Texto y fotos de Guido Piotrkowski

“Por ahí, acá somos callados, sumisos, vivimos en los cerros, estamos en el campo. Cuando venimos al pueblo a buscar mercadería hablamos lo justo y necesario, pero para carnaval todo se transforma, nos olvidamos, no tenemos vergüenza, cantamos, hacemos todo lo que no podríamos hacer durante el año. Hay que sacar el diablo”, teoriza doña Teófila Urbano, integrante de la Comunidad Colla de San Antonio de los Cobres. 

La fiesta, originada durante la imposición de la cuaresma previa a Semana Santa, caló hondo cuando llegó el norte argentino. Se entreveró con el culto a la Pachamama y los ritos de la abundancia que se celebraban luego de las mingas, cuando los pueblos unían fuerzas para levantar la cosecha y al terminar se despachaban con un fiestón.  Si en agosto se pide por la siembra, febrero es tiempo de cosechar y agradecer. De celebrar y dejar a un lado las preocupaciones mundanas. De cantar, beber y bailar. 

Guido Piotrkowski
Un grupo de copleros entona y recupera las típicas coplas de la Puna.

COPLAS Y DESTIERRO Suenan las cajitas copleras, acompañan los erkenchos y cornetas. Un grupo de copleros forma una ronda, entona unos versos en medio de un baño de espuma. La fiesta comienza aquí, en lo alto de un cerrito, en la última curva de un camino zigzagueante que asciende hasta los 3750 metros y desemboca en San Antonio de los Cobres, corazón de la Puna salteña. Está más fresco de lo que uno suponía, acá arriba, donde el sol castiga. 

Los músicos se acercan lentamente, sin dejar de tocar, cantar ni bailar, hacia la apacheta donde se hacen ofrendas a la Pachamama. Dan vueltas y más vueltas, hasta que comienza la ceremonia. 

“Cuando no había luz corriente, no había radio, no había nada, la música era esto: el erkencho, la caja, la corneta, la flauta. Era la música que se bailaba por todos lados, la que se oía en los cerros”, dice don Lucerito Faldeño, sombrero de ala ancha, poncho rojo, cajita coplera en una mano, y erkencho en la otra. Don Lucerito es oriundo de Iruya y se ocupa de formar grupos de copleros en diversos rincones de la provincia, como el que llegó ahora desde Nazareno, Santa Victoria e Iruya. 

“Con las coplas expresamos nuestro sentimiento, nuestro estado de ánimo. Si estamos contentos, tristes, lo que pasamos, lo que perdimos durante el año, que es lo que queremos. Con la copla, la gente se enamora, se casa”, apunta Teófila, una de las organizadoras del Encuentro Integración Intercultural, que fusiona el carnaval y la tradición coplera, emponchada y con sombrero de fieltro. 

Pero la fiesta, en realidad, todavía no comenzó: para arrancar oficialmente el carnaval, hay que desenterrar el diablo. Y hacia allá vamos, al sitio donde se reúnen las comparsas de la Comunidad Colla de San Antonio de los Cobres, que a modo de bienvenida ofrecen un locro pulsudo (poderoso), el potaje perfecto con vistas a la extensa jornada carnavalera que sigue en este paraje indómito. 

Miguel Siarez es el cacique de la Comunidad Colla de San Antonio de los Cobres, desde hace 20 años que los representa en la provincia de Salta. “Hoy es un día especial, llega el carnaval y las comunidades se ponen de fiesta. Los que están con sus ovejas, sus llamas, dejan sus quehaceres y preparan sus cajas, sus coplas. Los hermanos de distintos lugares vienen acá a compartir, disfrutar y desenterrar el carnaval. Se chaya y se agradece a la pachita por todo lo que nos ha brindado, para que haiga alegría; que niños y grandes puedan divertirse sanamente con las coplas, la danza, la nieve, la serpentina, el talco, el papel picado”, comenta Siarez, el jefe de piel curtida por el sol puneño, que viste zapatillas, jean, buzo y el típico gorro de fieltro norteño. 

El canto con cajas, las coplas, el erke son el sello de origen de este carnaval. Pero también hay comparsas como Los Lirios Rojos, que están festejando sus 50 años, Los Alegres de la Puna y los Corazones Alegres, las más tradicionales del pueblo. “Acá se ha mantenido esa costumbre, no solo con las cajas, sino con los bailes típicos como el carnavalito, que es algo nuestro, de la Puna, y también mucho la saya, que es del altiplano. Es un poco mezclado, una parte nuestra y otra parte de los hermanos de Bolivia”. 

