Alfredo Londaibere: No empecé pintando para ser profesional. Quería aprender a dibujar. Primero fui a Academia Espíritu y después pasé por un taller que decía “taller de pintura”, y me dije “esto debe ser bueno”. Fue bárbaro, como una escuela de Bellas Artes. Daban asignaturas: visión, teoría del color, composición, historia del arte... también fui durante cinco años a hacer modelo vivo a Estímulo de Bellas Artes. Cuando salí me sentía muy acartonado, endurecido.
Gustavo Bruzzone: No te imaginabas como pintor profesional, pero apenas tenías 18 años.
AL: Estudiaba Agronomía en la UBA. Era 1973, estaba Cámpora, en pleno quilombo terrible de militares... era bárbaro, muy efervescente. Al año siguiente hice un mes en Psicología y después dejé la universidad y empecé a pintar. Entonces elegí, me di cuenta de que lo que había empezado como un hobby realmente me interesaba. Araceli Vázquez Málaga me aconsejó no entrar a la escuela... porque si te vas a dedicar tenés que trabajar en serio, y yo pintaba ocho horas por día. Había escuchado a Vicente Forte decir lo mismo. Durante mucho tiempo me dediqué a trabajar en el oficio, dibujando del natural, haciendo ejercicios de color... aprendiendo. Es lo que ahora enseño. Con Araceli trabajé hasta 1979 o 1980. Después estuve poco más de un año con Oscar Smoje. Quería cambiar y él tenía una cosa más gráfica que me interesaba. Hasta entonces fui mucho a talleres. Después ya me largué solo. En realidad, me demandó todo un proceso llegar a sentir que había aprendido mucho oficio y que ya necesitaba hacer...
GB: ...obra.
AL: Claro, que es como desarmar todo lo aprendido y armarlo para otra cosa. Me llevó bastante tiempo lograrlo; siento que empecé hace poco. Hay obras de las que me arrepiento. Otras que tiré y ahora veo el sentido que tenían, por más de que me parecieran naturalezas muertas insignificantes. Después rompí todo eso y empecé a trabajar la imagen, lo que sería más “obra”. No sabía si en algún momento iba a llegar a pintar otras cosas. En algún momento me tenía que llegar, pero sentía que tenía que aprender mucho antes.
GB: ¿Hasta los años ochenta no habías mostrado nada?
AL: Absolutamente nada. No sé si hubiera podido, no hacía tela... los salones demandan eso. Yo miraba todo: las muestras, los salones, pero no mandaba obras casi nunca. El primer salón se llamó Bienal Arjé. Lo ganó Guillermo Kuitca y, a partir de entonces, empezó su carrera. Con la obra que mandé se hizo una muestra organizada por Pablo Bobbio en la Galería del Retiro, de Julia Lublin, al fondo de una librería española. Fue un período muy corto, después estuve como diez años sin mandar.
GB: ¿Fue allá por 1980?
AL: Debe de haber sido por el ochenta y pico. Para mí era muy intenso el movimiento de pintar, pero no incluía el exterior. Lo bueno de exponer es estar incluido en alguna historia, pero un salón es el parámetro de lo mediocre. Mi enseñanza siempre fue tomar a un maestro de generaciones anteriores como referente. Así encontré a De la Vega, a Berni... del que vi muestras cuando estaba vivo. También vi obra de Aizenberg, que era lo que me interesaba.
Los salones no me motivaban, los veía como el “afuera”, mientras yo estaba “adentro” trabajando. Me encantaba la Galería Rubbers, era copada en ese momento, pero me faltaba para estar ahí. Presentarme en la beca de Guillermo Kuitca fue un intento de empezar a estar incluido en el “exterior”. Antes de eso fue muy importante el Centro Cultural Ricardo Rojas.
GB: ¿Cómo fue?
AL: Había hecho dos muestras en el Rojas. Me llamó Jorge Gumier Maier,
que había visto mi obra aunque no me acuerdo cómo. Estaba organizando la programación del primer año de la galería, en 1989. La primera muestra fue la de Liliana Maresca y la segunda, una retrospectiva mía. Puse mucha obra de distintas épocas: sobre papel, pintura o collage, había aprendido a pintar sobre soporte rígido, chapadur. Otro punto importante fue encontrarlo a Pablo Suárez en unas clínicas de pintura del Centro Cultural Recoleta. Creo que fue anterior, no estoy seguro.
