Un año atrás, cuando el 2018 empezaba a despedirse, el periodista de este diario Horacio Bernades caracterizó al cine argentino como un “monstruo de dos cabezas”
. La definición es extensible a lo ocurrido durante 2019. Una cabeza corresponde a las políticas tendientes a la concentración, el favorecimiento a los principales conglomerados nacionales e internacionales y el menosprecio a las producciones más pequeñas adoptadas por el Instituto Nacional de Cine y Artes y Audiovisuales (INCAA) bajo la presidencia de Ralph Haiek, quien presentó su renuncia una semana antes de la asunción de Alberto Fernández para “facilitar las tareas propias de la transición”, según la carta enviada por él al Poder Ejecutivo y al por entonces Secretario de Cultura Pablo Avelluto. Es casi milagroso que la otra cabeza todavía esté erguida en ese contexto. Porque más allá de la concepción de la gestión saliente del cine como mercancía antes que como expresión cultural y artística, la cosecha 2019 volvió a demostrar que en la Argentina hay mano de obra altamente calificada, capaz de mantenerse a flote y entregar no menos de una veintena de películas de muy buenas para arriba.
Las guerras del cine
La gestión Haiek (primero como vice del Instituto; luego, desde abril de 2017, como Presidente) estuvo atravesada por los enfrentamientos con todos los sectores del ala independiente del universo audiovisual nacional. Con los productores, porque las demoras en el pago de créditos y subsidios, sumado al atraso del costo promedio pautado por el Incaa –cifra base para el cálculo de dinero a entregar–, volvió al acto de filmar una tarea tortuosa. Si bien los números oficiales señalan una cantidad similar de rodajes al promedio del último quinquenio, la mayoría corresponde a proyectos aprobados varios años atrás que recibieron una suma de dinero cuyo valor original se licuó por los efectos de la inflación y las múltiples devaluaciones, obligando a los realizadores a reducir el periodo de rodaje a entre tres y cuatro semanas cuando lo ideal sería no menos de seis. De allí que durante 2019 hayan pasado por la cartelera una cantidad preocupante de películas desprolijas, con un visible inacabado técnico, escénico y narrativo producto del apremio.
La relación con los distribuidores también estuvo lejos de la armonía. A las dificultades crónicas para conseguir salas de calidad para sus lanzamientos, el incumplimiento de la cuota de pantalla (un mecanismo que obliga a cada sala a estrenar al menos una película argentina por trimestre) por parte de las principales cadenas de exhibición y el pago en dólares del VPF (una tasa para solventar la digitalización de las salas), se sumó la modificación de la Resolución 981/2013, que establecía un premio incentivo para las empresas que distribuyan al menos ocho películas argentinas anuales. Esto ocurrió cuando el Incaa incorporó dos artículos a la norma original a través de la Resolución 1515/2019, publicada en el Boletín Oficial el 16 de octubre. El que más preocupa al sector es el 8° bis, que desde el 1° de enero impone una “rendición de los montos que se liquiden bajo este concepto dentro de los sesenta días de su percepción”.
Manuel García, dueño de la distribuidora Cine Tren y presidente de Cadicine, la Cámara que nuclea a veinte empresas locales e independientes del rubro, habló en varias entrevistas sobre el error conceptual que implica pedir rendición de un premio. “La Resolución 981 se creó con la intención de que haya más y mejores distribuidores para un tipo de cine que no genera ingresos por taquilla. Nosotros usamos ese premio para pagar gastos del estreno y nuestros gastos operativos. Este formato nuevo impide que de ese dinero podamos tener algún ingreso o pagar nuestros propios gastos”, había explicado García. Según afirmaron desde esa entidad, la medida atenta especialmente contra las siete distribuidoras dedicadas únicamente al lanzamiento de títulos nacionales, a las que les resultará imposible “continuar con su actividad en un escenario adverso donde la taquilla resulta insuficiente para sostener la labor detrás de cada lanzamiento”.
La exhibición de producciones nacionales tampoco atravesó su mejor año. El último eslabón de la cadena audiovisual es el más problemático para un cine al que, salvo que esté Darín, Francella y/o Suar, le cuesta cada vez más encontrar espacios para mostrarse. Pero la causa no es tanto la desidia de las principales cadenas de salas, que como empresas están en su derecho de perseguir el lucro antes que la curaduría artística, sino la ausencia de políticas públicas destinadas a solucionar de raíz el problema. En ese sentido, hace años que el Incaa apunta sus cañones al aumento de la oferta antes que a la generación de una demanda genuina: imposible filmar más de 200 películas al año sin pensar cómo y dónde se ven. Y también en quiénes las ven. Al cine argentino le iría mejor con la puesta en marcha del tan mentado circuito alternativo con salas confortables, entradas a precios razonables y equipamiento técnico adecuado. Y mucho, muchísimo mejor si se sumara una laboriosa formación de audiencias que empiece por la práctica y enseñanza audiovisual en todos los escalafones del sistema educativo.
