Habitantes de este planeta solar, pensaba de manera “peraltiana” que este texto no debería ser un prólogo ni un epílogo, sino algo entremedio: un entremediólogo.

Un entremediólogo para ubicarme a mitad de camino entre la solemnidad del inicio y el caballo cansado del final, entre el entusiasmo rutinario de todo lo que empieza y la estúpida ambición de concluir que tiene todo lo que termina.

La idea es digna –si se permite que las ideas sean de alguien y, además de eso, si se permite que sean dignas– del artista Federico Manuel Peralta Ramos, a.k.a. Federico Manuel (como en las telenovelas venezolanas), FMPR, Gordo, Fede o, en boca de su niñera y de Borges, El Niño Federiquito, apodos para ese instrumentador del absurdo que Jaime Rojas-Bermúdez, pope del psicodrama en la Argentina, contuvo y blindó con un diagnóstico poético: “Psicodiferente”.

La idea es digna de él porque estamos frente a un pedazo de atmósfera que se volvió, quizá por ósmosis, un mito. Y al mito –en este caso de estirpe: por rama paterna, un antepasado que fundó Mar del Plata; por rama materna, un antepasado que peleó junto a San Martín– le viene bien cada tanto que lo bajemos a tierra, lo arropemos y, sobre todo, le recordemos que aún tiene vigencia.

A Federico –un nombre que en un año tipié miles de veces, muchas a toda velocidad confundiéndolo con “feérico”: ahí les dejo esa inquietud– le encantaba preguntarles a algunos amigos, en circunstancias insólitas, si aún tenía vigencia. Por eso creo que estaría contento si su- piera que a casi treinta años de su muerte se habla de él y que la fuerza mesiánica del frasco brilla en la góndola, sin fecha de vencimiento, revindicada por artistas jóvenes que admiran y reinterpretan su obra porque se han vuelto, de algún modo, sus espectadores ideales.

Muy distinto de la permanencia y de la posteridad, asocio el concepto de vigencia más que nada con la validez, con el hecho de estar en vigor, presente, incluso con cierta capacidad anticipatoria y mística. En clave gastronómica diría que FMPR –un aristócrata del pensamiento que pateó el tablero a tiempo y se volvió un visionario cósmico ante el estupor de su familia patricia, para quien era un delirante– es hoy comida para astronautas, alimento espacial.

Nació rubio y de ojos celestes, jugó al polo, domó caballos, actuó en cine y en TV, trabajó en radio y en gráfica, fue casi arquitecto, pintó, hizo escultura, performance, happening y se exhibió a sí mismo como obra de arte, prescindió de influencias, fundó una religión, se inventó un monumento, refundó una ciudad (¡Mal de Plata!), organizó la última cena, vendió un buzón, inauguró una muestra en una sala vacía, quiso exhibir un toro, expuso duchampianamente cuadros y objetos ajenos, compuso canciones, cantó, grabó un disco, cambió sin querer las bases de la beca Guggenheim, cobró sueldo “de hijo”, regaló dinero, murió joven y escribió pero sin llegar a publicar un libro, un libro “barajable, con hojas sueltas” que se titularía Del infinito al bife y en el que consignaría aforismos y platos favoritos.

En apenas cuatro años, entre 1965 y 1969, llevó a cabo Nosotros afuera, una escultura gigante de un huevo que facilitó innúmeras elucubraciones y que, reconstruido, hoy yace ridículamente a la intemperie junto al edificio Kavanagh; compró un toro en La Rural para exponerlo en el Di Tella al lado de una montaña de dólares, pero no pudo pagarlo y la operación se frustró; ganó la beca Guggenheim como pintor y la cumplió en su ciudad realizando, con el dinero, una serie de acciones –desde la grabación de un disco hasta la adquisición de tres cuadros pasando por invertir en una financiera– cuya culminación fue un banquete para amigos en el Hotel Alvear que desencadenó la furia de la institución y un epistolario desopilante; escribió los veintitrés mandamientos gánicos, puntal de la religión que consiste en hacer lo que uno tiene ganas, y los distribuyó en la puerta del Florida Garden; por último llegó, de la mano de Tato Bores, al público masivo trabajando como showman en la televisión y eso quizá opacó la relevancia y la modernidad de sus propuestas.

