Ahora que tengo que escribir sobre este cuento, me doy cuenta de lo difícil que es. Se me ocurre que puede ser interesante contar de dónde surgió, encontrar en el origen algún detalle atractivo de la relación secreta que uno establece con lo que ha hecho. Pero es tan difícil decir cuándo empieza un cuento. Lo intento, soy prolija. Este cuento empezó una tarde de diciembre bajo el sol de Caracas, en el Parque del Este, frente al estanque de los cocodrilos. Con una fotografía que saqué. Unos días después escribí algo sobre los cocodrilos en un cuaderno, o publiqué la foto en facebook. Pero no soy buena fotógrafa, y la foto no podía decir lo que yo figuraba. Faltaban el sol, el cerro, los olores, los pájaros. El movimiento mínimo de los cocodrilos. Eso que se había filtrado en mi experiencia sensorial. Entonces, en realidad podría decir que todo comenzó cuando decidí usar esa frase para escribir un cuento varios meses después, ya en Buenos Aires, y empecé a investigar sobre los cocodrilos y a imaginar la historia de esa mujer sin nombre que es la protagonista y a la vez la narradora. Pero también podría decir que el cocodrilo de Caracas no hubiera sido el mismo si yo no hubiera visto Tabú unos meses antes, la película de Miguel Gomes  (el director portugués) que contaba la historia de un amor enloquecido y el cocodrilo rondaba como una presencia inescrutable. Y Miguel Gomes, curiosamente, es también el nombre de un escritor venezolano amigo, que no ha escrito sobre cocodrilos (que yo sepa); pero esa mezcla (no sé qué otra palabra usar) entre Buenos Aires y Caracas, esa red de coincidencias solo aparentes, esa dislocación de tiempo y espacio que uno habita, ese desplazamiento entre la certeza de una palabra conocida y un sentido profundamente extranjero, se condensó en el clima del cuento. Finalmente la escritura podía reunir y transformar lo que los aviones separaban. Hay historias que un día uno se anima a escribir, pero que han estado latiendo silenciosamente en nuestra imaginación durante años. Esta historia, por el contrario, me tomó por sorpresa y avanzó sobre la cotidianidad devorando todo: las fotos, la información de internet, la fascinación por lagartijas, un regalo de cumpleaños, un taller de orfebrería, el águila andina, una casa vacía, las terrazas de Almagro, el clarinete. Tuvo la potencia de un remolino (la escritura, no la historia) y de los remolinos, se sabe, es difícil hablar, es difícil decir cómo o cuándo o por qué comienzan.