El 30 de diciembre de 2004 fue a un recital de Árbol y no supo lo de Cromañón hasta unas horas más tarde, cuando salió y recuperó su teléfono celular con 72 llamadas perdidas de su mamá. Ella solo recordaba que él había ido a un show, pero no a cuál. Esa noche no lo sabían, pero ya nada volvería a ser igual. En 2005, poco después de esa noche, Nicolás Zabo Zamorano empezó a escribir lo que le pasaba cada día en un Fotolog. Historias de su vida, de su escuela, de sus amistades, durante todo un año. Ese registro literario del pos Cromañón fue la blogonovela Yo adolescente y terminó siendo un éxito de ese universo de adolescentes y tribus urbanas –que entonces se llamaban así pero ya no–, y es hoy un testimonio clave de una época de la que mucho no se habla. O de la que no se habla honestamente.

En la orfandad del rock nacional y la minoría de edad, los adolescentes quedaron presos de una lógica perversa: el Estado cortó por lo más delgado, por la veta prohibicionista, y dejó sin un horizonte de sentido a miles de chicos que iban rebotando de antro en antro para seguir a sus bandas. Con la identidad resquebrajada, con la búsqueda permanente que guía la adolescencia, Zabo se incrustó en la silla de su casa a escribir. En ese departamento pequeño, de un hijo de portería de Parque Chacabuco, con sus problemas y bajones a cuestas, creó un texto potente capaz de identificar a una masa ingente de pibes alrededor del mapa.

“Ya pasaron 15 años de Cromañón, pero seguimos sangrando esa herida. Deberíamos tener una charla honesta: qué pasó, qué mejoró. Seamos realistas: pasamos años horrendos de explotar músicos, de no poder escuchar ni ver nada. Cromañón fue un antes y un después, hasta ese momento teníamos 13 años y estábamos borrachos en Pachá, o donde sea, podíamos entrar. Y de repente, a los 16, ya cerca de la mayoría de edad, de golpe solo podíamos ir a un pelotero. Muy pocos artistas se hicieron cargo de su público menor de edad después de Cromañón: nos quedaron los recitales gratuitos a la tarde y Boom Boom Kid, que hacía shows de matinee. Pero si no era colarse en baños y esperar que no te descubriera Minoridad. Terminamos organizando fiestas clandestinas, con menores a cargo de menores. Estamos bien de pedo, podríamos estar presos”, larga Zabo de un tirón.

Todo ese registro está en la novela, esa época de las fiestas clandestinas, la exploración y negación de la realidad, los consumos excesivos y la desorientación y búsqueda de la sexualidad. Para Zabo, de algún modo, una génesis de la liberación y valentía en relación a las discusiones sobre el género que hoy llevan adelante les adolescentes: “Hoy los adolescentes van contra el género, pero nosotros nos sentíamos re valientes por pintarnos las uñas, valiente es asumir que te parás delante de tus viejos y decís: ya no soy tu hijo, soy tu hija. Es hasta tierno mostrar que nos parecía re valientes decir que éramos bisexuales.”

 

Esta historia, de la que Zabo un poco huía –“Tenía una relación tóxica con Yo adolescente”, explica–, acabó por ver la luz por Planeta en una edición en papel de casi 200 páginas, con entrada por delante o por detrás (un lado A y un lado B) porque primero llegó la llamada de Lucas Santa Ana para hacer la película y, con eso en la mano, Zabo se lanzó a pulir el texto. Hay referencias musicales por doquier como una llamada de época; los consumos pre y pos Cromañón irradian el texto.