Federico Manuel Peralta Ramos es hoy uno de los artistas conceptuales más importantes de América Latina, un “todo corazón” que dejó grabada su sencilla, inolvidable y original huella prácticamente sin salir de Buenos Aires (no por nada “a mí me gusta acá” es uno de sus mantras), en pocas cuadras a la redonda, siempre callejeando. Vestido de traje, antifaz y corbata o de bombachas, alpargatas y boina, regalaba a diestra y siniestra sus poemas inéditos –orales o manuscritos en soportes evanescentes: papeles sueltos, servilletas, telas berretas– y ejecutaba su refinado arte de la palabra como un brujo, lejos de instituciones artísticas y cerca de bares o cabarets.

No quise escribir una biografía. No habría sabido cómo hacerlo. Creo que sorteé la tentación. Sin embargo, me metí en la vida y en la obra –dos caras de la misma moneda– de FMPR al principio con curiosidad de entomólogo psicótico y después con neurosis de amante despechado. Por momentos sentía que navegaba en aguas vírgenes y por momentos, que el Gordo me acompañaba entre tinieblas diciéndome acá sí, acá no, con ella no hables, con él ni lo dudes, eso es mentira pero da igual, aquello no lo recuerdo, hacé lo que tengas ganas.

Había quienes referían la mítica cena del Alvear y la ensalzaban volviéndola leyenda: que había sido en una suite del Plaza, que la lista de invitados era interminable, que se patinó toda la beca –mencionaban cifras absurdas– en esa comida, que asistió Marta Minujín, que convocó a mendigos. Lo mismo pasaba con el toro: que lo pintó de verde, que lo carneó, que era una vaca, que lo paseó por el Obelisco, que lo pagó con la beca. Ese surtido de recuerdos a veces frívolos, a veces intelectuales, pintan de cuerpo entero a Federico y, por lo tanto, a su obra, que casi no cuenta con registros fotográficos o audiovisuales.

Me lo explicó uno de los cientos de entrevistados: “Hay quienes se presumen amigos íntimos y ni siquiera figuraban en su día a día. Por otro lado, que hablen de él habiéndolo conocido bien o mal, poco o mucho no tiene importancia. Esa es la esencia de Federico, su figura permite que no haya principio ni fin. Del infinito al bife es precisa- mente eso, ¿no?”. […]

Elegí escuchar la maroma de voces sin prejuicios. Llegar a ellas no fue fácil. Tuve que insistir y hurgar. A pesar de los olvidos, de las testa- rudeces, de los caprichos de la memoria, de los desplantes, entendí que lo mejor fue crearles un contexto propicio y ponerlas a dialogar como si nunca lo hubieran hecho. De esa manera una anécdota tomaba la punta del ovillo y otra tiraba de ahí para que una tercera completara el tapiz embrollando la figura que se había formado, deformándola. Pasado cierto tiempo, decidí conversar con artistas, críticos o colec- cionistas que no lo conocieron, pero que son fans de Peralta Ramos y tienen, en algunos casos, una mirada crítica respecto de su obra en una época en que se la lee mejor. “Es el primer tuitero de la Argentina”, me llegaron a decir. […]

Llegado el momento puse un freno: edité los más de ciento sesenta testimonios, los imprimí y los diseminé en el piso. “Engordé” el libro como el Gordo engordaba su vida, a fuerza de intuición y de humor, de hambre y ganas, de aburrimiento y diversión, de profundidad y super- ficialidad, de conocimiento e ignorancia y soy consciente –y defiendo el hecho– de que esta conversación plagada de digresiones podría ser, y es, mil conversaciones a la vez, o mil menos una y la que queda es esta. Federico, estás más vigente que nunca.

* Autor del libro Del infinito al bife, una biografía coral de Federico Manuel Peralta Ramos, publicado por Caja Negra. Fragmentos del prólogo.