“Hay algo que establece una relación muy concreta entre la historia reciente de la Argentina y la de Argelia y son las técnicas de tortura y de desaparición de personas aplicadas en ambos países. La desaparición de esos cuerpos, de su memoria, de sus nombres en algunos casos. Cuando la política hace algo así, genera una situación muy desestabilizante para el presente de ese país y para su futuro.” Aunque no lo parezca, en el estudio de la radio France Culture se habla, una noche del pasado enero, bajo el sugerente título de “Arqueología del secreto familiar”, de dos novelas. Acaban de ser publicadas en Francia hace pocos días y los dos volúmenes comparten una mirada y un momento histórico: la década de los ´70 en la Argentina. Una de ellas se titula Thèa y reconstruye los zarpazos del terrorismo de Estado argentino y sus huellas incluso allá por la París del año 1980. Su autora se llama Mazarine Pingeot y es la hija extramatrimonial del aún idolatrado ex presidente François Mitterrand.
“Hace mucho tiempo que me interesa la Argentina, sobre todo a partir de un libro que me fascinó, A veinte años, Luz, de Elsa Osorio”, señala Mazarine. Recuerda que aquella historia sobre una hija de desaparecidos que descubre su identidad le pareció “vertiginosa”. Pero lo más conmovedor fue, a su criterio, que en ella encontró “los temas que son centrales para mi trabajo: el secreto, la filiación, la búsqueda de los orígenes. Excepto que se materializa en una verdadera tragedia, literalmente”.
Esta mañana, Mazarine Pingeot se encuentra en la ciudad portuaria de Bordeaux, a 500 kilómetros de París, para dar una charla a estudiantes y mantener un encuentro con sus lectores. Está en pleno trabajo de difusión de la novela. Un quiebre en su serena rutina de escritura y estudio, que se desarrolla en la cocina de su casa del 11eme arrondissement, el barrio parisino en el que vive junto a sus tres hijos.
Ahí fue donde muchas de las casi 350 página de Thèa se escribieron. En esa cocina espaciosa y llena de luz, fue tomando cuerpo la protagonista: una veinteañera que en 1980 estudia Literatura en la Sorbonne y lleva un nombre masculino, Josèphe, que antes perteneció a un hermano muerto accidentalmente a los cuatro años. Aunque no se pronuncia, la última letra e transforma en femenino un nombre que nadie en Francia asocia con una mujer. La chica conocerá a un argentino exiliado, Antoine, y a partir de ese vínculo irá descubriendo un genocidio del que no tenía noticias. En rigor, dos genocidios: el argentino y el de la Guerra de Liberación de Argelia. Un lazo poco, o nada, casual.
Francos y argentinos
La vida de Mazarine dio un vuelco trascendente un mediodía de mediados de la década del ´90, cuando los paparazzi Sébastien Valiela y Pierre Suu dispararon varias fotografías a la salida del restaurante parisino Le Divellec en el que ella y su padre acababan de almorzar. La imagen muestra el gesto tierno y paternal del entonces mandatario de 77 años (ya gravemente enfermo de cáncer de próstata) hacia una muchacha completamente desconocida para los franceses. El título lo decía todo: “Mitterrand y su hija”. La revelación, que fue tapa de la revista Paris Match el 3 de noviembre de 1994, causó estupor en todo el mundo. Mitterrand llevaba 13 años al frente del Eliseo, el mandato más largo de la historia gala, y a lo largo de todo ese tiempo había mantenido oculta a una familia paralela. Solo en Francia, la publicación vendió un millón de ejemplares en pocas horas. La hija bastarda. La hija secreta. La doble vida. El morbo afilaba los dientes ante la chica de casi veinte años y su madre, una discreta conservadora del Museo d’Orsay.
La década del ´80 acababa de comenzar en la París que reconstruye Thèa. “El vino fluye libremente, Duran Duran suena fuerte. En la pista de baile, una banda joven y trotskista hace estragos... Entre ellos, Josèphe, la suburbana, la engreída. Josèphe, la cínica que cree que nada cambia. Hasta que, entonces, lo descubre al otro lado de la habitación. Antoine, un latino morocho, hermoso. Él también la ve”, comienza el libro. Y así se tejen los primeros hilos de una trama que, bajo la apariencia de una historia de amor, va enlazando esos asuntos que Mazarine desempolva, revisita, reconstruye, en cada una de sus novelas. La identidad, la herencia que dejan los padres, el secreto, el silencio que se imponen algunas familias.
