Hace poco más de quince años, en un artículo que ha circulado mucho en los espacios donde se estudia el período de gobierno del “peronismo clásico” –es decir, entre 1946-1955– Juan Carlos Torre y Elisa Pastoriza definieron esos años con un título elocuente: “la democratización del bienestar”. Con agudeza y sin esquivar el análisis de las tensiones sociales y culturales producidas como resultado de la transformación social acelerada, entre otras cuestiones por la llegada de migrantes internos a la capital de la nación, los autores muestran la expansión del acceso a bienes y servicios de los sectores populares, frente a la sorpresa y la resistencia de los sectores altos y medios de la sociedad.
No podríamos decirlo mejor que Torre y Pastoriza: “El largo brazo del Estado hizo que todo sucediera a la vez y rápidamente, el incremento del número de los asalariados, el desarrollo del sindicalismo, la redistribución de los ingresos y los bienes públicos, y en un nivel más profundo, la crisis de la deferencia y del respecto que el orden social preexistente acostumbraba a esperar de sus estratos más bajos”. A esto se sumaba el tono desafiante con el que se presentaban las reformas sociales en el discurso oficial. No solo las clases altas sino también las clases medias se sintieron implicadas “en la defensa de unos equilibrios sociales y políticos amenazados” (La democratización del bienestar en los años peronistas, Buenos Aires, Sudamericana).
No pretendemos realizar aquí un ejercicio comparativo entre un proceso como el sintéticamente descripto y el período de gobierno peronista más reciente, que incluye las gestiones de Néstor Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner. Esto demandaría un estudio más profundo y muchas páginas. Podemos decir, en cambio, que ese título elocuente de los autores mencionados nos sirvió como estímulo y clave de lectura para estudiar la expansión del bienestar de los sectores populares entre 2003 y 2015. Y para mirar con preocupación las políticas encaradas desde diciembre de 2015 que cuestionan práctica, legal y simbólicamente esa expansión.
Para este ejercicio analítico recurrimos a los datos provistos por la Encuesta Nacional de Gasto de los Hogares (ENGHo), relevada por el Indec, que ya lleva tres ediciones: 1994/1995, 2004/2005 y 2012/2013. La Encuesta permite caracterizar las condiciones de vida de los hogares, fundamentalmente en términos de su acceso a los bienes y servicios. El gasto en su forma de consumo es considerado como el dato que más se aproxima a retratar el fenómeno del consumo efectivo, esto es, las adquisiciones realizadas por los hogares para satisfacer sus necesidades; y, por lo tanto, es un indicador de la calidad de vida.
Si consideramos como fue la distribución del gasto de consumo de los hogares según sectores definidos por sus ingresos entre los años noventa y 2013, la lectura de las tres ediciones de la ENGHo muestra un aumento de la participación de los hogares de los dos quintiles de menores ingresos, que de representar el 23 por ciento del total del gasto en las dos primeras mediciones, alcanzó un nivel del 29 por ciento en 2012/2013.
Un principio de las mediciones de consumo de los hogares lo establece la ley de Engel, formulada en 1857 por el estadístico alemán Ernst Engel y confirmada luego por diversos estudios. Esta ley sostiene que mientras más pobre es una familia, mayor es la proporción de su gasto total que debe destinar a la provisión de alimento.
Si se analiza la estructura de gastos de los hogares del quintil más pobre, el rubro de alimentos y bebidas representaba en 1996/7 el 50,0 por ciento y pasó a un valor del 43,3 por ciento en 2012/2013. Esto indicaría que en estos hogares se produjo un desplazamiento de los ingresos destinados a alimentos y bebidas, de consumo indispensable, a otros rubros de la vida cotidiana.
Justamente como entendemos que la idea de la democratización del bienestar implica mayor disponibilidad para acceder a otros bienes y servicios, más allá de los alimentos, prestamos atención a otras finalidades del gasto de los hogares. Por un lado, al rubro Servicios de la vivienda, que incluye propiedades, acceso a energía y agua, es decir, la posibilidad de tener una vivienda y acceder a servicios básicos razonables para el estándar de vida actual. También prestamos atención a los valores que corresponden a Equipamiento y mantenimiento del hogar (muebles, materiales para pisos, artefactos, vajilla, herramientas y equipos para el hogar y el jardín, servicios de mantenimiento) y Esparcimiento (que incluye, entre otros, los servicios de turismo, los equipos de audio, televisión, video y computación, espectáculos, clubes deportivo, televisión por cable, libros, diarios y revistas, equipos de cine y fotografía y sus accesorios, películas, juguetes y juegos, animales domésticos).
Entre fines de los años noventa y 2013, en los hogares de menores ingresos se registra una disminución del porcentaje destinado a Servicios de la vivienda, que pasa de alrededor del 12 por ciento de los gastos de consumo según la primera ENGHo al 11 por ciento en 2004 y a tres puntos menos en 2013, representando el 8 por ciento. Cabría pensar que en los últimos años en la Argentina, el largo brazo del Estado, para usar las palabras de Torre y Pastoriza, contribuyó con el acceso a los servicios básicos.
En el mismo período, el rubro Equipamiento y mantenimiento del hogar, por el contrario, muestra una tendencia al alza: pasa de 4,8 a 6,6 por ciento del gasto de consumo de estos hogares. Y en esa estructura de gastos familiares, las vacaciones, los equipos de audio, de televisión, video y computación, la asistencia a espectáculos deportivos, la salida al cine, al teatro, a conciertos, la compra de libros, diarios y revistas; la práctica deportiva y la compra de juguetes cobran cierto peso: pasan de representar el 4,2 por ciento en los años ‘90 al 5,9 por ciento en 2013.
Por último, una fotografía del gasto de los hogares según ingresos en la última edición de la ENGHo da cuenta de la persistencia de diferencias entre sectores sociales. Pero los datos compartidos muestran para los sectores populares un proceso de mayor acceso a bienes y servicios, de ampliación del consumo de bienes culturales, de la posibilidad de comprar teléfonos celulares y televisores de alta tecnología en una sociedad en las que estos bienes son credenciales de mejor vivir, de arreglar la casa, de salir de vacaciones
Pobres y consumo
Son tiempos en los que a veces se confunde el estatus de ciudadanía con el estatus de consumidor. Como señaló duramente Zygmunt Bauman hace ya veinte años en ese esclarecedor libro Trabajo, consumismo y nuevos pobres, en estos tiempos la “vida normal” es la de los consumidores. Los que no pueden consumir –los pobres de la sociedad de consumo– son defectuosos o frustrados; la imposibilidad de consumir implica “no estar a la altura de los demás, tener cerradas las oportunidades para vivir una vida feliz, no poder aceptar los ofrecimientos de la vida”, decía Bauman. En este orden capitalista, el acceso al consumo es un elemento de democratización, no suficiente, claro. También podemos coincidir en que su gravitación invita a una reflexión sobre los valores societales. Pero, sin duda, contribuye a cuestionar las jerarquías.
Si las políticas de gobierno limitan la expansión del consumo de los últimos años, la bloquean, la combaten, ¿será una forma de restituir las jerarquías, de consolidar las fronteras sociales? En última instancia, ¿quién les hizo creer a esos tantos que podían comprarse un televisor de última generación o tomarse vacaciones y pagarlas en cuotas?.
* Magíster en Política Social. Docente investigadora Ceipsu-Untref.