Nació en Avellaneda el día de Navidad de 1949, no en un pesebre sino en un hogar de la clase trabajadora: su padre era un taxista bien tanguero y su madre, costurera y modista de barrio. A inicios de la década de 1970, junto con Juan José Sebreli, Héctor Anabitarte, Blas Matamoro y Marcelo Benítez, entre otros, fundó el Frente de Liberación Homosexual (FLH), que se radicalizó bajo su influencia. Formado en la militancia trotskista, Perlongher era uno de los portavoces de las iniciativas más atrevidas en épocas menos amables para homosexuales y lesbianas. Entrenado en las filas de Política Obrera, llevó adelante campañas, pegatinas de afiches y debates públicos. Se burlaba cuando lo reconocían como uno de los padres del movimiento homosexual en la Argentina. “Todos saben que soy la tía”, le escribió a una de sus amigas.
La “deriva” perlongheriana, para usar uno de los conceptos que él adoptó de los Gilles Deleuze y Félix Guattari de El antiedipo y Mil mesetas, asumió diversas formas. Proteico como pocos, fue militante revolucionario, poeta, cronista, sociólogo, antropólogo, corresponsal ácido, místico y antifascista. Tuvo una vida tan fugaz como fugitiva. “Ahora, ahora, en este instante digo./ En lo inconstante, en lo inconsciente, en lo fugaz me disemino./ Disperso y fugo. En lo fangial del fango./ Imágenes ateridas bajo la lluvia de película”, se lee en “Canción de la muerte en bicicleta”, poema escrito una semana antes de su muerte y que forma parte de El chorreo de las iluminaciones. El 26 de noviembre de 1992, murió a los 42 años en una clínica de San Pablo a causa de una infección generalizada. El “fantasma del sida”, como había denominado a la enfermedad en uno de sus ensayos, había venido a buscarlo.
Cerca del éxtasis poético
Pocos años antes de su muerte, el autor de Alambres, uno de los libros de poesía más estremecedores de la literatura argentina, se integró al culto del Santo Daime, religión que se reservaba las potencias de la subalternidad que él tanto había frecuentado. En ese entonces, Perlongher comenzó a participar de los rituales del Daime en una iglesia de San Pablo llamada Flor das Águas. De esa época provienen escritos como “Poesía y éxtasis” y “La religión de la ayahuasca”. Así comienza el primero de esos ensayos: “Oracular, la palabra poética envuelve en los jubones del misterio una fragancia hermética”. Para Perlongher, la poesía no debía convertirse en comunicación.
“Imposible olvidar el impacto y el placer que me produjo leer por primera vez Austria-Hungría –dice la escritora y editora Mercedes Roffé-. Lo había publicado en 1980 Tierra Baldía, la editorial de Fogwill. No se publicaba mucho en esos años. Tengo la sensación de que Alambres vino inmediatamente después, pero no fue así. Alambres no saldría hasta 1987 en último Reino, la editorial de Víctor Redondo”. Para Roffé, Perlongher fue el único poeta varón que por entonces presentó una poética tan renovadora como la que estaban dando a conocer las poetas mujeres en esos años. “Una poética donde el amor y la sexualidad cuestionaban y se liberaban de remanidos patrones heteronormativos –agrega-. Pero no solo eso. También se estaba produciendo un cuestionamiento de ciertos lugares comunes de la lírica desde la perspectiva heterosexual, especialmente en algunos libros de las poetas que por entonces estábamos publicando nuestros primeros libros”. Irene Gruss, Diana Bellessi, Mirta Rosenberg y Tamara Kamenszain, una de las amigas de Perlongher, eran algunas de esas poetas.
El autor de Parque Lezama dio a luz una variante rioplatense del barroco contemporáneo: el “neobarroso”. En una carta a Osvaldo Baigorria, lo definió como “un barroco de trinchera, de puto de barrio”. Roffe destaca que en sus poemas, “el neobarroco cobraba un sentido estético y político muy claros; desde la perspectiva actual, se la podría considerar una poética gay o queer, que confluía con las poéticas feministas que estábamos proponiendo las poetas mujeres”.
Mártir de la patria rosa
Fue en los años 80 cuando Perlongher, aun desde el exilio en Brasil a partir de 1981, pudo unir la política del deseo con la práctica de una escritura que intentaba ligar filamentos dispersos de sentido. “Pensar en él como poeta es como focalizar en una isla desierta en medio de un contexto que venía atravesando otras aguas: la poesía social, el objetivismo, la lírica neorromántica –dice el escritor y docente Juan Fernando García-. Como si para decir ‘Argentina’ se hubiese camuflado en ‘Austria-Hungría’, porque decir poesía política en términos perlongherianos es avivar otras llamas, las de la historia pasada y presente”.
Reconocido, premiado y también temido por sus pares, Perlongher fue el mejor poeta no oficial de las últimas décadas del siglo XX. Sus posiciones políticas, que le permitían detectar (con razón) gérmenes fascistas incluso en los gobiernos democráticos posteriores a la dictadura militar, lo mantuvieron en la superficie ambivalente del under local. “Ninguno de los varones de su generación (exceptuando a Arturo Carrera) torció el cuello del cisne de la generación anterior. Ninguno como él incidió en la forma en la que leemos poesía política hasta el presente. Medular, intrincado, no apto para conformistas y mucho menos para los que, en pos de alguna explicación, enrulan significantes que no hacen sino opacar más el sentido que sus obras conllevan. El pecado mortal es hablar de Perlongher con la espiral perlongheriana como premisa. Quizás por eso mismo, no hay herencia visible, aunque cada vez más lectores llegan a su obra”, conjetura García, que junto con Verónica Yattah y varios escritores invitados homenajearon al poeta de Avellaneda en el ciclo La Vuelta Entera, que se realiza en Casa Brandon.
En 2009, Santiago Loza estrenó el documental Rosa Patria, centrado en Néstor Perlongher y el FLH. “Era una suerte de invocación –dice el director y escritor cordobés-. Personas que lo conocían lo describían como un personaje incómodo, desconcertante, irreverente. Sara Torres, su amiga más cercana, se preguntaba cada día qué pensaría Néstor sobre algún acontecimiento del presente. Sin su entrañable interlocutor, sin esa voz que crecía en ausencia, se sentía desorientada. Según ella, Néstor tenía una lucidez maldita”. Por sus comentarios punzantes, muchos conocidos de Perlongher aún lo recuerdan entre risas como “la mujer más mala del mundo”.
“Había en la irreverencia del vivir y escribir una fuerza que iluminaba –sigue Loza-. Y mucho humor; del tipo de humor que incomoda, escapando siempre a la solemnidad y cualquier clasificación. La militancia en el FLH estaba unida a la lucha del movimiento feminista. Sólo por conocerlo a través de sus amigas y amigos, supongo que la fuerza del feminismo en el presente lo hubiera entusiasmado. También algunos derechos adquiridos. Seguramente tendría alguna sentencia provocadora y desconcertante para emitir, para generar un debate, para correrse del pensamiento cómodo y del consenso. Creo que se hubiera alegrado de la frescura de cierta juventud que escribe, que lee en voz alta sus poemas como mantras, que lo imita sin saberlo, lo nombran, lo multiplican. Como si Perlongher siguiera mutando y reapareciendo en escrituras que se niegan a lo establecido. Como si no dejara de expandirse, de contagiar, de devenir en otres que lo siguen descubriendo”. Para que eso ocurra tal vez haga falta que los libros de Perlongher (en especial su obra poética completa) vuelvan a publicarse y a liberar “destellos insumisos” en nuevos lectores.