Y los nombres. No extraña que alguien que se llama igual que la singular biblioteca parisina en la que se encontraban sus padres, reflexione sobre ese tema. Porque Josèphe, la narradora, será rebautizada Thèa por Antoine que tampoco es Antoine, ya que ese es el alias que usa en la clandestinidad argentina y que conserva cuando llega, escapado, a Francia. Hay, además, en el nombre propio, una concentración de tensiones que recorren las trece novelas de Mazarine Pingeot: “Mi nombre es poco común y ha sido complicado conjugarlo con el anonimato. Por otra parte, se trata de una decisión ajena, de los padres, y, al mismo tiempo, es lo más íntimo que tenemos. Al optar por cambiar el de Josèphe por Thèa, Antoine, que lleva él mismo una identidad cambiada, le dará un segundo nacimiento, una nueva vida. Porque Josèphe es doblemente víctima de su nombre, ya que conlleva la muerte de un niño al que ella siente que reemplaza, y le impide acceder a su verdadera personalidad”, ha dicho en estas semanas a la prensa francesa.
Y es que Josèphe-Thèa vive una existencia asfixiante que la atrapa y al mismo tiempo la expulsa con furia. Hija única de un matrimonio de “pied-noires” (emigrantes argelinos), hizo propio el silencio que su familia impone. Nada sabe sobre el pasado de su padre como militar durante la Guerra de Liberación de Argelia. Tampoco conoce demasiado de la juventud de su madre, una mujer siempre deprimida, cruel, y especialmente hostil con la chica. En ese universo sombrío, anclado en un departamento periférico oscuro y de ventanas siempre cerradas, su única posibilidad es estudiar.
Además de su obra literaria, y además de sus experiencias como guionista de cine, Mazarine Pingeot desarrolla una carrera académica de excelencia. Cursó estudios en la selecta École normale supérieure de Fontenay-Saint-Cloud a la que entró por concurso público en el cuarto lugar sobre 35 ingresantes. Luego, obtuvo su puesto de profesora asociada de Filosofía (en el lugar 18 sobre 73 admitidos) y hoy dicta clases en la universidad Paris-VIII en Saint-Denis. Su tesis de doctorado se centra en la obra de Descartes. Por su parte, la joven Thèa tiene ambiciones universitarias que bien podrían haber estado inspiradas en el propio recorrido de la autora. Y no es el único parecido. “También yo fui descubriendo la historia reciente de la Argentina, tal como lo hace mi personaje”, retoma por correo electrónico en un francés elegante pero no excesivamente formal, que la refleja a la perfección. “Aunque obviamente, con Internet es más fácil”, reconoce.
La escritora reconstruye un largo camino de búsqueda por las huellas del terrorismo de Estado argentino: “Pude ver documentales y entrevistas a las Abuelas de Plaza de Mayo. Pude sumergirme en esos años y en la atmósfera”, recupera. Y agrega: “Porque lo que me interesaba era, precisamente, aquellas redes que se organizaron en el exterior para informar acerca de lo que estaba ocurriendo. En retrospectiva, sabemos esto, pero en el año 1982, en Francia, no era tan simple enterarse, incluso si la movilización fue importante entonces”. Los libros, los documentos, las piezas de televisión y las entrevistas que fue acumulando, cristalizan todas en un punto de vista muy verosímil y “bastante infrecuente” para un autor extranjero, como opinaba en el mismo estudio de radio de France Culture la escritora francoargentina Laura Alcoba, que viene de publicar La dance de la araignée en Gallimard, la otra novela en cuestión. De hecho, los dos libros (a los que se sumó la traducción al francés de Ce que nous avons perdu dans le feu de Mariana Enriquez) componen una constelación sobre la que la prensa francófona se ha detenido con interés: la dictadura cívico militar argentina, el rol bipolar jugado por los franceses entrenando a los militares argentinos en técnicas de tortura y desaparición de cuerpos, pero luego refugiando a los exiliados y sobrevivientes; los desplazados que se afincan en París, los elementos que atraviesan la nueva historia de Laura Alcoba actualizan una realidad que no deja de conjugarse en presente: la de la inmigración que se choca con el frontón de una cultura desconocida en la que tiene que hacerse lugar.