Para Zabo, un autodenominado “músico frustrado”, la clave estaba en brindar una herramienta. Pero eso lo supo 15 años más tarde. Por entonces, dice en esta entrevista con el NO, no sabía qué hacía: “Estaba deprimido pero no lo sabía y lo negaba, y los que me escribían por la novela eran gente angustiada, deprimida, que me buscaba para una respuesta y yo no sabía qué decirle. Estaba negado de mi depresión y de cómo tapé todo en esos años”. Ahora es diferente. “No creo en paternalizar a los públicos, pero hay que hacerse cargo. Cuando tu obra sale para afuera, va a interpelar y va a generar cosas, hay que ser responsable. La depresión adolescente sigue siendo grave, los suicidios adolescentes son un tabú y esto puede ser una herramienta”, explica Zabo.

Toda esa emoción está atravesada en tu libro por referencias musicales, ¿por qué?

--La música es lo más importante de todo. Y como yo tenía muchos problemas de comunicación, la música hablaba por mí. Antes en MSN, para mostrar que estabas mal, ponías Radiohead y esa información le aparecía como en un subtexto a tus contactos. Todo eso está muy claro acá: cada capítulo tiene el espíritu de la música que lo acompaña. Y elegí que sea solo nacional para que se vea cómo era ese circuito.

Quince años después, el mismo pibe que renegaba del modo en que los adultos concebían la adolescencia o de cómo se referían a ella, entiende que poner su voz y su historia –mediada por el manto piadoso de la ficción– puede ser una herramienta, una botella al mar, una puerta entornada al diálogo entre adolescentes y sus padres. Entre adolescentes que, como él en su momento, atraviesan una época de oscuridad, de dificultades, de excesos como forma de vincularse y espantar fantasmas.

Uno de los ejes centrales de Yo adolescente, que se hizo notar con el paso del tiempo pero que siempre estuvo ahí, es la angustia y depresión juvenil. “Lo que atraviesa intergeneracionalmente es la depresión, porque la viviste o porque tenés alguien cerca que la vive. Podés sentir la historia como propia o como de alguien cercano. El libro, ahora que lo pienso y que entiendo mejor lo que hice, es una herramienta que inicia conversaciones entre padres e hijos. Yo sentía que no estaba encontrando lo que necesitaba que me digan. Fui mi propio adulto”, reflexiona.

En el libro aparece un vínculo difícil con tu papá y tu mamá... ¿te reconciliaste con el tiempo?

--Fui muy cruel, pero me reconcilié. Hay un momento de los 20 a los 30 que es ‘solucionalo, porque después sos un pelotudo toda la vida’. Salvo que hayas tenido padres de mierda, sino ya no podés culparlos para siempre. También volver a trabajar el texto me hizo entender muchas cosas de mis propios padres y de mí. Se mataron para mandarme a esa escuela cheta y me hicieron odiar ser pobre e inventarme una personalidad para sobrevivir ahí. Odiaba esa mezcla de clases. Al mismo tiempo, es lo que me formó el carácter.

¿Cómo hizo un pibe con problemas de comunicación para ser un exitoso comunicador?

--Siempre juego a lo que no encuentro para mí. En cómo las hago y cómo las haría para mí. Yo soy un ermitaño, muy mala onda, y para sobrevivir en las redes, que ya no las banco porque hace 15 años me tiraba pedos y ahora es el mismo pedo, pero en stories, entonces tengo que activar un personaje para sobrevivir en un mundo que pide ese personaje. También saqué el libro como forma de traspasar ese mundo de las redes.

Un cierre y una apertura...

--También estoy empezando a ordenarme en todo lo que debo. Hice muchas cosas: libro, tele, podcasts, música. Pero muy desordenado. Es ordenarme para cosas de la vida también. Ahora estoy obsesionado hace años con la paternidad, que me flashea, y eso en la edición 2019 del libro se ve mucho: antes era solo palo a los adultos y ahora es otra la posición.

También habrá continuidad para el libro…

--Sí, hay continuidad en otros formatos y estoy ordenando todo lo que tiene que salir y cómo saldrá. Laburo desde hace 15 años para vincularlo y ver cómo creo un universo con todo lo que fui haciendo: si la gente es curiosa tiene para divertirse, para buscar las conexiones en la web, con los podcasts y con todo lo que vendrá.