Historia moderna del buzo con capucha

Desde las filas del Het Nieuwe Instituut, museo de Rotterdam, esgrimen que se trata de una de las prendas más políticamente y socialmente cargadas de la actualidad, razón más que suficiente para que dedicarle una enjundiosa muestra que pretende desgranar sus complejidades simbólicas y repasar su historia moderna. La historia moderna del buzo con capucha, tal como se la conoce hoy día, surge en los 30s, llevada básicamente por obreros y boxeadores. Se populariza en los 70s como ropa de calle, infaltable en cualquier guardarropa; se la estigmatiza en los 80s al extenderse su uso entre grafiteros, “vándalos” que buscan resguardar su identidad durante sus intervenciones urbanas; es apropiada por la subcultura hiphopera de los 90s, deviniendo ítem de estilo para la comunidad negra; también por los titanes de Silicon Valley, que la adoptan como uniforme; y asimismo inunda protestas a lo largo y ancho, favorecida por manifestantes que intentan mantener su anonimato. En el ínterin, sube a la pasarela en innumerables ocasiones, y actualmente está ligada a la neutralidad de género que modistas del globo buscan abordar, según advierten desde el Het Nieuwe. “Deseada y denostada en igual medida, la sudadera con capucha está repleta de sentidos, vinculada a la desigualdad social, a la cultura juvenil y a la brutalidad policial (para pruebas, recordar el caso de Trayvon Martin). Incluso está prohibida en ciertas escuelas e instituciones de distintas partes del mundo”, subraya el New York Times a cuento de The Hoodie, la mentada exposición. “Que alguien oculte deliberadamente su identidad puede verse como un acto desafiante, de enojo, pero muchas personas -particularmente los jóvenes o quienes se sienten marginados por la sociedad- visten buzo con capucha para sentirse seguras, protegidas; sienten que desaparecen, que pasan desapercibidas en el entorno hostil”, acerca una lectura Lou Stoppard, curadora de la exposición.

Prócer del country

En el capitolio de Tennessee, en Nashville, Estados Unidos, tras años de tira y afloje, la estatua de un general confederado ha vuelto a estar en la picota. Se trata del busto del funesto Nathan Bedford Forrest, infamemente célebre por amasar millones como comerciante de esclavos; ordenar la masacre de tropas de la Unión -en su mayoría, soldados negros- post rendición durante la batalla de Fort Pillow; ser miembro fundador del Ku Klux Klan -y great wizard, gran líder, hasta 1869-. Su efigie está plantada en el edificio gubernamental desde la década del 70, incólume a pesar de los reiterados intentos porque sea retirada, reemplazada por una opción menos racista, menos controversial. Y aunque antaño se barajó como alternativa cambiarla por una estatua de Lois DeBerry, afroamericana que fuera la primera mujer presidente de la cámara de representantes de Tennessee, el legislador republicano Jeremy Faison ha propuesto por estos días una posibilidad muy poco ortodoxa, pero que ciertamente volverá pletórico a más de un local. Y es que, ha sugerido este varón un busto de… Dolly Parton para que emperifolle el sitio que hoy ocupa la imagen de Bedford. Sí, sí, Dolly Parton, la misma que viste y calza look de diva de la música country, cuyas canciones hito incluyen clásicos como Jolene y I Will Always Love You. Sobre la (extraña) chance de ser incluida su cabecita en el parlamento de su estado natal, nada ha declarado la artista. Aunque, como han notado ciertas voces, no dejaría de ser un involuntario acto de justicia poética: en su parque temático, Dollywood, se celebra cada año un “gay day” no oficial, por el que le siguen cayendo a Dolly cartas con violentas amenazas de integrantes del KKK. Que ciertamente rechinarán de bronca si ella, legendario ícono gay, favorita entre drag queens, acaba reemplazando a uno de los fundadores de su rancia organización.

Yayoi pre-lunares: un hallazgo particular

Obvio es decir que la artista japonesa Yayoi Kusama no necesita mayor introducción: sus exposiciones enfervorizan a multitudes, dispuestas a desenfundar el selfie stick para autorretratarse en sus Infinity Rooms; es una de las artistas vivas mejor pagas del momento (su Infinity Net # 4 se vendió por 8 millones de dólares el pasado abril); también una de las más populares, habiendo inspirado hasta libros para niños, amén de introducir a los peques en su pop art minimalista donde el lunar -sobra aclarar- es rey. Cabe suponer, entonces, cuán fortísimo habrá sido el alegrón que sacudió al personal del Smithsonian al darse cuenta de que, en sus propios archivos, yacían cuatro piezas de la artista que desconocían tener. Cuatro pequeñas pinturas inéditas que han estado muertas de risa durante 41 años, encerradas en un sobre de manila que nadie tuvo la picardía de abrir. Hasta hace muy poco, al menos. Examinando el acervo del Joseph Cornell Study Center, ubicado en el Smithsonian American Art Museum (SAAM), la archivista Anna Rimel repasaba adminículos personales del mentado Cornell, donados a la institución cuatro años después de la muerte del pintor y escultor, referente del arte del assemblage. Y entre las pertenencias del artista, dio de sopetón con el sobre, dentro del cual encontró inesperado tesorito: las obras de Yayoi, hechas en acuarela, tinta y témpera entre 1953 y 1954, decididamente más pesimistas que los trabajos que hacen delirar a las masas hoy, con tonalidades más oscuras, sombrías, que recuerdan a fenómenos cósmicos, y que fueran bautizadas con nombres como Deep Grief o Forlorn Spot. Junto a ellas, un recibo que detallaba que Cornell compró a Kusama las susodichas piezas por 200 dólares en 1964. Lo cual no es precisamente sorpresivo en miras de su estrecha relación. Se conocieron en la década del 60; ella tenía treinti pocos, él era 26 años mayor. Formaron una amistad cercanísima que la propia Yayoi ha definido como “apasionada pero platónica”. Joseph la llamaba varias veces al día y a menudo le enviaba collages con mensajes del tipo “Toma un té y piensa en mí”. Pasaban largos ratos en la casa donde él vivía con su madre, en Queens, bosquejándose mutuamente; y cuando Yayoi tuvo problemas para llegar a fin de mes, él le arrimó algunas de sus piezas para que ella las vendiera y pudiera subsistir. También le compró algunas pinturillas, como evidencia el flamante hallazgo, que ya ha sido transferido oficialmente a la colección de la institución, aunque -de momento- no tengan planes de exhibirlas al público. Acaso más adelante, ya se verá…