Las voces que construye Pingeot –desde los exiliados hasta grabaciones de desaparecidos–, los datos históricos –Monte Chingolo, la Esma, el Campito, los vuelos de la muerte–, el contexto general en la región (el Plan Cóndor, Pinochet), la influencia del Departamento de Estado de los Estados Unidos, el origen de las técnicas de tortura y de desaparición. Todos elementos conocidos aquí, pero esquivos para una mirada distante y ajena. En cierta medida, Thèa parece escrita por un argentino. “Investigué sola pero multipliqué los testimonios escritos y de audio para tener una diversidad de voces a la mano. Entonces, mi personaje argentino pertenece a un movimiento concreto, Montoneros, y su voz responde a eso”, explica. Mazarine insiste en que no buscaba componer un análisis exhaustivo de la dictadura. Aunque eso es precisamente lo que resulta, en las entrelíneas de una ficción intimista, de escritura delicada, con interesantes dicotomías psicológicas.
“Por otra parte”, sigue la hija de Mitterrand, “me pregunté sobre el exilio, sobre ese sentimiento de culpa que aparece en el que logra sobrevivir, sobre la pérdida del país, del idioma, de la infancia. Fue articulando todos estos ingredientes que traté de acercarme a mi personaje argentino y a su amigo Simón. Por eso, la búsqueda de Thea, finalmente fue mi propia búsqueda”. En ese camino, además, cuenta que fueron relevantes varios trabajos de los alumnos argentinos que pasan por sus seminarios en la Universidad y que suelen analizar la identidad nacional a través del discurso. “Eso me apasiona”, confiesa. “Y pone en primer plano el hecho de que la Historia continúa construyendo su camino, incluso hoy, a través del discurso político.”
Infancia clandestina
Sabe de qué habla. Incluso a su pesar, la política marcó su vida y aún hoy lo hace. No es fácil ser la hija del Mitterrand en un país en el que gran parte de la población aún lo venera. Menuda y delgada, siempre con un estilo juvenil, Mazarine no necesita pruebas de ADN: lleva los genes paternos en el rostro, de un parecido notorio con el del ex presidente. Sin embargo, nada de eso le ha abierto puertas. Mejor sería decir que sucedió todo lo contrario.
Ahora mismo, y con cada nueva novela, no es infrecuente que los periodistas franceses, al tenerla delante, hagan dos cosas: primero, elogiar la figura y la trayectoria de su progenitor; y segundo, pedirle explicaciones sobre decisiones políticas, personales, incluso íntimas de Mitterrand. Por momentos, las escenas parecen haberse escapado de una película de Almodovar. Hay incluso críticos que condenan alguno de sus libros porque consideran que la hija no está a la altura de semejante padre. Ha contado alguna vez que hizo terapia para metabolizar todo eso. Y, además, publicó dos libros de claro corte autobiográfico: Bouche cousue (Julliard), que vendió 200.000 ejemplares en 2005 y retrata su infancia clandestina y el peso de un secreto demasiado duro para una niña; y Bon petit soldat en 2012, sobre su adolescencia rebelde que se volvió un asunto de Estado.
“Francia es así. Abierta en algunas cuestiones, o por lo menos eso dicen sus principios, pero siempre hay que pagar las filiaciones”, analiza. Reconoce que la figura de su padre está todavía muy presente en la mente de los franceces, “especialmente cuando la izquierda pasa por un mal momento”. Pero admite que recibe un tratamiento “muy especial” por parte de algunos periodistas que le piden “pruebas de legitimidad desde hace veinte años. Me da un poco lo mismo, pero es muy agotador y parece que nunca termina, nunca...”.
Después del cisma que produjo en su vida cotidiana la revelación de su existencia, nada fue igual. Los franceses volvieron a verla en las imágenes tomadas por medios de todo el mundo durante el funeral de su padre. Mitterrand murió en brazos de la madre de Mazarine el 8 de enero de 1996 en París. El presidente que más tiempo ocupó el Eliseo dejaba detrás de sí varias reformas sociales, cambios impositivos que gravaban las grandes fortunas, la regularización masiva de inmigrantes ilegales, la implementación de una quinta semana de vacaciones pagadas y el adelantamiento de la edad jubilatoria a los 60 años. Además, logró la ley que derogaba la pena de muerte y se despenalizó la homosexualidad.
Sin embargo, también fue protagonista de otras decisiones reprochables desde el presente como su oposición, como ministro del Interior en el gobierno de Pierre Mendès France, a la independencia de Argelia, conflicto que, dicen, dejó un millón de muertos.
