Después de la experiencia del diez de diciembre, con más de medio millón de personas en el centro de Buenos Aires celebrando la llegada a la presidencia de la nación de Alberto Fernández, es difícil no sentir que los argentinos vivimos, fuimos testigos y hasta protagonistas de uno de esos momentos históricamente relevantes y por lo tanto inolvidables.
No voy a repetir aquí los más que merecidos elogios a la impecable presentación que Alberto ofreció al país entero desde la Legislatura por que ya se hizo en abundancia y seguramente mejor de lo que yo lo haría en este momento, prefiero más bien destacar esa escena --para mí clave-- que Alberto y Cristina juntos protagonizaron en la Plaza de Mayo --ahora sin ominosas rejas y atestada de gente-- cuando ya avanzaba el anochecer de ese día ardiente.
Como pretendía Paul Valéry hablando de la naturaleza de la poesía, aquí lo próximo y lo distante se entrelazan e intercambian y en un punto se confunden. En un momento dado, sentí que algo sorprendente estaba ocurriendo: Cristina, ya vicepresidenta de la nación y vestida como la imagen misma de la patria le hablaba a Alberto recordándole que no mirara las tapas de los diarios, que mirara al pueblo porque de ese modo no se iba a engañar nunca.
Lo suyo fue una pieza de oratoria inimitable donde la presencia material --allí mismo, de ella y del presidente-- se tornaba simbólica, icónica, fascinante por lo indescriptible y, una vez más, inolvidable.
El acontecimiento del martes diez de diciembre vuelve a poner a la Plaza de Mayo en la óptica de los sucesos constitutivos --y difíciles-- que exige la construcción de una soberanía nacional y regional con la que se busca reponer la justicia manipulada y la equidad arrasada mientras nos rodean democracias más formales que verdaderas (o simplemente avasalladas, como en Bolivia).
Me resulta natural, en consecuencia, vincular ese hecho con el episodio ya lejano aunque siempre vivo de “las patas en la fuente” del 17 de octubre de 1945: algo empezó entonces del mismo modo que algo empezó ahora. Salvo que en este momento --tiendo a creer-- una líder de la talla de Cristina Fernández de Kirchner configuró por primera vez en el peronismo una línea sucesoria clara y definida: el punto inicial de esa línea es Alberto Fernández, pero detrás de él ya existe una larga fila de una nueva generación de recambio.
Por último, si bien el odio seguirá afilando las puntas de lanza de la oposición (se dijo hasta el cansancio que el antiperonismo es una de las más poderosas pasiones argentinas), cabe hoy concebir un futuro señero para la Argentina en la región: no era fácil terminar con un gobierno de extrema derecha recurriendo a las urnas, pero así fue, y ese cumplimiento de la tan mentada alternancia debe enorgullecernos porque el pueblo no le dio la espalda a las instituciones.