Una de las costumbres extrañas que adquirí en esa época fue la de pasar mucho tiempo observando los cocodrilos en el zoológico.  Siempre me habían atraído las lagartijas y las iguanas, pero esto era otra cosa. Iba cada dos o tres días siguiendo una rutina solitaria. Aprovechaba que mis hijos estaban en el colegio. Entraba caminando distraídamente, pasaba por la jaula de las aves tropicales, el águila andina, los monos, y así, sin darme cuenta, llegaba hasta el estanque de los cocodrilos. Usualmente estaban quietos, completamente inmóviles; los dos o tres ejemplares que convivían en el estanque nunca entraban en acción en forma conjunta. A prudente distancia el uno del otro, detrás de algún tronco de árbol o pegado a la cerca, los prefería así a verlos en el agua. Cuando nadaban perdían todo encanto, todo misterio. Quietos, en cambio, me hipnotizaban.

El escándalo de los pájaros al atardecer me hacía notar que era hora de volver a casa. Bandadas de loros y guacamayas chillaban cruzando el cielo y enloquecían a los pájaros que estaban en cautiverio. Hacía entonces el recorrido inverso a paso rápido. Pasaba por el serpentario y por los leones, siempre activos, siempre merodeando alrededor del lago artificial. Buscaba a los chicos en lo de mi suegra y los llevaba a casa. Bajaban del auto haciendo ruido, peleando entre ellos, empujándose. Yo los seguía con las mochilas y algunas recomendaciones, aunque era más por costumbre que por necesidad. Muchas veces coincidía con mi nuevo vecino, que volvía del trabajo. Nos saludábamos de lejos, con cordialidad recién estrenada. Se habían mudado a la casa de enfrente unos meses atrás, eran más jóvenes que nosotros y tenían una beba recién nacida. Los observaba desde la ventana de mi dormitorio. No sé por qué. Nunca antes había hecho algo así. Quizás me sorprendió que él tocara el clarinete en la terraza, al aire libre. Era imposible no escucharlo. Por lo general a la tardecita, justo antes de que se hiciera de noche. Podía cerrar los ojos y dejarme llevar por la melodía del clarinete, una pirueta ligera y sibilante que se metía entre la vegetación del cerro y provocaba la ilusión de un embrujo, como si abriera un tiempo por fuera de las rutinas, o tocara una fibra secreta y salvaje. Como descubrir una orquídea entre helechos y bromelias pinchudas, colgando de las ramas de un árbol centenario. Veinte o treinta minutos cada sesión, algunas tardes un poco más. Era la hora en que mandaba a mis hijos a que se bañaran, en que mi propia casa parecía deshabitada. Mi marido siempre llegaba un poco más tarde. 

A veces, pocas veces, estaban los tres juntos en la terraza: él la abrazaba o le acariciaba el pelo; ella sostenía en brazos a la bebé. Él era muy alto y delgado, del tipo nórdico, una clase de hombre que nunca hasta entonces me había llamado la atención. Parecía un extranjero aclimatado, como yo. No sabía muy bien a qué se dedicaba (más allá de su afición por el clarinete) y tampoco si ella trabajaba. Ella era una mujer fuerte, robusta, de esas mujeres que han crecido en la montaña, que van y vienen por la casa con decisión.  Eran una familia que no recibía muchas visitas. Solo una vez escuché una discusión entre ellos. A ella la escuché. Por lo que pude entender, él había llegado muy tarde la noche anterior, o no se ocupaba lo suficiente de la nena. 

Quizá todo se debió a que yo misma estaba pasando por un momento especial. Unas semanas atrás había aceptado el retiro que me proponía la empresa después de diez años de trabajo. Todavía era joven, o al menos podía empezar lo que algunos llamaban una “segunda carrera”. Por lo pronto, había decidido usar la indemnización para instalar en casa un taller de orfebrería, algo que siempre había hecho en los ratos libres como una actividad muy secundaria, casi a escondidas. No iba a ganar mucho dinero pero eso no era un problema. Mi marido estaba de acuerdo. El taller requería mucha disciplina, mucha concentración, era una manera de estar pero abstraída. Los chicos continuaban su vida escolar; y mi marido, su rutina en la empresa.  Se me había ocurrido la idea de hacer piezas con moldes naturales extraídos del parque o del cerro: semillas, hojas, frutos diminutos, retazos de corteza. Era una idea que iba a gustar, estaba segura, pero lo que más me atraía era construir mis propios fósiles, volver a una tradición primitiva, casi olvidada.  Por esa razón empecé a ir con frecuencia al Parque del Este. Claro que allí también me encontré con los cocodrilos. 

