A dos años y medio de su desaparición, este 18 de diciembre Marta pudo enterrar a Johana. La velaron en la CPM junto a cientos de compañeros y compañeras que la contuvieron en la búsqueda. La despedida estuvo atravesada por el dolor, pero también por un sentimiento profundamente colectivo.
Durante dos años y medio buscamos a Johana. Pintamos su nombre y su cara en banderas, en remeras, en las paredes de la ciudad. Su nombre, su vida, se condensaron en una causa judicial con más de sesenta fojas: “desaparecida para ser prostituida”.
A Johana la vieron por última vez en 1 y 63, a pocas cuadras de Plaza Matheu. El barrio es la “zona roja” de La Plata. Allí recurren hace años, para ejercer la prostitución, mujeres y trans excluidxs por una sociedad que elige mirar hacia un costado.
Lo que sigue es conocido: una historia de desidia por parte del Estado en donde las propias víctimas son quienes tienen que batallar, investigar, arrojar informaciones para que la causa avance.
Quién era Johana
Johana Ramallo tenía 23 años y una hija. Durante los últimos años de su vida planeó un futuro mejor: colaboró como voluntaria en la Facultad de Periodismo de La Plata en la jornada de solidaridad “La Patria es el otro” cuando se inundó la ciudad en 2013; se anotó en el FInes para terminar la secundaria; participó del programa Ellas Hacen.
El futuro que planeaba se desvaneció cuando el gobierno de Vidal cerró los programas y cientos de mujeres jóvenes quedaron otra vez desprotegidas. Johana fue arrojada al margen. Fue arrojada a la prostitución para sobrevivir. A Johana la asesinó el patriarcado. También el Estado ausente. Y la asesinó otra vez la justicia cómplice.
Una hija pare a una madre
Al día siguiente de que Johana no apareciera en su casa, Marta, su mamá radicó la denuncia en la comisaría de Villa Ponsatti. La carátula fue “búsqueda de paradero”. Los primeros dos meses de investigación, claves en las causas de secuestro para explotación sexual, la justicia eligió mirar para otro lado sin seguir las pistas que hablaban por sí mismas: a Johana la habían secuestrado.
Cuatro meses más tarde, su familia, que denunció “falta de profundización sobre pruebas relevantes y datos arrojados por lxs testigxs”, radicó una nueva denuncia, esta vez en el fuero federal que por fin caratuló la causa como “trata de personas”.
Esta historia tiene un dato que en el país de las Madres no se puede soslayar. En agosto de 2018, los medios de comunicación anunciaban la aparición de restos humanos en la costa de Berisso, en Palo Blanco. Fue Rosa Bru, mamá de Miguel, desaparecido a manos de la policía bonaerense en 1993, quien se contactó con el fiscal Marcelo Martini -interviniente en la causa- para obtener información y le comunicaron que los restos correspondían a una mujer. Fue Rosa, quien atenta a que había otra madre que buscaba a su hija se contactó con los compañeros de búsqueda de Marta para que pidieran analizar esos restos. En mayo de este año se cotejaron los ADN. El resultado dio positivo. Otra vez una hija paría a su madre.
Una madre que tocó puertas, que fue a los lugares a los que la Justicia no llegó. Que llevó el nombre de su hija estampado en el cuerpo a encuentros, congresos, charlas y marchas. Una madre que se convirtió en una investigadora y gritó en las calles los nombres de los responsables. Marta aguantó las cachetadas, las puertas cerradas y el silencio de fiscales y jueces para los que todos somos una pila de expedientes. Marta soportó, con el coraje que nace del dolor más profundo, amenazas constantes de los asesinos de su hija y balas contra las paredes de su casa. Resistió también los allanamientos y los rastrillajes.
Ayer, veintinueve meses después de la última vez que Marta vio a su hija, pudo, al fin, despedirla. Lo hizo abrazada a su familia. Juraron encontrar justicia.
Marta estuvo acompañada por otras madres que saben del dolor: la mamá de Sandra Ayala Gamboa, la mamá de Claudia Salgan, la tía de Micaela Galle. Y ahí estuvo también Rosa Bru.
“Esperame mi amor”, le dijo Marta a su hija de 23 cuando se despedía en el entierro. Es probable que el vacío que dejó Johana en su madre, en su hija, en sus hermanos y en la nueva familia que se tejió en el fervor de la búsqueda no se llene nunca. Es probable que los abrazos contengan, aunque la muerte nunca deje de dolernos.