Bien parece saberlo el flamante presidente del Instituto, Luis Puenzo, quien durante la entrevista con Página/12
reconoció que “muchas de las gestiones anteriores del Incaa entendieron que las películas terminaban cuando llegaban a copia y no entendieron que terminan cuando se estrenan, o incluso después”. En un contexto donde las pantallas escasean (hay alrededor de 900 desde hace dos décadas, cuando en el mismo periodo se duplicó el total de espectadores), la pérdida del BAMA Cine Arte fue uno de las manchas más negras del año. Ubicado en Diagonal Norte y Corrientes, uno de los pocos lugares disponibles para el cine argentino, que también estrenaba películas de autor de todo el mundo, apagó sus proyectores a principios de julio debido a los desorbitantes costos operativos, dejando huérfanos a varios títulos con estrenos pautados allí. Como refugios se mantienen el Malba, la inoxidable Sala Lugones del Teatro San Martín, el Cosmos y el Gaumont, que pese a sus constantes clausuras por “mejoras edilicias” sigue siendo el mascarón de proa de la exhibición de cine argento.
Envejecimiento
Mientras tanto, el cine comercial sigue viviendo en un mundo paralelo. En marzo de 2018, el periodista especializado en marketing cinematográfico Mariano Oliveros decía a este diario que “el grueso del público del cine argentino, según estudios internos de productoras, son mujeres y parejas de 35 años para arriba, pero los que llenan las salas, los que ven películas de terror, superhéroes o animación, son adolescentes y familias con hijos chicos: de ahí que el 70 por ciento de espectadores pertenezca a estos últimos grupos”. Las producciones argentinas de aspiraciones masivas, lejos de adaptarse a ese nuevo escenario, vienen repitiendo rostros que año a año acumulan más arrugas. Son las mismas figuritas desde hace dos décadas: Ricardo Darín, Adrián Suar, Guillermo Francella, Valeria Bertuccelli, Diego Peretti y, siendo generosos, Luis Brandoni, todos hombres y mujeres de, en el mejor de los casos, 50 pirulos para arriba.
Darín está a dos o tres películas de hacer de abuelo y, sin embargo, entre las nuevas generaciones no asoma nadie con su magnetismo ni su carisma. Lo que no significa que falte talento, como bien demuestran Peter Lanzani y Ricardo “Chino” Darín. Pero de allí a conectar con el público hay un largo trecho. Con su enorme capacidad para generar “estrellas” –o por lo menos, visibilidad mediática–, la crisis creativa de la televisión argentina, cuyas ficciones presentan como “novedosas” temáticas que los millennials conocen hace años, y las nuevas formas de consumo asoman como posibles explicaciones para el “envejecimiento” de un ala comercial que no hace demasiado para seducir al público joven. Porque, ¿cuántos espectadores ocasionales de veintipico o treinta años, de esos que van al cine cada tanto, pueden sentirse atraídos por el póster de El cuento de las comadrejas, que con sus cuatro protagonistas –todos de entre 70 y 80 años– mirando de frente al espectador parece diseñado con el mismo molde que el de una comedia costumbrista de la década de 1980? Para sobrevivir, además de un fuerte respaldo estatal, el cine argentino –el comercial, pero también el independiente– necesita repensarse en su contexto.
Concentración
La de Juan José Campanella fue la segunda película nacional más vista del año, con 564 mil espectadores, muy por detrás de La odisea de los giles, que con 1,8 millones de tickets ocupa el primer lugar del podio. Si a ellas se suman las performances de 4x4 (317 mil entradas), No soy tu mami (218 mil) y La misma sangre (90 mil), se obtendrán casi tres millones de entradas. Una cifra nada despreciable, a no ser porque debajo hay doscientos títulos que, sumados, llevaron 400 mil espectadores, según estadísticas de la consultora Ultracine. Es decir, solo ese quinteto vendió más del 80 por ciento del total del cine nacional, replicando así el modelo de híper concentración presente en todas las esferas cartelera comercial (vale recordar que las veinte películas más taquilleras del año cortaron 27 de las 46 millones de entradas vendidas durante 2019).
En ese “sálvese quien pueda” que ocurre debajo del Top 5 se ubican las películas más destacadas del año. La Argentina podrá tener años mejores o peores, pero sigue siendo una de las pocas cinematografías del mundo capaz de entregar anualmente no menos de 20 o 30 títulos de calidad, todos muy distintos y, felizmente, en su mayoría a cargo de realizadores y realizadoras jóvenes. Como por ejemplo Las buenas intenciones, ópera prima de Ana García Blaya (40), que con la historia centrada en el vínculo de su padre y sus hijos en vísperas de la mudanza de estos últimos a Paraguay junto a su madre abraza con nobleza y honestidad la emoción genuina, ese sentimiento que una buena porción del cine local desprecia. O también Los miembros de la familia, segundo largometraje de Mateo Bendesky (30), cuyo punto de partida (dos hermanos yendo a la costa fuera de temporada para dejar los restos de su madre recientemente fallecida) mil veces recorrido no le impide construir personajes llenos de matices y cuyos silencios dicen tanto o más que las palabras.