Cerca de las tres de la tarde llega la hora del desentierro. Los integrantes de la Comunidad Colla, los copleros y los invitados se reúnen en esa apacheta festiva, decorada con serpentinas, rodeada ahora de bebidas, cigarros y coca. “¡Hemos venido a cosechar nuestro choclo! ¡Nuestras habas! ¡Pasto, que haiga pasto, así podremos comer cordero, llama, chivo! ¡Queremos agua, Pachamama santa tierra! Antes de comenzar vamos distribuir un poquito de albahaca, para perfumar el carnaval. Vamos a salir todos empolvados, vamos a bailar seis días. ¡Que viva el carnaval!”, grita el encargado de iniciar la ceremonia. Y vuela el talco, el papel picado y la serpentina. Y cada quien hace su ofrenda, mientras los copleros dan rienda suelta a sus cantos y los carnavaleros bailan y se embadurnan la cara con pinturas de colores y la cabeza con talco. Nadie queda a salvo: el juego es parte de esta fiesta que acaba de iniciar, que continuará hasta el Miércoles de Cenizas y finalizará hoy domingo con el entierro del diablo. 

Guido Piotrkowski
La comparsa Apatamas desfila por el corso en el centro de San Antonio.

DOMINGO DE INVITACIONES La mañana está fresca, de a ratos se nubla, de a ratos llueve, de a ratos sale el sol, así es el clima en la puna. El pueblo se recupera del fiestón de anoche y el movimiento recién se ve a mediodía. En la céntrica calle Zavaleta se ultiman los detalles para el corso de esta noche. Tiempo atrás no había corsos por aquí, y la fiesta consistía solo en ir de casa en casa, a las típicas invitaciones donde las comparsas son convidadas para tocar, bailar y beber hasta que no quede nada. “Se sigue saliendo pero menos, está limitado porque a la tarde tiene el corso”, se lamenta Teófila. De todas maneras, por la tarde habrá diversos convites: solo hay que preguntar, y buscar por dónde andarán. 

La Comunidad Colla también invita y los primeros en llegar son Los Lirios Rojos, la comparsa que cumple sus bodas de oro, a la que pertenecen el cacique Siarez y Teófila. Llegan bailando, de a pasitos, desde el centro del pueblo, blandiendo su estandarte. Los chicos bailan saya o caporal, la danza folklórica que llegó de Bolivia y que pegó fuerte entre los más jóvenes de acá: tiempo atrás no se veía tanto pero hoy en día gran parte de las comparsas bailan caporal. 

En la otra punta del pueblo, en un barrio de casas de adobe, la comparsa Los Pegajosos participa de una invitación. Se destacan de las otras por sus disfraces, hay muchos diablitos, brujas fantasmas y arlequines, que bailan en el patio de la casa, al ritmo de los vientos de la banda Los Soñadores. Sergio Cruz es el líder de esta agrupación con trompetas, saxo y trombones, integrada por pibes de la banda municipal. “El carnaval es todo: alegría, pasión. Te despega de las cosas malas del año, te desenchufa, bailas, te divertís. Es algo impresionante”, define Sergio. 

Unas casa más allá hay otra invitación. Es en el mojón de los Apatamas, una comparsa con vistosos atuendos de indios, diseños precolombinos, plumas en la cabeza y caras pintadas. La música está bien alta, hay guerra de pinturas, vuela mucho talco y más espuma, abundan los vasos de fernet gigantes y las botellas de cerveza. Todos están en su mundo, machados (borrachos) en su elixir carnavalero. 

Mientras tanto con la Comunidad Colla la fiesta y las invitaciones se suceden, el sitio está bien concurrido. Y así llegan, juntas, dos comparsas que se cruzaron por las calles del centro, camino hacia aquí: Los Viejitos Piolas y la murga Los Corazones Alegres. Elba Carral es la presidenta los Corazones Alegres, que llevan 40 años carnavaleando y visten de celeste y blanco. “El carnaval es un momento de alegría y diversión, de bailar y jugar. Nosotros los vivimos con muchas ganas, dejamos todo en la murga. Capaz que uno saca ahora todas las emociones escondidas ¿no?”, reflexiona Elba, con la cara entalcada en medio del jolgorio. 

Daniel Alejandro Calpanchay es el “cacique” u organizador de Los Viejtos Piolas, una comparsa más joven, de unos diez años. “Nosotros renovamos lo que hacían nuestros ancestros, tenemos disfraces individuales y cada uno se viste a su manera –explica el hombre, cara empolvada, vestido con un atuendo rojo–. El carnaval es diversión, es un momento en el que dejamos las cosas malas, nuestras preocupaciones diarias, soltamos nuestra alegría, nos divertimos, bailamos, hacemos reír a la gente. Esa es la diversión andina. Tirar la mala onda, soltar las penas. Ese es nuestro carnaval”.

Guido Piotrkowski
Desentierro del Diablo en la Comunidad Collas Unidos.