Toda economía es una red de obligaciones. La moneda misma es crédito: si un bien tiende a monetizarse cuando es aceptado en última instancia en pago de obligaciones fiscales, tal como lo señalase Mitchell-Innes, entonces la moneda, el activo líquido por antonomasia, es un crédito redimible por impuestos y por lo tanto un pagaré con el cual medir el valor de las deudas particulares. Toda transacción mercantil implica por lo tanto una deuda.

Pero los intercambios sólo son abiertamente reconocidos como crediticios allí cuando la moneda no está presente y es suplida por la palabra como medio de pago. Basta con la ausencia de la moneda en el intercambio para explicitar la naturaleza crediticia de toda la economía.

Es que el crédito es una relación, que integra socialmente a sus miembros de un modo intrínsecamente asimétrico: asegurada la confianza y creada la deuda, emerge una obligación que transforma al acto de intercambio en un vínculo obligatorio extendido en el tiempo. Una relación socialmente estructurante, constitutiva de toda experiencia social.

Y las formas concretas que asume esa relación crediticia están definidas por la singularidad de las instituciones sociales, políticas y culturales en las que el crédito se inserta. Como toda práctica económica, el crédito está instituido, encastrado en instituciones no económicas: reglas sociales gobernadas por actores definidos, instituciones no siembre visibles ni reconocidas jurídicamente, pero con capacidad operativa para definir los criterios con los cuales asignar recursos, estructurar incentivos, gestionar riesgos, asegurar compromisos y, en suma, administrar aquellas asimetrías inherentes a la obligación crediticia.

La economía de Buenos Aires es representativa de los modos en que el crédito se instituye. Desde su temprana consolidación económica y su expansión inicial durante los siglos XVII y XVIII, Buenos Aires se estructuró en base a un complejo sistema crediticio en el que coexistieron redes de relaciones interpersonales y sistemas de intermediación financiera que habilitaban la acreditación de valores en contextos de información asimétrica. 

En el siglo XIX, los apremios del Erario revolucionario condujeron a su endeudamiento y a la consecuente proliferación de títulos de deuda pública desde 1813, cuyos papeles fueron empleados como moneda en constante depreciación. La inflexión llegaría en 1822, cuando para monopolizar la emisión de billetes fuese creado el Banco de Descuentos, estableciéndose la banca moderna en el Río de la Plata. Desde entonces, la institución bancaria coexistió en la infraestructura financiera de Buenos Aires con aquellas prácticas crediticias extrabancarias. Y lo hizo en un contexto en el cual la difusión del temprano liberalismo confería legitimidad a la implementación de criterios estrictamente mercantiles para organizar la economía. 

En el terreno de las prácticas financieras, los postulados de la propiedad privada, la seguridad económica y la libertad individual revertían el tradicional régimen canónico de la usura, que obliteraba jurídicamente la aplicación de interés dificultando su rol como señal de mercado, para librarlo ahora al convenio entre particulares. De este modo, la asunción de una igualdad jurídica entre acreedores y deudores legitimaba la negociación privada sobre el precio del dinero y los términos del compromiso. 

El siglo XX testimonió la naturalización de estas pautas: las reglas o instituciones con que determinados sectores controlan los mercados fueron invisibilizadas, legitimadas como leyes inexorables y normas impersonales, presuntamente autónomas de los intereses sociales en cuyo seno se despliegan. Concomitantemente, la participación activa del Estado como actor económico pasó a postularse como una injerencia ilegítima por antinatural, inherentemente adversa a la eficiencia asignativa de los recursos.

El relanzamiento de aquellas pautas en la historia reciente encontró su traducción en las relaciones crediticias. Los indicadores que el BCRA ofrece para octubre de 2019 muestran un aumento de la morosidad en los créditos bancarizados, explicando que el endeudamiento de los hogares alcanza al 26 por ciento del ingreso familiar por compromisos asumidos con tarjetas de crédito, préstamos personales e hipotecas o créditos prendarios. En efecto, los deudores hipotecarios indexados por UVA experimentaron entre 2016 y 2019 una duplicación del saldo de deuda de capital, tal como lo demuestra CEPA en base a BCRA y BNA, a la vez que el incremento salarial experimentó un retraso considerable respecto del aumento nominal de la unidad de valor adquisitivo, ante tomadores que no proceden con una racionalidad inversora sino con el propósito de garantizar la vivienda única, familiar y de ocupación permanente. 

Entre tanto, si los créditos otorgados por Anses ampliaron su alcance en 2017 a beneficiarios de diversas pensiones y de AUH (en su abrumadora mayoría, mujeres beneficiarias) que destinan el préstamo a cubrir gastos básicos, fue asimismo incrementada la tasa de interés aplicada. Ello evidencia, por un lado, que una redistribución regresiva del ingreso empuja a los hogares ubicados en los últimos deciles a tomar deuda para acceder a la satisfacción de necesidades básicas por la vía mercantil, generando un efecto multiplicador de las obligaciones hacia el interior de las familias, tal como lo señalara Wilkis y lo corroborara etnográficamente el Colectivo Juguetes Perdidos en el fenómeno de la implosión barrial. Pero evidencia, también, que en contextos de liberalización económica el Estado mismo puede intervenir desde una lógica mercantil, no sólo incrementando la tasa de interés sino, asimismo, garantizando el reintegro crediticio con los recursos erogados por el propio Erario mediante subsidios, habilitando el aterrizaje de la financiarización sobre territorios marginales, tal como lo explicase Gago al describir la racionalidad neoliberal.

Una distribución inequitativa de la moneda, su ausencia en los intercambios de las mayorías y la preeminencia del sistema mercantil como mecanismo para el acceso a recursos, agudiza las asimetrías de unas relaciones crediticias instituidas con arreglo a las normas del mercado. Y la persistencia de estos criterios hizo del endeudamiento el lenguaje del estallido en la reciente experiencia chilena. En Buenos Aires, el fugaz avance de esos mismos criterios comienza a visibilizar la naturaleza crediticia de la economía, ofreciendo la oportunidad de reflexionar sobre la matriz institucional que la orienta. El desafío es identificar el equilibrio social en una economía de la obligación.

*  Doctor en Historia por la Universidad de Buenos Aires. Investigador del Conicet. Autor de Las obligaciones fundamentales. Crédito y consolidación económica durante el surgimiento de Buenos Aires (Bs. As., Prometeo, 2018).