La segunda vez que fui al estanque me di cuenta de que las tortugas de agua convivían perfectamente con estos reptiles. Nadaban, se tendían sobre las piedras mojadas, calientes al sol, arracimadas. Me sorprendió que buscaran estar juntas. Igual cuando les tiraban comida; iban hacia los restos como cardúmenes, amontonadas. De animales tan silenciosos nunca pensé que fueran tan gregarios. También había dos iguanas grandes, pero sin ningún tipo de atractivo. Una de ellas tenía una cresta roja incandescente y una boca angosta. Las deseché de mi observación por mezquinas, no provocaban ni la inocencia  de las tortugas ni la pulsión contenida del cocodrilo. Uno de ellos empezó a  moverse, a reptar sigilosamente rumbo al agua; movía la cola a un lado y otro sin urgencia, como si fuera un timón en relación con la cabeza. Era un cocodrilo mediano, joven, de escamas grises y negras, opacas como la tierra del suelo. Había una sensualidad en ese andar, o en ese silencio que iba a estallar apenas entrara al agua, que yo no podía explicar. Por algún motivo ridículo tuve la sensación de que alguien más estaba allí conmigo, observando.  Cuando entró al agua, le tomé una foto y me fui.  

Una vez que tuve las primeras piezas hechas, las publiqué en una página en internet: en su mayoría dijes y aros, de alpaca o plata. La página empezó a rodar, algunas personas dejaban comentarios y uno de los que pasaba por allí con frecuencia era mi vecino: usaba un sobrenombre, pero por la foto no había dudas de la identidad. Una tarde lo encontré en el supermercado del barrio. Hablamos de cosas banales, lo cotidiano, le comenté que lo escuchaba cuando tocaba el clarinete; se sintió descubierto, me pidió disculpas; no, no, me encanta; me habló de mi página, qué lindas piezas; yo en cambio te reconocí por la foto, si no; le pregunté a qué se dedicaba, contestó algo (no recuerdo qué) porque justo en ese momento me había agachado para alcanzar un frasco de alcauciles, y al levantarme me di cuenta de que se me habían desabrochado dos botones de la blusa y el corpiño negro contrastaba brutalmente en mis ojos y en los de él. Fue un instante, de esos que hunden el tiempo. Los dos nos sonrojamos pero seguimos hablando como si estuviéramos en Marte. 

A partir de entonces empecé a observar los movimientos de su casa con regularidad, estaba siempre de imaginaria. La mujer en la cocina, el cabello recogido y con la beba en brazos, o los dos sentados en el sofá del living ¿viendo televisión?, ¿tomando una copa de vino?; él, de pie frente al ventanal, mirando hacia mi casa. Él, con cierta regularidad, me dejaba mensajes en mi página en internet. Siempre referidos a las piezas que iba diseñando, siempre discretos, pero siempre allí. Un dije hecho con moldes de hojas y raíces secas de un caobo fue un éxito. Recibí pedidos de gente que no conocía. Vendí muchos. Tuve que producirlos en serie. Él seguía dejando comentarios, algún elogio en forma oblicua. ¿Me hablaba a mí? Cuando coincidíamos en la vereda, las palabras eran rápidas; las sonrisas, esquivas. No dejaba de ser un flirteo pueril y contradictorio limitado a miradas, a mensajes disfrazados. La seducción de dos tortugas, pensé. Lo inesperado fue que empezó a ocupar más espacio en mi mente, me fue invadiendo como la enredadera en el fondo de casa.  

Mientras trabajaba en el taller entraba en un diálogo imaginario con él. Repujaba con cuidado las láminas delgadas de plata y volvía a escribir mi biografía: reordenaba los eventos, ensayaba interpretaciones; la ilusión de un nuevo amante hacía que el pasado se volviera más reciente. Era otra vez una membrana permeable; las imágenes estaban allí, vivas, híperactivas. Pulía la risa suelta en un viaje de trabajo, o el portazo final de un noviazgo. Volvía a ser diez años más joven, ligera y leve. Me reía a solas y en un murmullo. Con los anteojos de aumento y los monóculos, fijaba la vista en una miniatura que nadie podía concebir, le descubría detalles. Y en eso me iba. Como una adolescente me encerraba en el baño para pensar en él. La clandestinidad ayudaba. Un monólogo que no podía confesar me habitaba cada mañana; sus manos, sus gestos venían de los sueños. No podía imaginar la conversación en ningún sitio concreto, era un deambular de fantasmas en una calle de la ciudad o en un café, en los senderos del zoológico que nos llevaban indefectiblemente hasta el estanque de los cocodrilos, el mismo que tenía en la foto pinchada frente a mí. En la realidad coincidíamos a veces en el supermercado o nos descubríamos cada uno detrás de la ventana. A veces nos saludábamos, si uno de los dos estaba más accesible, en la terraza, por ejemplo; pero la mayoría de las veces, no. De todas maneras yo intuía su mirada y su pensamiento, como si fueran paralelos al mío. ¿Lo eran? A veces pensaba que nada tenía sentido, que estaba desquiciada. Mi esposo empezó a sospechar algo, a observarme con preocupación cuando me sentaba en el jardín con mirada extraviada. Yo le decía que estaba imaginando moldes. Pero no había nada en ningún lado, ¿o sí? A veces, mientras preparaba la comida y ponía la mesa, y los chicos llegaban a los empujones y empezaban a comer pidiendo cosas que estaban al alcance de la mano, reclamando otras, y mientras yo accedía a todo automáticamente, miraba la escena desde afuera, como una polilla adherida al ventilador de techo y pensaba ¿quiénes son?, ¿cómo llegaron hasta acá? que era una forma insospechada de preguntarme quién era yo. En esos momentos salía a caminar, los dejaba en la casa de algún amigo o de mi suegra, y me iba al parque, al zoológico. Lograba así un puente entre esas dos realidades, aunque no era exactamente un puente, era más bien un artilugio que me permitía continuar con mi vida normal, de siempre. 