GB: ¿Ahí lo conociste a Marcelo Pombo?
AL: No, a Pombo lo conocí en un grupo de militancia gay. También a Gumier Maier, que era algo así como el dirigente. Ahí nos conocimos todos, pero a Marcelo lo vi también en las clínicas de Pablo Suárez, Luis Wells y Kenneth Kemble. Yo estaba produciendo obra en dos vertientes. Una cosa más “pintada”, expresionista, más de los años setenta, parecida a lo que había aprendido, y otra que sentía más propia. En ese momento, Pablo me señaló esa diferencia y le hice caso. Fue muy importante que apoyara lo nuevo.
GB: ¿Qué era?
AL: Lo otro era más... hacía yuca o figuras, personajes, ponía un papel en el medio y después pintaba un paisaje con situaciones alrededor. Si hubiera sido estudiante en ese momento me hubieran dicho que copiara la figura, que no hiciera ese doble lenguaje. Una técnica del pegado, porque no era exactamente un collage, quedaba más como un fotomontaje sobre un entorno pintado. La foto parecía realista o más definida y lo otro, más pintura, más vago, más color.
GB: Se engancharon más con la clínica de Pablo.
AL: Sí, Marcelo, Pablo y Miguel Harte se engancharon más y empezaron a mostrar juntos. Yo me quedé con esa devolución y seguí solo. Cuando expuse en la muestra en lo de Julia Lublin no estaba internamente convencido, me costó muchísimo. Llevé unos papeles de 70 x 100 cm, con vidrio, una cosa súper incómoda, sin marco... Los dejé en la galería meses, fui a la inauguración y no volví nunca...
GB: ¿Y se vendió algo?
AL: En ese momento no. Tampoco se podía vender... no se entendía demasiado, era un poco cruda, medio agresiva. Ahora, con el tiempo, ya no lo es tanto. Era una serie de tres figuras verticales que tocaban el tambor. La hoja era apaisada, dividida en tres, y cada figura tenía un tratamiento distinto, muy expresionista. Pintadas con lápiz en blanco y negro, azul y rojo, amarillo, colores puros. No invitaba a la conexión con el espectador, cosa que me pasó después, cuando se empezó a hacer más seductora. Sentí cuándo se transformó y conecté: primero producir para aprender el oficio, después la expresión hacia afuera y al final se armó un diálogo con la obra. Ahora siento que se articuló como emisor-receptor, es un lenguaje.
GB: El lenguaje, ¿cuál es? ¿Tiene sentido o no?
AL: ¡Claro! Siempre quise que lo tuviera. Aun cuando trabajaba el oficio pensaba que la obra tenía que tener espíritu. Pero ahora tiene un acabado que hace que un ojo se detenga y pueda tomarla, recorrerla, que la gente pueda mirarla. A la vez tiene algo inacabado, de sentido abierto, lo suficientemente ambigua como para recibir cargas de quien la mira y pueda verse en espejo. Por eso me gusta trabajar el árbol seco. Tomo etiquetas de caramelos de todos los gustos: frutilla, uva... Son variables que detonan algo distinto en mí y también en quien las ve. Puedo trabajar en una serie con un determinado fondo, que tiene una resolución, una historia, pero esa pequeña variación temática tan intrascendente selecciona el ojo al que va a llegar. La gente mira y dice: “ah, los árboles, pero a mí me gusta este de la cereza”. Eso tiene un valor y tiene una carga, me gusta.
GB: ¿Hay un sentido o un discurso de los años noventa? Se puede decir que en un determinado momento se empieza a producir algo desvinculado de la historia de la pintura, como un soplo, sin saber realmente para qué se está haciendo. Otros pueden decir: “si se pinta sin sentido no hay obra”.
AL: Para mí, en la pintura no existe el tiempo; ese es el tema básico que hay que comprender. No tendría un a priori, no importa cuándo se está trabajando. Sí creo que hay un espíritu de la época.
* Juez y coleccionista. Fragmento de una entrevista realizada por el coleccionista el 7 de noviembre de 1995, incluida en el libro Londaibere, que acaba de ser publicado por el Museo de Arte Moderno, en el contexto de la exposición antológica retrospectiva que sigue en el MAMBA (San Juan 350) hasta el 1º de marzo.