Más allá de algún viaje de carácter familiar, Leandro Gato Barbieri no había vuelto a tocar en Buenos Aires desde aquel bombástico 1973, cuando su música se sumó a las fanfarrias de la revolución en ciernes. La noche del 8 de noviembre de 1991 el saxofonista reapareció sobre el escenario del Gran Rex con su sombrero fedora, sus anteojos negros y su brazo levantado a manera de batuta corporal. Al principio, la figura del músico argentino de jazz más célebre de la historia pareció un holograma de los años 70 inserto en una Argentina encauzada en la convertibilidad monetaria. “Los 70” eran cosa del pasado. ¿Y Gato?
En aquel tiempo el pulso del jazz lo marcaba Wynton Marsalis al frente de la restauración neoclásica, y la palabra fusión, a la que en cierto modo Gato había contribuido a forjar, estaba en demérito. Si bien desde su paso al sello A&M Gato había morigerado su música casi hasta volverla un clisé de sensualidad latina, en los conciertos seguía sonando con bravura, volviendo siempre a sus grandes creaciones de los años 1969-1974. Ese núcleo de temas --sus propios standards-- lo había consagrado como el gran alquimista de una fórmula a primera vista imposible: la que mixturaba timbres, formas y ritmos latino e indoamericanos con la improvisación y la combustión del jazz en modo free. Esa era la ecuación sonora con la que Barbieri había sabido responder a la pregunta por la identidad de un músico de jazz no-norteamericano y no-negro.
Como en tantos otros conciertos de grandes maestros en Buenos Aires, Carlos Melero grabó con su sigiloso Revox las presentaciones de Barbieri al frente del quinteto que completaban Edy Martínez (piano), Guilherme Franco (percusión), Robbie González (batería) y Nilson Matta (bajo). Dieciocho años más tarde, gracias al sello BlueArt de Rosario que dirige Horacio Vargas y el visto bueno de Laura Barbieri --la viuda de Gato--, hoy podemos no sólo disfrutar de un registro de altísima calidad (cabe incluso parangonarlo con el célebre “vivo” en Montreux 1971 del disco El Pampero ) sino también entender un poco mejor el bombazo que en su momento produjo la invención de un estilo.
Si en 1991 ya no cabía esperar de Gato cambios de rumbo, la edición discográfica de aquellos conciertos lo recuperan en su onda más pasional y atrevida. Suena con una fuerza arrolladora desde la primera hasta la última nota. Aun las veces que se ciñe a la melodía original – las improvisaciones de Gato nunca se alejaban demasiado del referente – su soplido áspero y voluminoso parece una usina de energía eólica. A tres años de su muerte, con Gato Barbieri en vivo en Argentina (1991) el rosarino ha vuelto a ser noticia. Su demorada reaparición nos recuerda las razones por las cuales a comienzos de los años 70 supo disputarle el trono del mejor saxofonista del mundo a Sonny Rollins y Stan Getz.
Inició su set con la introducción pentatónica a “Canción del llamero” de Anastasio Quiroga, tema rescatado por Leda Valladares y originalmente grabado en el seminal The Third World. Siguió con el vibrante tumbado al piano de Edy Martínez para “Viva Emiliano Zapata”, tema de Chapter Three: Viva Emiliano Zapata, su disco de “latin jazz” en sentido estricto. Luego retrocedió por la línea de tiempo de su discografía con “La china Leoncia arreó la correntinada…” de Chapter One: Latin America. Allí empezó su sistema de citas con un fragmento de “El arriero” de Yupanqui que avanzado el concierto retomaría de manera completa. A propósito de aquella canción, había declarado un tiempo antes: "Yo inventé una manera de tocar la canción de Yupanqui. La cantaba y repetía, como en trance, ‘Las penas son de nosotros, las vaquitas son ajenas’. Y al final con la banda armábamos un verdadero desastre sonoro. El final era caótico, yo tocaba la melodía con el saxo y luego volvía a gritar ‘¡Las penas son de nosotros! ¡Las vaquitas son ajenas!’. Era un final importante".
Al promediar el concierto, el clima se volvió sentimental con el bolero de María Grever “Cuando vuelva a tu lado” –aquí Gato citó la rumba “El manisero”, como dándonos el meridiano cultural con mayor precisión-- y antes del cierre con su super hit “Último tango en París” se demoró en un medley enhebrado con “She's Michelle” , “Latinoamérica” y el citado de Yupanqui. Barbieri ponía en vilo los tonos (sus sobreagudos eran fantásticos), haciendo que su sonido torrencial, emparentado con los de John Coltrane y Pharoah Sanders, se revelara como un aullido capaz de despertar a los dioses dormidos. En los conciertos de Gato nadie esperaba escuchar estrenos sino participar del clamor de un saxofonista en trance. Esa experiencia podía activarse con un huayno, una milonga, un samba carioca o un son cubano. Podía emocionar o abrumar al oyente según el grado de atención que este estuviera dispuesto a brindar en su escucha. Imposible estar frente a Gato Barbieri con atención flotante. Para cena romántica o paseo en auto se recomiendan otras playlists.
