía cierta materialidad− que crecía de a poco. Vivían felices en Adrogué, en un gran chalet, con dos hijos varones, traviesos hasta la locura.

Sofi fue de rápida evolución: en seis meses se convirtió en un satélite perfecto del marido. Apagó su individualidad y sobrevivió como un ente que orbitaba alrededor del veterinario. Igual que Amanda, amaba la Segunda Guerra, pero a diferencia de ella, mi hermana se detenía en curiosidades. Para Sofi, esas rarezas, que descubría en eternas derivas por internet, eran erudición. A veces, muy de vez en cuando, los domingos, yo iba almorzar a su casa. Soportaba como podía la embestida de mis sobrinos. El más chico me pisaba las zapatillas y me obligaba a jugar con él. Sofi hacía ravioles con salsa de champiñones, nuez moscada y pimienta negra. Durante la comida, nos contaba sus hallazgos. Elijo al azar. Un general alemán confesó que prefería a los italianos como enemigos antes que aliados; la razón era simple: para vencerlos necesitaba cinco divisiones, para defenderlos, veintisiete.