UNO
Cuando escuchó los disparos ya era tarde. Arturo Moreno, un hombre rutinario, de cabeza calva y mediana estatura, dueño de un bar, ubicado a pocas cuadras del centro, creyó ver, en ese chico menudo que hacía más de una hora se había sentado al fondo, en el sector de los fumadores, algo extraño, que no alcanzó a precisar. ¡Qué iba a imaginar que, sin motivos aparentes, sacaría un arma, y le dispararía tres balazos a otro muchacho sentado a tres mesas de allí! Con los ojos clavados como una esfinge, el eterno repasador detenido en una curva del tiempo, vio con pasmo brotar la sangre del cuerpo de la víctima mientras el matador huía.
DOS
La tarde es gris y una llovizna impalpable va cayendo sobre el abrigo de Antonio Pereyra que va a tomar su turno a la policía.
Entra a la jefatura por calle Santa Fe, saluda al guardia, intercambia algunas palabras con algunos que se cruzan y sigue su camino.
Antonio Pereyra es subcomisario de Robos y Hurtos desde el año setenta. Alto, flaco, personaje reservado, ha logrado pasar dos dictaduras y veinte años de democracia por una carrera de ascensos.
Es cierto que nadie lo ha acusado formalmente ‑tal vez por favores mutuos o simple desidia‑ de algún delito de aquellos años aberrantes, pero a nadie le caben dudas de que siempre estuvo en el ojo de la tormenta
Cruza un inmenso patio gris, al que dan las tres plantas del enorme edificio, sube por la escalera de pasamanos de hierro negro y llega al primer piso. Cuando entra al despacho, una sala grande con piso marrón de pinotea, varios tubos fluorescentes y un ventanal que da a la avenida, dos o tres ayudantes lo saludan.
Antes de que Pereyra llegue a su escritorio, Rubén Osorio, un rubio de pelo ondulado y sonrisa fácil, mas parecido a un empleado de seguros que a lo que realmente es, un policía dispuesto a calzarse las ristras de cartuchos en bandolera y salir en operativo, se adelanta y le alcanza dos carpetas.
El comisario se acomoda en el sillón, piensa un rato en la mujer, en el hijo que lo ha venido a visitar el domingo y después se hace preparar un café por un empleado que acaba de llegar con una bandeja en la mano. Se pone los anteojos, lee dos líneas y le dice al ayudante:
‑A ver Osorio. ¿Por qué no me alcanza las fichas dactilares de ese muchacho que mataron el domingo?
Rubén va a buscarlas al cajón de otro escritorio y enseguida se las alcanza.
‑Aquí las tiene.
Pereyra las mira con distracción, se pone de pie y camina tres, cuatro pasos en dirección a una mesa de madera robusta ubicada contra la pared. Un rincón que contrasta con el resto porque allí se ubican dos pantallas de computación con entradas a un banco de datos.
Pereyra le extiende las fichas dactilares y un legajo flaco a un muchachito morocho de cara regordeta, de maneras nerviosas llamado García quién al recibirla comenta:
‑¡Ah sí, ya lo estuve viendo con Osorio!
‑¿Alguna novedad?
‑Lo de rutina, aunque... ‑se le falseaba la voz.
‑¿Aunque qué?
‑No nada...no podría ser...debe haber un error.
‑¡De qué error me está hablando García! Ustedes me hicieron poner eso ‑señala la computadora‑ y ahora me habla de errores.
‑El caso son los documentos ‑transpiraba.
‑¿Son falsos?
‑No, no es que sean falsos. El número coincide, la persona también, las huellas lo mismo, hasta el domicilio, pero...cómo le diría.
‑Hable, hable.
‑Esta persona está muerta ‑las palabras le salieron ahogadas.
Pereyra lo mira atentamente, golpea dos veces la carpeta en la palma de la mano, cabecea y, finalmente, ladeando su cuerpo, sonríe con ironía buscando complicidad.
‑No me entiende inspector. Quiero decirle que esta persona aparece ya como muerta hace treinta años. ‑el muchacho recobra la seguridad como la de un expediente.
‑Bueno, no me haga perder más tiempo y verifique si ese aparato anda bien ‑le contesta Pereyra resignado y vuelve a su escritorio.
Esa mañana el comisario debe hacer una serie de diligencias fuera de la Jefatura. A eso de las diez visita al Juez Tessera, a cargo de un publicitado crimen de hacía dos meses. Almuerza al mediodía en un bar de la estación de ómnibus, habla con dos quinieleros amigos y, a eso de las dos de la tarde, regresa a su despacho.