La jovencita que ella era en el invierno de 1996 fue capturada por decenas de imágenes ante el féretro con los restos de su padre en el cementerio de Jarnac, la ciudad natal de Mitterrand. Había llegado hasta ahí en un avión militar que compartió con sus dos medio hermanos (los hijos que el ex presidente había tenido con su esposa Danielle). “Por primera vez, estábamos reunidos los tres alrededor de ese que era nuestro lazo. En ese momento, fuera del tiempo, debajo de un cielo claro y glaciar, casi habíamos formado una hermandad. Allá, en ese lugar extraño, nos veíamos obligados a reconocer que veníamos de un mismo hombre”, escribió en la novela Bouche cousue. Unos pasos más atrás, estaba también su madre, Anne Pingeot, a pocos centímetros de la viuda oficial, completando una familia singular.
Porque es cierto, Mazarine porta el apellido materno. Si bien su padre la reconoció oficialmente, delante de un escribano, en enero de 1984 cuando ella tenía 9 años, explica con frecuencia que sus tíos, sus primos, sus abuelos y toda su vida familiar siempre ha sido la vida de los Pingeot. “De alguna manera y metafóricamente hablando, también siento que yo he vivido exiliada en mi propio país”, dijo estos días y repite ahora. “El exilio es un tema actual y candente”, retoma. “Y, además, creo que las preguntas que presenta la historia de Théa son universales y trascienden su inscripción histórica.” Dice que decidir engancharse en una historia de amor incluso cuando no se sabe si uno va a permanecer en ella; o cuáles son las cosas a las que hay que renunciar; o cuáles son los destinos que esperan... “son preguntas al mismo tiempo muy políticas y muy privadas”.
Y ese espacio en el que se cruzan la política y la vida privada le interesa especialmente. Lo anota así: “La cuestión del compromiso es central y nos alcanza a todos, ya sea a aquel que se mueve en la política o simplemente en los que llevan adelante su vida. Hoy tenemos la impresión de que estamos desconectados del colectivo, pero es una gran ilusión: siempre estaremos determinados por nuestra época”.
De hecho, en la historia familiar que Mazarine compone se conectan las tensiones entre lo político y lo privado que describía antes la autora. Un universo contenido, atrapado por lo que no se dice ni tampoco se pregunta, comienza a agrietarse cuando un argentino exiliado pone palabras en medio de tanto silencio. “Siempre es por un desvío, por un paso que se da al costado, por una fisura, que las cosas empiezan a ser dichas”, apunta.
Aquí, son una abuela senil y un profesor de dudoso talento los que revelan trazos de una historia familiar sepultada. “En cuanto a esa abuela –agrega–, pensé que era interesante que fuera ella la que dijera algunas cosas porque precisamente perdió la memoria. Pasa ahí lo mismo que con algunos locos en las obras de teatro que se revelan como los que detentan la verdad y están mucho menos insanos de lo que se pensaba”. En cuanto al docente, “es importante porque le muestra a Théa que la historia es colectiva: ella había sido privada por sus padres que se la escondieron mientras que, en realidad, la historia es de todos, pertenece a todos. Y la narradora sale de su burbuja y comprenden que ese pasado le pertenece, la gran historia y la pequeña al mismo tiempo”, completa.
La historia pequeña de Mazarine suele ser compartida por cientos de miles de franceses. Aunque ella no lo quiera ni lo busque. Si nacen sus hijos, si se separa, si comienza una nueva relación, si una de sus opiniones públicas incomodan a alguien, o si apoya a los candidatos del Partido Socialista. Todo es escrutado, fotografiado, publicado.
En todo caso, todo aquello que sucede fuera de su departamento en un edificio que alguna vez fue una imprenta y que ahora se asoma a la calle desde ventanas amplias. Mazarine vive a pocas cuadras de Le Bataclan, la sala de espectáculos sobre el bulevar Voltaire donde, el 13 de noviembre de 2015, 89 personas fueron asesinadas en un atentado terrorista reivindicado por el Estado Islámico. Y aunque suene estremecedor, ella aclara que es un barrio sereno, “un barrio real”, apunta, “en el que todo el mundo se conoce, podemos hacernos favores y los chicos juegan en la calle”. Le gusta que su casa siempre esté poblada por los amigos de sus hijos. Dice que sabe cocinar. Y que escribe durante las mañanas en las que no dicta clases en la universidad. Su perro murió el año pasado, pero el gato suele acomodarse en sus piernas cuando la descubre ocupada en la computadora. Una vida normal, dice.