Ian McEwan contó en una entrevista que la idea para Cáscara de nuez –su catorceava novela– se le ocurrió mientras conversaba con su muy embarazada hija política. “Hablábamos sobre el bebé por llegar pero, aunque estuviese adentro de ella, yo era muy consciente de su presencia en la habitación”, dijo el escritor. Pero seamos maliciosos –después de todo este es un libro muy malicioso–y pensemos que en verdad McEwan fue convocado para esa reciente colección de conmemorativas y cuatricentenarias reescrituras libres de William Shakespeare (por la que ya pasaron e hicieron de las suyas firmas como Jeanette Winterson, Howard Jacobson, Margaret Atwood y Anne Tyler y a las que se sumaran Edward St. Aubyn, Gillian Flynn y Jo Nesbø) y que primero dijo sí; pero luego se lo pensó un poco y prefirió ir por libre y no compartir su idea. Y –de haber sido así–es comprensible: la de Cáscara de nuez es una muy buena aunque (Carlos Fuentes y su Cristóbal ya estuvieron allí) no tan original idea.

Pero –para todos aquellos que descubrieron a McEwan en sus inicios y lo siguen desde entonces– Cáscara de nuez es, también y por encima de todo y de todos, un hito importante en la obra del inglés. No sólo por su pericia técnica o su personal voz narradora sino porque permite reencontrarse a los que ya estaban un poquito cansados (me incluyo) de su perfil de best-seller comprometido con aquel joven bestial y transgresor que alguna vez fue. Ese que a mediados de los años 70 escribía muy lejos de los verdes laureles y de aquel verde vestido de Keira Knightley en la adaptación cinematográfica de Expiación así como de esas un tanto envaradas y solemnes y preocupadas por “el estado de las cosas” Sábado, Chesil Beach o la reciente La ley del menor. Me refiero aquí al McEwan de relatos antológicos y transgresores como “Fabricación casera” y “Geometría de sólidos” en Primer amor, últimos ritos o de novelas perfectamente degeneradas como El jardín de cemento o El placer del viajero.

¿La idea entonces? Reinventar a Hamlet. Algo que ya hicieron con diversos modales gente como Iris Murdoch en El príncipe negro, John Updike en Gertrudis y Claudio y David Foster Wallace en La broma infinita; pero nunca ni nadie con una maniobra tan radical como McEwan quien, además, lo espolvorea con el Ulises de James Joyce, el Humbert Humbert de Vladimir Nabokov y con las maquinaciones de un procedural doméstico color noir digno de Patricia Highsmith. 

Aquí, en Cáscara de nuez, el inminente “príncipe de la casa” atormentado por el crimen que planifican su madre y su tío no ha nacido aún pero ya lo sabe todo. Es un vengador fetal de ocho meses a punto de salir al mundo y que escucha y conspira con hipnótica voz de soliloquio amniótico. Alguien que anticipa el futuro, cita a Philip Larkin, degusta lo que bebe y come su progenitora, teoriza sobre los catastróficos “nuevos tiempos” a partir de lo que escucha en Radio 4 con sinuosas digresiones dignas de aquel otro clásico de las letras británicas llamado Tristram Shandy: siempre por llegar y ser dado a luz y a sombras desde las profundidades del vientre materno. Santuario y refugio cuya calma amniótica es a menudo rota por un miembro de Claude y –en algo que parece como sacado de un sketch de los Monty Phyton con fraseo de, digámoslo, Martin Amis– a lamentarse con un “No todo el mundo sabe lo que es tener a unos centímetros de la nariz el pene del rival de tu padre. En esta etapa avanzada deberían contenerse por mi bien. Lo exige la cortesía, si no el imperativo médico. Cierro los ojos, aprieto las encías, me agarro a las paredes uterinas. Estas turbulencias arrancarían las alas de un Boeing”. Y, no, su familia no es de la realeza pero son reales: la veinteañera en celo Trudy y su imparable amante y agente inmobiliario Claude tramando el asesinato del editor de poesía fallido John (quien tal vez tenga un affaire con la joven poeta Elodie obsesionada por rimar con búhos) para así cobrar la herencia, están más cerca de Ken Loach que de palacio aunque, sí, todo huela tan a podrido como en Dinamarca en esa ruinosa mansión georgiana de St. John’s Wood, Londres. 

Aceptar y disfrutar y admirar semejante premisa, está claro, implica el bajar la guardia y dejarse llevar por el genio del ingenio. Así, Cáscara de nuez ha recibido reseñas que la han acusado de tontería sin sentido o enaltecido como obra maestra a la altura de su inspirador original. Ni uno ni otra; pero, tal vez, algo mucho más interesante e inesperado: McEwan –en plan Benjamin Button– dando marcha atrás y retrocediendo hasta volver a ser aquel bebé prodigio. Ese escritor precoz que fue y que decidió dejar de ser y que aquí –nacer o no nacer esa es la cuestión, y finalmente se nace– vuelve a salir dando gritos para no dejar dormir a nadie, para que no dejemos de leerlo.

Cáscara de nuez Ian McEwan Anagrama 224 páginas