Desde Barcelona
UNO Desde aquí se envía (pero pueden no acusar recibo) postal festiva aunque no especialmente alegre con Rodríguez caminando bajo las luces navideñas del Passeig de (Des)Gràcia. Elevando la mirada e ignorando las tentaciones en los escaparates de las marcas mejores y más caras sacándole la lengua. Esquivando familias rusas felices y tristes y clanes chinos sonrientes y serios, para encandilarse con ese brillo de mariposas de luz y no ver así las cicatrices todavía frescas en el pavimento donde se han librado recientes batallitas con fuegos más fatuos que artificiales.
Ahí están, ahí brillan: encendidas hasta la medianoche --una hora más de lo habitual-- y suspendidas sobre paseantes que se paran en la mitad de la calle sin importarle los autos para conseguir selfie tan perfecto como efímero. Las luces navideñas.
Y Rodríguez quisiera correr, como George Bailey bajo su recuperada Bedford Falls, al final de It's a Wonderful Life. Pero no. Por una parte, Rodríguez está cansado y hace tiempo que con caminar y no arrastrarse ya se da más que por satisfecho. Por otro --con repetidos visionados y el paso de los años-- la obra maestra de Frank Capra le parece cada vez más carente de un final feliz. Ya se sabe, ya lo pensó más de una vez por aquí: en la película el feroz Mr. Potter no recibe castigo alguno y George --para siempre en deuda con sus amables pero vampíricos vecinos-- ya nunca podrá dejar esa ciudad que jamás lo dejó salir. A Rodríguez tampoco le parece extraño que dos de las mejores novelas de terror contemporáneo --NOS4A2 de Joe Hill y Amigo imaginario de Stephen Chbosky-- se apoyen en estas fechas y sentimiento para dar mucho miedo.
De igual manera, Rodríguez cada vez cuestiona más el proceder durante estos estos días: endeudarse para gastar y sentirse irrealmente rico y, enseguida, neorrealistamente pobre; confiarlo todo al azar de un billete de lotería y a los aullidos durante el sorteo de los niños y niñas de San Idelfonso; ingerir cantidades irracionales de alimento y alcohol; perdonar lo imperdonable para poder seguir acusando con renovadas energías a partir de siete días; jugar en familia a adivinar el discurso del Rey palabra por palabra a medida que lo dice; soportar con entereza la reunión con espectros familiares de esos que sólo se ven en una cena anual que se desea última (los más pesimistas aseguran que el futuro des/gobierno del en funciones pero cada vez más disfuncional Sánchez, de ser investido a partir de pactos polimorfos y perversos, sería algo así pero a lo largo de todo el año, todos sus años); y cuestionar la salud mental de ese gran sadomasoquista que fue Charles Dickens. Y mejor no hablar de toda la mística de la cuestión incurriendo en actitudes muy poco políticamente correctas. Porque ahí está ese barbado y carcajeante esclavizador de mano de obra elfa y maltratador de renos saltándose todo control aéreo y metiéndose por la chimenea en casas ajenas y sentando sobre sus rodillas a menores de edad mientras no deja de hacerles preguntas incómodas. Y ni hablemos de los orígenes primitivos y orgiásticos y saturnales. Y mucho menos detenerse a pensar en todo eso del cronológicamente imposible nacimiento del Mesías producto del acoso sobrenatural de una deidad mayor a una virgen sin #MeToo que la defienda. Y después, claro, alumbrar y dar a luz a ya saben quién: a ese que va a morir en el nombre de su padre.
DOS Cámara, acción, ¡luces! Un impulso ancestral (vencer a la oscuridad de los tiempos, convertir la a la malvada y peligrosa noche en el benéfico y seguro día) que un socio de Thomas Edison, un tal Edward Johnson, impuso en 1882 al electrificar y encender un árbol navideño rotatorio en su casa y del que los periódicos informaron extáticos. Enseguida, Edison patentó la gracia a su nombre y la Casa Blanca resplandeciente y desde entonces --con una ayuda de los publicistas de la General Electric-- el impulso familiar de ser más luminoso que la familia de al lado.
Desde allí y desde entonces, la epidemia lumínica en las ciudades españolas --cuyo presupuesto se discute primero y se admite después entre polémicas por contaminación fotónica o invitación a especies de mosquitos cada vez más invencibles-- hasta alcanzar extremos mesiánico-patológicos. Como es el caso de Abel "El Hombre de las Luces" Caballero, alcalde de Vigo. Alguien que parece una cruza entre Tesla y Scrooge reconvertido y ya desde hace varios diciembres empeñado en eclipsar las luces de Madrid primero (cuyas luces festivas se apagaron días atrás en honor y al paso de la sombría Greta por el Paseo de la Castellana) y de Manhattan después y luego hasta el infinito y más allá. Nadie cree en la Navidad más que Caballero porque él entiende a la Navidad como algo propio. Así --con diez millones de bombillas led-- la ciudad gallega con noria gigante, muñeco de nieve encendido, árbol gigante y espectáculo lumínico-musical cada treinta minutos y la capacidad hotelera de la ciudad cubierta casi al 100% por visitantes atraídos por la luz como si fuesen Pedro Sánchez negociando y llamando una y otra vez a las puertas del cielo sobre Moncloa.
Esas mismas luces de sirenas que sedujeron en el Camp Nou con una nueva entrega del clásico Barça-Real Madrid (de un tiempo a esta parte politizado y casi rehén de los independentistas radicales que prometían vivaz espectáculo a comenzar durante esos minutos muertos del entretiempo) o en los cines donde se estrenó la última de Star Wars (con su trama infantil sobre cuestiones serias). Aquí y allá, los mismos efectos especiales ya sin Fuerza que acompañe luego de tanta anticipación entre la psicosis y la conspiranoia. Así, empate entre el deseo y lo que acabó ofreciéndose para beneficio de multimillonarios que corren detrás de una pelota o a la caza de una victoria definitiva no sobre la estrella de Belén sino sobre la Estrella de la Muerte. Ya se sabe: la promesa de terminar pero el cumplido de lo que ya es la misma historia de siempre y de nunca acabar. Vidas enteras dedicadas a eso. La firme decepción de ya actuar en la más normal de las anormalidades o en la más anormal de las normalidades con los rebeldes y el Imperio y los fallos fallados o no desde Luxemburgo (el populista y cada vez más popular "¡Europa no nos quiere!") y todo eso. Los láseres de sus espadas segadoras y los lazos amarillos condenatorios y los que vuelan a bordo del Millennial Aguilucho y Messi en una galaxia aparte y muy muy lejana. Al final, la mejor parte de todas son los preliminares (los previews y previos tanto más atractivos que la película peliculera o el partido roto que adelantan) y las palomitas aleteando en la boca. Y la gente sentándose para hablar con la boca llena de español o catalán: en la oscuridad y hasta la próxima que, seguro, llegará volando y pronto en esa oscuridad donde campan tanto los que se creen iluminados como los que no pueden sino sentirse a la sombra. Unos quieren ser el alma de la fiesta que no da tregua y se la pasan gritando y brindando y cantando, otros sólo quieren tener la fiesta en paz.
Felicidades para todos y los últimos que apaguen la luz, las luces.
O mejor aún: que por primera vez de verdad las enciendan y que la luz se les haga.