De viajes y conflictos familiares se conforma Sueño Florianópolis, en la que Ana Katz (44) vuelve a trabajar con las expectativas y el inconsciente colectivo de la clase media porteña a través de un relato no exento de humor filoso, que aborda el viaje a la ciudad brasileña del título de un matrimonio en crisis y sus hijos adolescentes. Los problemas de pareja y familiares son uno de temas predilectos de la directora de Los Marziano y Mi amiga del parque, así como también el eje La afinadora de árboles. El tercer largometraje de Natalia Smirnoff (47) luego de Rompecabezas y El cerrajero está protagonizado por Clara (Paola Barrientos), una reputada escritora de literatura infantil cuyo éxito laboral es inversamente proporcional al malestar interno causado por algo que ni ella sabe bien qué es. Ni ella ni tampoco la película, que en lugar de entregar soluciones sencillas prefiere plegarse a esa deriva para registrar sus intentos por descubrir la salida de ese laberinto personal.
Baldío es mucho más que el último, extraordinario trabajo de Mónica Galán –fallecida a principios de este año– en la pantalla grande. Es también una de las mejores películas de Inés de Oliveira Cézar (55), quien, al igual que Smirnoff, explora la vida íntima de una mujer laboralmente exitosa. Galán es una reputada actriz cuyos premios y reconocimientos son nada al lado de la desgracia de un hijo adicto cuya recuperación está lejos de concretarse. Entre timbrazos nocturnos y discusiones con un padre poco presente, Baldío moldea un drama demoledor y desesperante sobre la maternidad y su relación con el mundo laboral que, involuntariamente, adquiere nuevas resonancias con la muerte de Galán. Otra madre es el personaje central de De nuevo otra vez, el más que atendible debut en la realización de la dramaturga, escritora y actriz Romina Paula (40). Es de esperar que de aquí en más haya que adosarle “directora de cine” a ese CV, en tanto esta cruza entre ensayo, relato intimista y reflexión filosófica es una de las películas más personales del año.
Lo mismo puede decirse de Las facultades. Allí Eloísa Solaas filma a decenas de estudiantes de universidades públicas rindiendo examen oral, esa instancia donde se conjuga sabiduría, puesta en escena y todos los temores del universo. Como en todo buen documental, la directora presta atención a cuestiones en las que pocos se han fijado. Cuestiones a priori infilmables, como las formas de aprendizaje y la transmisión del conocimiento. Pera Solaas no solo las filma sino que con ellas arma un fresco social que excede ampliamente el marco académico en el que transcurre. Imposible no pensar en los vínculos clasistas, en la importancia de la legitimación ante un tercero y, sobre todo, en el rol fundamental del Estado como constructor de sentido. Es justamente el Estado el que muestra su peor faceta en La visita. Cultor de la observación no intrusiva mediante una cámara-mosca que ve y escucha todo, el director Jorge Colás (Parador Retiro, Los pibes) muestra la lucha de las mujeres que van de visita al penal de Sierra Chica con un respeto encomiable y colando apuntes sobre la violencia institucional, la tenacidad espartana de quienes esperan, los prejuicios de los vecinos, la solidaridad de clase y de género y algunas historias de vida que, de aparecer en una ficción, más de uno catalogaría de imposibles.
Y la lista podría seguir hasta ocupar la mitad de las páginas de esta sección. Porque durante 2019 también se estrenó Badur Hogar, de Rodrigo Moscoso, que logra la alquimia de aunar la universalidad de un género clásico (la comedia romántica) con las dinámicas particularidades de la ciudad de Salta, donde transcurre la historia de un treintañero sin rumbo que conoce a una porteña que moverá los endebles cimientos de su vida. Y Muere, monstruo, muere, el thriller fantástico dirigido por Alejandro Fadel y ambientado en la Patagonia que combina truculencia, estética clase B y la idea de lo terrorífico como condición fundante, casi metafísica, antes como consecuencia de una situación particular. O Breve historia del planeta verde, de Santiago Loza, premiada en la Berlinale. Y La deuda, de Gustavo Fontán, donde ya desde el título queda claro que un problema personal puede reflejar también un conflicto económico-social.
A contramano de casi todo van Atenas y Stand up villero. La primera es una ficción en la que César González retoma la herencia de las primeras películas de José Celestino Campusano para mostrar, sin un ápice de condescendencia ni miserabilismo, las problemáticas de los sectores y barrios marginales. De esos lugares provienen los tres humoristas del documental de Jorge Croce, quienes ponen patas para arriba gran parte del ideario blanco y clasemediero del humor argentino en particular y de todo el cine nacional en general. Ese cine que, contra viento y marea, sigue escribiendo su propia historia.