Todas las sociedades tienen la necesidad de justificar sus desigualdades: sin una razón de ser, el edificio político y social en su totalidad amenazaría con derrumbarse. Por eso, en cada época, se genera un conjunto de discursos e ideologías que tratan de legitimar la desigualdad tal como existe o debiera existir, así como de describir las reglas económicas, sociales y políticas que permiten estructurar el sistema. De la confrontación entre esos discursos e ideologías, que es al mismo tiempo intelectual, institucional y política, surgen generalmente uno o varios relatos dominantes en los que están basados los regímenes desigualitarios existentes en cada momento.
En las sociedades contemporáneas, el relato dominante es fundamentalmente el propietarista, empresarial y meritocrático: la desigualdad moderna es justa, puesto que deriva de un proceso libremente elegido en el que todos tenemos las mismas posibilidades de acceder al mercado y a la propiedad. Todos obtenemos un beneficio espontáneo de la acumulación de riqueza de los más ricos, que son también los más emprendedores, los que más lo merecen y los más útiles. Esto nos situaría en las antípodas de la desigualdad existente en las sociedades antiguas, que estaba basada en las diferencias entre clases sociales, decididas de manera rígida, arbitraria y, a menudo, despótica.
El problema es que este gran relato propietarista y meritocrático, que vivió un primer momento de gloria en el siglo XIX, tras el hundimiento de la sociedad estamental del Antiguo Régimen, y que experimentó una reformulación radical de alcance mundial a finales del siglo XX tras la caída del comunismo soviético y el triunfo del hipercapitalismo, se antoja cada vez más frágil. La falta de consistencia de este relato es evidente tanto en Europa como en Estados Unidos, en la India como en Brasil, en China como en Sudáfrica, o en Venezuela como en los países de Oriente Próximo. Cada caso es diferente, como resultado de evoluciones históricas específicas. No obstante, a comienzos del siglo XXI, estas evoluciones parecen cada vez más ligadas entre sí. Sólo desde una perspectiva transnacional es posible comprender las debilidades del relato dominante y plantear la construcción de un relato alternativo.
De hecho, en todo el mundo se observa un aumento de las desigualdades socioeconómicas desde la década de 1980-1990. En algunos casos la desigualdad ha adquirido tal dimensión que resulta cada vez más difícil justificarla en nombre del interés general. Existe un enorme abismo entre las proclamas meritocráticas oficiales y la realidad a la que se enfrentan las clases desfavorecidas, especialmente en lo que concierne al acceso a la educación y a la riqueza. El discurso meritocrático y empresarial es a menudo una cómoda manera de justificar cualquier nivel de desigualdad por parte de los ganadores del sistema económico actual, sin siquiera tener que someterlo a examen, así como de estigmatizar a los perdedores por su falta de méritos, de talento y de diligencia. La culpabilización de los más pobres no existía, o al menos no con esta magnitud, en los regímenes desigualitarios del pasado, que ponían el acento en la complementariedad funcional entre los diferentes grupos sociales.
La desigualdad moderna se caracteriza por un conjunto de prácticas discriminatorias entre estatus sociales y orígenes étnico-religiosos que son ejercidos con una violencia mal descrita en el cuento de hadas meritocrático. Esta violencia nos acerca a las formas más brutales de desigualdad de las que decimos querer distinguirnos. Basta citar la discriminación a la que se enfrentan las personas que no tienen domicilio o provienen de ciertos barrios u orígenes. Pensemos también en los migrantes que se ahogan en el mar. Sin un nuevo horizonte universalista e igualitario que permita afrontar de manera creíble los retos que plantea la desigualdad, los movimientos migratorios y las transformaciones climáticas en curso, es de temer que el repliegue identitario y nacionalista ocupe un espacio cada vez mayor en la construcción de un relato que termine por sustituir al actualmente predominante (propietarista y meritocrático). Sucedió en Europa durante la primera mitad del siglo XX y vuelve a ponerse de manifiesto a comienzos del siglo XXI en diferentes partes del mundo.
La primera guerra mundial lanzó el movimiento de destrucción y, más tarde, de redefinición de la muy desigualitaria mundialización comercial y financiera de la Belle Époque (1880-1914), período que sólo puede considerarse “bello” en comparación con la violencia desencadenada que siguió. La Belle Époque sólo fue tal para los rentistas y, en concreto, para el hombre blanco propietario. Si no transformamos profundamente el sistema económico actual para convertirlo en uno menos desigual, más equitativo y sostenible, tanto entre países como en el interior de cada país, entonces el “populismo” xenófobo y sus posibles éxitos electorales podrían ser el principio del fin de la mundialización hipercapitalista y digital de los años 1990-2020.
Estos fragmentos pertenecen a la introducción de Capital e ideología, el nuevo libro de Thomas Piketty que sucede y en gran medida continúa, los pasos de El capital en el siglo XXI. En este nuevo volumen que acaba de editar Paidós, presenta un estudio completo acerca de la desigualdad en la historia como un problema más de índole ideológico -cultural que económico y financiero.