Mientras toma café, se distrae mirando una mujer madura que pasea su perro por la vereda de enfrente; en ese momento se acerca García con el expediente de la mañana e intenta por dos veces llamarle la atención.
Por fin Pereyra se da cuenta.
‑¡Ah, sí! ¿Qué pudo averiguar? ¿Se cayó el sistema? ‑le dice con ironía. ‑Nada de eso, todo en orden ‑le responde con mayor seguridad.
‑¿Cómo puede estar todo en orden, García, si usted esta mañana me dijo que esa persona había muerto hacía veinte años?
El empleado, inexplicablemente logra mantener su compostura.
‑Así es. Consultamos otra vez los archivos para verificar que no había ningún error de tipeado, pero todo lo confirma. Es la misma persona.
Pereyra se lo queda mirando intrigado, a la espera de una conclusión, pero García está mudo, como frenando algo que temiera añadir.
‑¿Bueno? ¿Y qué más?
‑Hay algo... y le vuelvo a repetir que no son errores de información.
‑Bueno, hable. Diga lo que tenga que decir.
‑Se trata de Oscar Echagüe, le decían el Mono, un desaparecido de la dictadura.
Pereyra endurece los rasgos y el tiempo se vuelve cera.
TRES
Mercedes Romero es una viejita, de no más de metro cincuenta de alto, que vive en los suburbios de Villa Moretti. Su casa es una de esas que le dicen "chorizo" donde las piezas se alinean unas detrás de las otras dando a una galería. El frente es un tapial con rejas, y un jazmín y un limonero asoman el ramaje desde arriba. Al fondo hay un gallinero y una pequeña huerta de donde la viejita saca lechuga, zanahorias, calabazas y, si no llega a haber heladas, hasta unos tomates redondos y pintones.
Doña Mercedes vive allí desde pequeña y ha visto crecer los árboles, las casas y el pavimento, desde siempre. El sonido del viento, las sombras, el canto oportuno de los pájaros le son tan familiares que teme alguna vez dejarlos.
Por la mañana temprano, si es verano, o a eso de las diez en el invierno, sale a barrer la vereda y mientras limpia saluda a los vecinos al pasar.
Aquel que besa a la mujer y se despide es el José al que lo conoce desde chico, amigo del Tomás, ingeniero, cree, de esa fábrica que está al otro lado de la ciudad. Ese otro que llega en el auto con seguridad es el Hugo que viene a visitar al padre, ¡El más amigo de Tomasito!
Al mediodía se va a hacer las compras, a la verdulería de la esquina o a la despensa de Don Javier que le queda a la otra cuadra. Lugar de reunión donde las vecinas hablan de la humedad y del tiempo, y hasta de los decires de tal o cual político.
Hace años, cuando las palabras escaseaban, ese lugar de aroma a queso, yerba, miel y azúcar, le sirvió de refugio. Porque desde aquella noche desesperada en la que se lo llevaron a su hijo, Doña Mercedes no tuvo paz y Don Javier siempre la supo escuchar.
‑¿Qué se cuenta por la Capital, Doña Mercedes? ‑un día, por el setenta y pico le preguntó sin dejar de atender a las demás clientas que se habían reunido en la mañana fría.
‑Y, no dan respuestas.
Y todos sabían lo que era no dar respuestas, porque nadie olvidaba aquellas noches y las ráfagas de miedo.
Por eso doña Mercedes, ahora que Don Javier le está pesando azúcar suelta, mientras le dice un piropo, recuerda todo aquello con entrañable tristeza.
Porque el almacenero, con el infaltable lápiz prendido a la oreja, con el escaso pelo blanco cubriéndole las sienes y el guardapolvo celeste, le sonríe, siempre lo ha hecho, y, de esa manera nunca la abandonó.
‑¿Y que le dijo el médico? ‑le pregunta ahora.
‑Y que me va a decir... achaques de vieja.
‑¡Vamos doña Mercedes, no se queje! ¡Muchos querrían estar como usted!
El almacenero desatiende el dial de la balanza y se acerca al mostrador oscuro apoyando todo su cuerpo redondo para que las otras clientas no lo escuchasen.
‑Me contaron una... ‑le dice con picardía y se corre para agregar con la cuchara otros gramos de azúcar‑ que la vieron conversando enfrente de la gomería.
‑¡Hay Javier... a mis años! ¡No me haga chiste!
‑¡Ah! No sé, no sé ‑se hace el desentendido.
Ambos se ríen de buena gana y después Doña Mercedes saca un billete de cien pesos prolijamente doblado desde un pequeño monedero, le paga y se despiden hasta el otro día.
Cuando ella se va, las vecinas comentan lo bien que se la ve.
