La Justicia había dado a conocer su veredicto. Resultaba muy claro que, de acuerdo a la ley que había fogoneado el senador Nápoli, del radicalismo, los presos políticos que habían sido detenidos en tiempos de la dictadura y sus alrededores dispondrían del beneficio del “dos por uno”. O sea, se computarían dos años por cada año de cárcel cumplido durante la dictadura.
Esta modalidad beneficiaba a mi hijo, que llevaba más de doce años en prisión y de este modo se consideraba que podía solicitar su libertad.
Aparentemente no cabían dudas. Pero sí, hubo quien las inventó y surgieron abogados y miembros de las fuerzas armadas que se opusieron a la liberación de mi hijo, no obstante la ley. Ese invento generó una corriente de opinión entre algunos abogados y periodistas que comenzaron a tallar argumentando en contra de la ley y en particular a su aplicación a determinado preso político.
Como madre, yo estaba atenta a todas las intervenciones que se escuchaban en los medios de comunicación a favor y en contra de la aplicación de esa ley. En realidad, aquellos que se oponían a la liberación de los presos políticos molestaron sistemáticamente al senador Nápoli por la redacción de esa ley. El senador visitaba habitualmente a estos presos, los conocía, de modo que la gestión de la ley fue el resultado de su experiencia durante esas visitas.
Cierto día, por la mañana, escuché por una radio a un abogado --que por su voz era muy joven--, que intentaba convencer a la audiencia explicando las razones por las cuales mi hijo no debía salir en libertad. Argumentaba con seriedad y entusiasmo, pero --dado mi conocimiento de la causa-- utilizando criterios errados y datos incompletos.
Con la furia correspondiente llamé de inmediato a la radio desde donde se transmitía y solicité derecho a réplica, que obviamente me negaron. A cambio me ofrecieron informarle al abogado, que en ese momento estaba “al aire”, que la madre de ese preso político quería hablar por teléfono con él. Sólo me restaba conformarme y esperar que ese abogado me llamase, lo cual dudaba.
Sin embargo, los conductores del programa de radio lo comunicaron conmigo. Arranqué con el enojo que la situación merecía, diciéndole que estaba hablando de un tema que desconocía, que era un irresponsable por meterse a hablar sin conocer la causa a fondo, que todo lo que decía era erróneo...
Me escuchó, me dijo que si yo tenía otros datos él quería conocerlos. Yo le contesté: “Con mucho gusto, están a su disposición” (yo tenía en mi casa todos los papeles de la causa y la defensa de mi hijo). Y a su vez me replicó: “¿Puedo ir a su casa a verlos?”
Mi rápida respuesta fue “cómo no, cuándo quiere venir”. Y nos pusimos de acuerdo en fecha y hora.
Dos días después, en horas del mediodía, tocó el timbre en mi casa. Personalmente le abrí la puerta. Allí apareció, hace treinta y cinco años, Alberto Fernández.
Mi deber de hospitalidad implicaba una sonrisa que no tuve. Era un enemigo.
Pasamos al living, se sentó en un sillón y desplegué, uno tras uno, los papeles con sellos, mapas, leyes, argumentos y datos que mostraban las evidencias que sostenían el derecho a la libertad de ese preso político.
Pasaba las páginas unas tras otras, volvía a mirarlas, tomaba apuntes, a veces decía “no puede ser”... Yo no sabía a qué se refería hasta que me dijo: “Señora, usted tiene razón, toda la razón, le pido disculpas. Pero estos datos no los teníamos, no se conocía todo lo que aquí estoy leyendo, no sé cómo todo esto se desconoce...”
Contesté : “Entonces, ¿por qué se oponen de ese modo?”
No recuerdo cómo siguió la conversación, pero creo que hubo un café de por medio. Era notable que este joven abogado estaba apesadumbrado por el error que se cometía al oponerse a la libertad de ese preso político, básicamente porque se procedía sin las evidencias necesarias. Me dijo algo que me sorprendió: “Vea señora, yo formo parte de la Juventud Peronista (lo que sigue no es literal, no lo recuerdo exactamente pero sí su sentido). Ocupo un lugar desde el cual me van a escuchar. Y voy a pedir que intervengan para conseguir algo que ustedes no han logrado, una entrevista con el presidente”.
No esperaba algo semejante y me conmovió el sentido ético de la reparación del error. Yo no había pedido cosa alguna ni sabía qué cargo tendría dentro de la Juventud Peronista.
La entrevista con el presidente se debía a que este preso político se negaba a recibir un indulto, sólo ejercer su derecho a la libertad de acuerdo con la ley.
La conversación con Fernández finalizó de manera muy distinta a lo que fue su comienzo. Este joven abogado pudo no tener ganas de hablar por teléfono con la madre de un preso político, pudo no haber venido a mi casa, pudo no reconocer los datos fidedignos, pero hizo exactamente lo contrario.
Lo que hizo, al cumplir con su palabra, fue absolutamente reparatorio: dos semanas después me llamaron desde Presidencia de la Nación: me estaban informando que en tal día, el defensor de Hernán y yo teníamos una entrevista con el presidente Alfonsín.
A la cual concurriría también Alberto Fernández.