Una larga farsa política y televisiva (en Bucarest 12:08), una maratónica discusión etimológica entre uniformados (en Policía, adjetivo) y una obsesionante busca del tesoro en el jardín de una vieja casa familiar (en El tesoro) le valieron al rumano Corneliu Porumboiu (Vaslui, 1975) comparaciones con su célebre compatriota, Eugene Ionescu. Como se sabe, Ionescu es, junto con su contemporáneo Samuel Beckett y el antecesor de ambos, Lewis Carroll, una de las luminarias del absurdo literario y teatral. Es verdad que Porumboiu se mantiene más respetuoso del realismo que cualquiera de los nombrados, que despliegan mundos autónomos, regidos por una lógica que, por oposición a la que se tiene por tal, da en llamarse “absurda”. Un estudio de televisión, una comisaría, ambientes ligados al cine y una antigua propiedad decadente son los escenarios elegidos hasta ahora por Porumboiu para desarrollar ficciones cuyo sentido último no siempre es fácil de desentrañar. Ahora el ganador de la Cámara de Oro en Cannes 2006 da un paso más, entregando una fábula de sentido fugitivo, donde los golpes de absurdo son más -y más notorios- que en los films precedentes.
¿Cuánta gente sabe que La Gomera es el nombre de una isla rocosa, ubicada en el archipiélago de las Canarias? Es por ese desconocimiento generalizado que, tanto en inglés como en francés, el opus 5 de Porumboiu en la ficción (tiene dos documentales, ambos sobre fútbol) lleva por título, por un motivo que pronto se verá, las respectivas traducciones de Los silbadores. Porumboiu deconstruye los códigos del policial negro mediante una intrincada trama de robos, tráfico, traiciones, ajustes de cuentas y tal vez, a la larga, alguna historia de amor, allí donde menos se la espera. El protagonista, Cristi (Vlad Ivanov) es una variante severa de policía corrupto, que trabaja a dos puntas. Como agente de narcóticos investiga a un tipo sospechado de tráfico en gran escala, y al servicio de su investigado intenta no investigarlo tanto. Gilda, la mujer del mafioso (que no tiene ninguna pinta de mafioso) es una morocha espectacular, animal cinematográfico por excelencia (Catrinel Marlon), que hace de contacto entre Cristi (todos los rumanos se llaman Cristi, parecería) y su marido. En un momento dado, sus superiores comenzarán a investigar a Cristi, sospechándolo de escasa limpieza.
Como el propio argumento de la película -escrita, como de costumbre, por el propio realizador- deja ver, un sistema de simetrías y duplicaciones signa el matemático edificio del guion. La trama viaja de ida y vuelta entre Bucarest y la isla del título, Cristi se mueve “bajo dos banderas”, hay dos mujeres que en algún sentido lo gobiernan (su madre y su superior en la repartición), el mafioso tiene un hermano que se suicidó en prisión, etcétera. El artificio, lo cinematográfico como forma de autofagocitación, están ensalzados. Vestida con un mortal vestido rojo, Gilda (cuyo nombre conlleva, en términos estrictamente cinematográficos, una remisión directa al cine negro y a la fantasía de la femme fatale) se sienta sobre un sillón del mismo color, como sólo podría ocurrir en una de Almodóvar. Ella y Cristi andan, para más datos, en un descapotable rojo. “A las 4 en la Cinemateca”, cita Cristi a su superior, Magda (Rodica Lazar) y allí mantienen un diálogo mientras se proyecta una escena del legendario western de John Ford, Más corazón que odio, que guarda puntos de contacto con lo que sucede entre Bucarest y La Gomera.
En un hotel llamado Ópera se difunde a Maria Callas de forma incesante, la llegada inicial de Cristi a la isla se ve saludada por "The Passenger", el temazo de Iggy Pop, y en un par de ocasiones lo que se dice en los diálogos se ve replicado por el título siguiente (como una de Tarantino, La Gomera está dividida en capítulos). Alguien menciona la palabra mamá y de inmediato se suceden el título y el personaje de “Mamá”. En un momento aparece un tipo que dice que es director de cine y está buscando locaciones. No le va bien. Y una escena culminante, digna de un western, tiene lugar en un estudio de cine abandonado. Allí la memoria lleva a 800 balas, de cuando Alex de la Iglesia era bueno, y que transcurría casi enteramente en un falso pueblito de spaghetti western, en Almería. Y la cita más obvia de todas, aunque inconclusa, a la escena de la ducha de Psicosis. Escena que, de tan lugar común, no debería ser citada de aquí a veinte años más, por lo menos.
Si todo esto funciona como brochazos de absurdo, La Gomera alcanza el pináculo del disparate con el tema del silbido. La cuestión es así: resulta ser que allí en Canarias, los miembros del hampa han desarrollado un lenguaje cerrado, que sólo ellos conocen. Nada de raro: lo mismo pasó con el lunfardo aquí y el caló en Andalucía, entre otros dialectos delincuenciales. La diferencia es que en este caso el lenguaje no es hablado sino silbado. Los canarios (y los rumanos también, eso es un poco raro) llegan a expresar conceptos complejísimos, e incluso nombres, con el sencillo expediente de ponerse un dedo en la boca y pegar un melódico silbido. “Nos encontramos en el hotel, Gilda”, por ejemplo. Se trata del mayor hallazgo de La Gomera, que sume a la película entera en el sinsentido, así como también la máxima expresión de sus límites. Como el virtuoso silbido de sus seres de ficción (que lo hacen con la potencia de una orquesta), Porumboiu da la sensación de estar practicando un lenguaje brillante pero hermético, del que sólo él conoce el último sentido. O tal vez no haya ningún sentido último, en cuyo caso su película sería una democrática invitación a la inmersión en lo que los sajones denominan nonsense.
LA GOMERA 7 PUNTOS
Rumania/Fran./Alem./Suecia, 2019
Dirección y guion: Corneliu Porumboiu
Duración: 97 minutos
Intérpretes: Vlad Ivanov, Catrinel Marlon, Rodica Lazaar, Sabin Tambrea, Agustí Villaronga.