Pero lo que le preocupa a Don Javier es otra cosa. Ya por el 81, el 82 lo habían hablado francamente. ¡Cómo no iba a escucharla si el Tomasito, de chico, se la pasaba jugando en su casa con su hijo más grande!
Fue un domingo por la mañana, antes del alboroto del pan y de las facturas que le había preguntado sobre las rondas de la plaza. Ella le contó que los militares no le daban respuestas mandándolas de una oficina a otra. Que se hacían los distraídos y que eran todos unos cínicos y mentirosos porque las madres sabían muy bien que ellos se los habían llevado. Ese día hablaron bastante hasta que aparecieron las primeras clientas.
El tiempo después pasó como una ráfaga pero nunca le había dejado de preguntar por Tomasito recibiendo siempre la misma respuesta: si con vida se lo llevaron con vida debían traerlo.
Don Javier cada vez que la escuchaba se sorprendía por su tenaz persistencia. Al fin de cuentas, pensaba, era una madre y nunca iba a resignarse.
Aquello había ocurrido hacía muchos años y las charlas durante la democracia se habían ido espaciando hasta el punto que las preguntas y las respuestas parecían anuladas. Sin embargo, desde hacía dos meses a Don Javier le preocupaba otra cosa. Doña Mercedes se había ido ensimismando como lo había hecho por la época en que había desaparecido su hijo. Pero, esta vez, de una manera extraña, como si escondiera a gritos un secreto. Por eso al almacenero se le había ocurrido la broma de haberla visto acompañada.
Hasta que un día, un año antes de los hechos relatados al comienzo de esta historia, la abuela se animó a contarle algo. Y fueron tan solo dos palabras porque ya caía gente al almacén. Don Javier recordaba las palabras y recién ahora se daba cuenta de que se lo había dicho todo. ¿Por qué le había costado tanto comprenderlas?
"Volvió Tomasito" le dijo y antes que las demás mujeres hicieran los pedidos, agarró la bolsa de los mandados de arriba del mostrador y se largó a mudar.
Don Javier meditó largamente lo que le dijo; con la mujer, mientras acomodaba cajones de aceite en el sótano, con un amigo, jugando a las bochas en el club del barrio, pero no llegó a ninguna conclusión.
Un domingo, después de un asado, mientras jugaba a las cartas con su cuñado y el mayor de sus sobrinos, llamaron a la puerta. Con esfuerzo, Don Javier se puso en pie y dijo dos palabras, como que el partido estaba liquidado, y fue a atender.
Era doña Mercedes que le hacía señas a la vera de un árbol para hablar en secreto. Con rapidez le dijo que fuera a su casa que el Tomasito quería verlo. Las palabras lo sacudieron, pero, sin embargo, enseguida se repuso y le dijo que iría por un abrigo.
Cuando la mujer lo vio entrar adivinó lo que había sucedido. Lo acompaño a la pieza y le eligió un chaleco. Don Javier, con las nalgas hundidas en el colchón de la cama de elásticos, estaba derrotado. La mujer, lejos de desalentarlo, le dijo que fuera, que mientras tanto ella se ocuparía de las visitas.
Doña Mercedes, pequeña y arropada, no se había movido del árbol ni de la ronda de un cuzco que había permanecido a su lado.
Caminaron uno al lado del otro. Ella con un paso nervioso y trastabillado, don Javier, chueco y pesado, restregándose las manos.
Al entrar a la bocacalle, don Javier observó un farol bamboleante de la otra esquina que dejaba en sombras la ochava sur, la casa de doña Mercedes, y un líquido pegajoso y frío le impregnó la espalda, las axilas y el cuello.
Al llegar, doña Mercedes sacó con rapidez una llave larga y oscura del monedero y la metió en la cerradura. Dio una vuelta, se demoró en la segunda, hasta que la puerta se abrió como con una queja.
‑Debe estar en su pieza ‑dijo ella‑ vaya a la cocina que ya le aviso.
Don Javier avanzó a tientas entre sillones de felpa y muebles antiguos guiado por una luz del fondo.
Sentado, con sus manos apoyadas sobre una mesa de madera, aguardó con paciencia. La voz de doña Mercedes sonaba en sordina desde la habitación de al lado. Dos mecheros azules calentaban la cocina. Escuchó unos pasos, el corazón le dio un vuelco, apareció Tomasito y se puso de pie, estaba consternado.
Fragmento de la novela El comisario Pereyra, que se presentará en Biblioteca Argentina el próximo 17 de marzo a las 18, coincidiendo con la Semana de la Memoria. El autor estará acompañado por Sebastián Riestra (poeta y periodista), Horacio Vargas (escritor y periodista) y Miroslav Scheuba (poeta).