Una tarde, uno de los cocodrilos hizo un movimiento insólito: estiró su cuello, la boca hacia el cielo como en una posición yogui, se quedó así un buen rato y después, lentamente, abrió la boca, separó las mandíbulas en un ángulo mayor a  45 grados y se quedó estático, petrificado. A la espera, estaba segura. Camuflado como un tronco de árbol, listo para caer sobre algún pájaro incauto o una paloma. Después supe que lo hacían regularmente para equilibrar con aire fresco la temperatura interna del cuerpo. Pero esa tarde, de repente, parpadeó. Solo una vez. Y entonces supe que era una treta, una seducción predadora, y no otra cosa. Por algún motivo que no quería admitir, no podía despegarme de la escena, estaba segura de que algo iba a ocurrir, de que alguien vendría. El hecho en sí de tener estas intuiciones me resultaban desequilibrantes. ¿De dónde sacaba yo que él? Sin embargo, había más, yo estaba segura. Diseñé un anillo: en la parte superior tallé un pequeño cocodrilo cuya cola hacia la izquierda se iba haciendo cada vez más delgada hasta ser solo un punto desde donde empezaba a surgir otro cocodrilo idéntico pero en la posición inversa, equidistante. Mirados desde el otro lado del anillo, estaban separados por una superficie lisa, fría, plateada. 

Dos semanas después coincidimos en un concierto de música clásica. Yo había ido con mi hijo mayor, acompañando la salida escolar, y él era uno de los músicos de la orquesta. Desde que lo vi en el escenario todos los demás instrumentos desaparecieron, solo escuché su clarinete. Mi hijo le comentó a la maestra que uno de los músicos era nuestro vecino, y con esa extrañeza que ya sabía disimular perfectamente y que sentía en todo momento como una segunda piel, después del concierto pasamos detrás del escenario. Los chicos saludaron a los músicos, peguntaron por los instrumentos, hubo escándalo entre los camarines. Yo asentía, hablaba con la maestra, buscaba su mirada como al descuido. Él no sabía muy bien qué decir, ni qué hacer; no habría pasado la oficina de migraciones en un aeropuerto. Ni siquiera había guardado el clarinete en el estuche. Esa noche no pude dormir. Estuve insomne, primero dando vueltas en la cama, después por la casa, al taller no quise entrar. En algún momento salí al jardín. Había refrescado. En la casa de enfrente había una luz encendida, no en el líving, sino en una habitación lateral, el escritorio, la cocina, no lo sé. ¿Y si él estaba allí? ¿Y si yo también prendía una luz? Qué tonta, de hecho yo había prendido diferentes luces y las había ido apagando a medida que entraba y salía de las habitaciones. Pero ahora todo estaba quieto, detenido. Era esa hora exacta de la madrugada en la que no hay pájaros, ni un solo sonido, ni siquiera un búho mira pasmado. La luz, enfrente, seguía como un faro. ¿Y si iba hasta su casa? Era solo cuestión de abrir la reja y cruzar la calle; cruzar corriendo a toda velocidad. Sí, podía hacerlo, por qué no. Aunque estuviera mareada. O aturdida por los latidos en la cabeza. Me decidí. Bajé por la escalera de piedra hasta la reja, puse la llave en el candado, salí a la calle. Alcancé a dar tres pasos. Y entonces la luz de enfrente se apagó. 

 

Mi marido no tenía idea de lo que me estaba pasando pero reaccionó con velocidad, como un felino. Un mes más tarde descubrí que tenía una amante. No me sorprendió. Siempre rápido, ágil, efectivo. El zarpazo había llegado antes de cualquier ataque. ¿Cómo no lo había previsto? Para enfrentarlo le dije alguna estupidez y él me contestó otra. Palabras repetidas en la misma tierra extranjera de siempre. Las tareas escolares, sin embargo, me salvaron. Había tantas cosas que hacer con los chicos. Y llegó el verano. Nos fuimos de vacaciones. Los vecinos también. Renuncié por completo a la orfebrería. Ya no tenía insomnio. Mi marido, además, había aceptado un puesto en Londres. ¡Londres! Abrimos un champagne, celebramos con amigos…Qué estúpida había sido, pero qué estúpida.

Antes del viaje volví al zoológico y me  quedé a propósito frente al estanque de los cocodrilos. Ya no era lo mismo, no sentí nada. Todo estaba en orden. Todo superado. Solo el chillido de las guacamayas al atardecer me puso nerviosa. Mientras caminaba hacia la salida, los animales en cautiverio empezaron a agitarse. Los monos, los felinos; escuché el coletazo del cocodrilo. Pasé rápido por la zona de las aves tropicales, el águila andina me clavó una mirada fiera, penetrante. Podría destrozarme en cualquier momento con esas garras.