La escena brilla en los segundos finales de “Samba de Maria Luiza” , la canción que Tom Jobim dedicó en 1994 a su hija menor y que grabó junto a ella para el que acabaría siendo su último disco, el magnífico Antonio Brasileiro: “¡De novo!”, se escucha decir a la pequeña de siete años cuando se apaga el último acorde al piano, a lo que su padre responde, retándola con calidez: “¡Não fala que grava!”. Hoy, veinticinco años después, flamante madre primeriza a sus treinta y dos años de edad, María Luiza se encuentra del otro lado de la misma historia junto a su hija Antonia: a ella dedica la canción que cierra su reciente debut discográfico como solista, Casa Branca, un conjunto de melodías de electrónica suave y sensibilidad pop habitadas por la nostalgia de su infancia junto a su padre, a quien perdió cuando tenía apenas siete años de edad. “Cuando grabamos ‘Samba de María Luiza’ en 1994 había una sensación de juego más que de trabajo, una continuación de todas esas canciones que cantábamos en casa”, cuenta Maria Luiza en intercambio por mail. “Fue todo muy espontáneo, mucha gente cree que ese diálogo final estuvo preparado, pero no... ¡Quería seguir cantando mucho más!”. En los últimos dos años, a partir de su maternidad, Luiza se descubrió sumergiéndose con frecuencia en esos recuerdos de infancia, y fue a través de esas sensaciones que tomó forma la música que dio vida a su primer álbum: “Comencé a escribir las canciones del disco cuando descubrí que estaba embarazada”, cuenta. “Son un poco sobre ser madre y mucho sobre crecer, y giran sobre esos recuerdos de niña, que siempre tienen algo de ensoñación”.
Todo en Casa Branca remite al bajo perfil que la caçula de Jobim mantuvo desde su adolescencia, desde el sencillo video del corte de difusión con fotos familiares de su infancia hasta la instrumentación mínima de las canciones, su tono de voz sin sobresaltos, la edición independiente del disco por fuera del circuito comercial de las discográficas o su tapa blanca con un sencillo dibujo en trazo fino realizado por su hermana, la artista visual Beth Jobim. Y más allá del aura de saudade, del amor compartido por los detalles cotidianos de la vida familiar y de una preciosa relectura del clásico “Meditation” (grabada en su versión en inglés, tal como ella recuerda a su padre tocarla al piano en su casa), el camino musical que eligió Luiza para su presentación en sociedad como cantautora va por vías diferentes a las de su tradición familiar, sobre todo cuando consideramos la reticencia que su padre tenía ya no solo a la música electrónica sino directamente a los instrumentos eléctricos (cuentan que a mediados de los setenta, cuando recibió a los músicos de Elis Regina para la grabación de Elis & Tom, el disco que incluye la versión sublime de “Aguas de Março” que ambos grabaron juntos, Jobim se desesperó al ver la cantidad de teclados, guitarras y bajos eléctricos que ingresaban al estudio: “¿¿Qué es todo eso?? ¡La cuenta de luz va a salir una fortuna!”, bromeó).
Producido por el talentoso psicodélico carioca Alexandre Kassin (quien en más de una ocasión visitó nuestro país tanto en solitario como junto a Moreno Veloso y Doménico Lancellotti con su proyecto +2), Casa Branca lleva al oyente a través de un recorrido por ambientes que oscilan entre lo meditativo y lo bailable, siempre guiado por la voz cálida y etérea de Luiza: “Compuse las canciones en piano y guitarra”, cuenta, “pero en las grabaciones me interesó buscar otras instrumentaciones, así que en el estudio me enfoqué en cantar y acompañar muy de cerca la producción y los arreglos”. Entre sus influencias nombra a su padre y Caetano Veloso pero también a Ryuichi Sakamoto o la norteamericana Caroline Polachek, haciendo una mención especial para su amiga de la infancia y cantante de pop experimental Alice Caymmi, hija de Danilo y Simone Caymmi, ambos amigos de Tom y miembros de la Banda Nova, aquella agrupación que nació de juntadas musicales con familiares y amigos y que lo llevó al creador de la bossanova de regreso a los escenarios a mediados de los ochenta.
Luiza nació poco después, en 1987: es casi un calco de su madre, la fotógrafa y directora Ana Lontra, segunda esposa de Tom, y ya desde muy chica se vio sumergida en el colorido ambiente musical de su hogar: “Era muy traviesa y deshinibida, siempre me metía entre los grandes”, recuerda. “Crecí en un mundo muy musical, mi papá siempre organizaba en casa ensayos que en realidad eran veladas donde tocaba y cantaba con amigos. Recuerdo en particular las charlas que teníamos con Chico Buarque, que eran siempre muy buenas. Me divertía mucho con ellos y creo que ellos se divertían también”. Fue con esa naturalidad que a los once años de edad, en junio 1998, subió al escenario de un teatro repleto en Río de Janeiro para cantar “Chega de Saudade” junto a Toquinho, Miúcha, Baden Powell y Carlos Lyra, pero poco después la tragedia volvería a golpear a su familia cuando su hermano João Francisco, de apenas 19 años de edad, falleció en un accidente automovilístico. “Tuve pérdidas muy grandes en mi vida desde muy chica”, relató recientemente en una entrevista, “pero también he ganado mucho. Es como si en una sola vida existieran muchas, y me resulta atractiva esa sensación”.
La música electrónica, cuenta, funcionó a sus veinte años de edad como una suerte de catarsis, una terapia que a través del baile la ayudó a elaborar sus pérdidas. En 2012 formó junto al guitarrista Lucas de Paiva un dúo de pop electrónico llamado Opala, y tres años más tarde completó la carrera de producción musical en el conservatorio Julliard de Nueva York, ciudad en la que había vivido junto a sus padres en los primeros años de su infancia. En 2017 llegó su hija Antonia, bautizada en honor a los abuelos paternos, ambos llamados Antonio Carlos, y finalmente fue en el cruce de todas esas experiencias íntimas que encontró el camino que la llevó a su disco debut. Y como si la esencia misma del recuerdo le hubiera enseñado a cantar desde ese dolor del que no se regresa pero se aprende a llevar, aquella pequeña de siete años que pedía seguir cantando retrata hoy el corazón de asombros, alegrías y tristezas de la infancia no con añoranza sino a través del espíritu inasible, sin tiempo, de la saudade: “Casa Branca es mi universo en miniatura. En ese mundo de aromas, sonidos y colores de la niñez, lo que más recuerdo es a mi papá tocando al piano una canción que me cautivaba en especial: ‘Saudade do Brasil’. Todo en ella, las melodías, las armonías, me llevaban a ese lugar. Crecí pensando en cómo dar sonido a cada sensación: eso era la música para mí, y continúa siendo así”.