Soleando desde el comienzo, sin ceder jamás el centro de la escena (salvo en los breves y brillantes pasajes rítmico/armónicos del colombiano Martínez, pianista de Gato desde 1974), Gato intercalaba de vez en cuando exclamaciones y extraños recitativos. Nunca se supo bien si lo hacía para alentar al grupo o como una expresión más íntima, a la manera de los grititos de Jarrett al piano. Quizá era su manera de advertirnos que la temperatura de la música no dejaría de subir hasta el último compás. Su expresión melódica era brutal, quizá por haber logrado sobrevivir a los enredos intelectuales del modernismo jazzístico (En “She's Michelle”, balada dedicada a su primera mujer, la línea que dibuja es bellísima; lo mismo puede decirse de la soberbia introducción a “Último tango en París”, su apoteosis melódica).
Del free jazz a los Andes
Tras dos años de correr la liebre con Michelle en Italia, en 1965 Gato conoció a Don Cherry. El ex socio de Ornette Coleman en la innovación del free jazz acababa de desvincularse del quinteto de Sonny Rollins y quería probar otra cosa. Aquel saxofonista argentino algo retraído, que contrastaba su tartamudez con una técnica instrumental notable, era el músico indicado para lo que Cherry buscaba. A lo largo de dos años intensos, la amistad prosperó en una serie de conciertos en ciudades de Europa y Nueva York y nos legó un disco excepcional: Complete Communion. Luego Gato tocó y colaboró con Carla Bley, Charlie Haden, Dollar Brand, Enrico Rava, Aldo Romano y otros temperamentos atrevidos, y en 1967 grabó su primer disco solista para un sello minúsculo: In search of the mystery. De haberse retirado de la música alrededor de 1968, Gato tendría hoy un pequeño lugar en los libros de referencia del jazz. Seguramente algún periodista especializado sorprendería a sus lectores escribiendo un artículo exquisito sobre aquel saxofonista sudamericano secreto que, según algunos eruditos constataban, había sabido tocar en raros discos de una rara época para jazz. Barbieri figuraría entonces en la historia de la improvisación “en inglés”, más allá del recuerdo brumoso de sus años argentinos, cuando integraba la orquesta de Lalo Schifrin y reinaba sin rivales en las jams de Jamaica y otros berretines porteños.
Pero Gato tendría una nueva vida. En la encrucijada política de finales de los 60, su voz instrumental se propuso participar en lo que alguna vez él llamo “una guerrilla musical”. De esta manera dejó atrás lo que venía tocando en el marco de cierto avant garde y creó una música capaz de hacer que el sintagma “Tercer Mundo” ingresara en el horizonte lingüístico del jazz. En esta operación incidieron su mujer Michelle y el cineasta brasileño Glauber Rocha. Mientras su gran amor lo alentó a arriesgarse en una aventura internacional – primero en Italia, luego en Nueva York -, el realizador del Cinema Novo, autor de los filmes Barrabento y Deus e o Diabo na Terra do sol, entre otros, lo ayudó a salir de una crisis de confianza. No por casualidad Gato compuso el tema “Antonio Das Mortes”, una extensa paráfrasis sobre un motivo de samba brasileño inspirado en el personaje central del filme de Rocha O Dragao da Maldade Contra o Santo Guerreiro . La amistad entre el músico argentino y el realizador brasileño, sólo interrumpida por la muerte de Rocha en 1981, contribuyó más que cualquier lectura o acontecimiento de la época (léase revolución cubana, Mayo Francés, guerra de Vietnam, descolonización, Cordobazo, Revolución Cultural china, etc.) a la concientización política de Gato: “Glauber Rocha me hizo entender que yo, como subdesarrollado, tenía los mismos problemas, pero que tenía mis propias raíces musicales”.
Así como Schifrin se convirtió en celebridad global con “Misión Imposible”, Gato hizo otro tanto con el tema principal de filme Último tango en París de Bertolucci, en el momento en que su paso del sello de orientación vanguardista Flying Dutchman a Impulse! le reportaba un crecimiento exponencial: ahora su música tendría otras posibilidades de producción, amén de ocupar un sitio en el catálogo con el que su ídolo John Coltrane había grabado sus mejores discos. “Yo hago música, música tocada por un músico de jazz”, explicó. “Dándole colores nuevos a ciertas cosas, tratando de dar un poco más de vida al folclore.” En 1973, el objetivo de “dar más vida al folklore” se hizo realidad. Combinando elencos jazzísticos con folclóricos (el percusionista Domingo Cura se encargó de reunir a los músicos argentinos) y grabando entre Buenos Aires, Río de Janeiro y Los Ángeles, Gato profundizó la senda abierta con The Third World y continuada por los discos Bolivia y Under Fire. En definitiva, fue con las grabaciones de Chapter One… y Chapter two… que su alquimia desconcertante alcanzó su expresión más alta. Y más duradera: la memorable versión extendida de “Juana Azurduy” cobró la entidad de un manifiesto musical y político.
Elegir (querer) ser músico de jazz en la Argentina de los años 50/60 había sido un gesto de cosmopolitismo cultural. El giro tercermundista de Gato implicó un cambio de perspectiva profundo. A principio de los 60, Eric Hobsbawm aseguraba que América Latina era un continente potencialmente revolucionario, un virtual laboratorio de cambio histórico. Del mismo modo que para Julio Cortázar la revolución cubana supuso una epifanía política, para Barbieri las consignas revolucionarias fueron lo suficientemente reveladoras como para que su música pegara un giro espectacular.
“La música es como una selva”, escribió Gato en la contratapa del disco Caliente! “Tiene límites, pero no los conocemos”. He ahí una metáfora que le cabe a todo artista creativo e inconformista, pero quizá más a un músico de jazz decidido a internarse en todo un continente con la sola guía de su saxo tenor. Leandro Gato Barbieri nunca salió de su selva imaginaria.