Marguerite Duras descubre a Rimbaud a los 20 años. El joven poeta iluminado, maldito para los bien pensantes, es uno de sus primeros antecedentes. Y con razón, una razón que es de clase, Duras sugiere que no es lo mismo acceder a su poética en París que en el territorio selvático, peligroso y pobre de Vietnam, Gia Dinh, en las afueras de Saigón, donde nació en 1914 y fue criada como criolla. Es decir, la suya es una lectura marcada. Además, su itinerario es una inversión en espejo del viaje de Rimbaud a África. La joven criolla está decidida a tomar por asalto la ciudad abandonada por el poeta. Hay orgullo en su asumirse criolla, una elección política que la instala en una perspectiva outsider que mantendrá hasta el fin. Este libro, que recopila todas las entrevistas que se le hicieron entre 1962 y 1991, totalizador en su afán, detalla sus obsesiones, hasta las que pueden considerarse íntimas. Por ejemplo, su imposibilidad de escribir si no ha hecho antes la cama. Sophie Bogaert, la responsable de la investigación, recupera a Duras en todas sus facetas. Y recorre desde los orígenes el camino de su escritura, sus tramas desoladas con el amor como centro y las variaciones lastimadas. Pese al mecanismo pregunta/respuesta, los reportajes devienen de pronto secuencias de un monólogo encendido, compacto aun en las derivas donde la escritora, pasando de un reportaje a otro, reitera su auténtica pasión existencial: escribir. Historiadas, vida y obra, cohesionadas, se integran arrancando desde la iniciación en un paisaje tan feroz, Indochina, la infancia en Vietnam, todavía con el apellido Donnadieu, que cambiará en París por el Duras inspirado en el pueblo de su padre.
Décadas más tarde, en Un dique contra el Pacífico, Duras ficcionaliza la tragedia de la madre viuda y los hijos, una familia de colonos marginales confinada en la selva, porfiando en ganarle tierra al océano para plantar un arrozal. En esta novela faulkneriana recordará los padecimientos y los dramas diarios. Con una ironía distante, habrá de escribir: “Era terrible pero divertido”. Duras vuelve, volverá sobre el tema y también el lector, ese lector que ella moldea con su modo de contar. La lucha en la construcción del dique figurará, recreada una y otra vez, en varios de sus libros. “¡Es el dolor de saber –dice– por qué uno escribe!” En una entrevista se sorprende, casi ingenua, al advertir: “Todos mis libros pasan al borde del mar”. Resulta crucial detenerse en la parte de su vida antes de la literatura porque es aquí donde Duras cifra el principio de todo. Y todo es su literatura.
Duras también cuenta que aprendió a leer con Proust. Entonces debe acordarse qué leía en ese Rimbaud de la jungla: la poesía incendiaria del modernismo en la vecindad de las fieras; la corriente de un río fangoso en el que pueden flotar tigres muertos, y en la familia, una violencia naturalizada, la miseria social de los blancos pobres, la hipocresía en las conductas y la niña, a su manera, sinuosa entre las revelaciones del sexo, el deseo, el amor y, digámoslo de una vez, la prostitución inducida por una madre amada que se justifica en la desesperación. Duras es ambigua en su relato acerca de los intereses familiares en el vínculo de la niña y el chino rico. Ni más ni menos, una iniciación en la venalidad y la desdicha. Así delimita la mitología personal en la que se basará su escritura. “El problema desde el comienzo de mi vida ha sido saber quién hablaba cuando yo hablo y, si hay una invención, es esa.”
Qué clase de escritura puede surgir de esa historia personal, se pregunta uno. Una literatura de clase, de acuerdo. Pero también, y siguiendo a Blanchot, su querido Blanchot, la que surge es una “escritura del desastre”. Valga el rizoma: tras la conciencia de Auschwitz, Günter Grass responde a Adorno que es posible escribir en ese “después” del exterminio y su vergüenza con un lenguaje dañado. Duras asume el daño. Lo vive en el cuerpo exangüe de su primer marido, el escritor Robert Antelme, integrante como ella de la Resistencia, al ser rescatado del lager: La escritura durasiana es, en más de un aspecto, una escritura lesionada. Si en el comienzo, además de Rimbaud y Proust, en su formación, está la narrativa norteamericana, esta influencia se irá desdibujando y su estela cederá ante el desorden impetuoso de un fraseo. He aquí el “desastre”. El tono Duras característico, sello personal, se instala radical, definitivo, a partir de Hiroshima mon amour. Remitirse a sus declaraciones: Duras admite no saber, cuando escribe el guión, qué ha sido Hiroshima, sus efectos, pero sí conoce lo que es amar la otredad. “Escribir es un viaje a lo desconocido. Voy adonde puedo”, dice Duras. “Me lanzo a la aventura.” Y también dice: “La infancia es el momento de la receptividad absoluta”. Allí, en la infancia, están Vietnam, la niña y el chino. Duras se explica y proporciona claves. Y, en consecuencia, conecta sus rasgos de estilo ligados con el guión cinematográfico: primeros planos, observaciones como en cámara lenta, cortes abruptos. “El estilo”, dice. “Soy extremadamente sensible a la música del estilo.” Que se cifra en una urgencia del material que pide ser escrito con un aliento entrecortado. La prosa se funde con la poesía en un decir por raptos el parpadeo de una visión. En consecuencia el “estilo Duras” proviene de una ruptura con la normalidad, la narración estándar, prolija, bien puntuada, una decisión creativa que se sitúa, según ella misma, a partir de la escritura del cine: Hiroshima mon amour, versión posbélica y posnuclear de una historia de amor imposible entre dos que se encuentran a pesar de la diferencia, tal como la pequeña criolla y el chino pero ahora en Japón. “No has visto nada de Hiroshima” es una frase que perdurará en cinéfilos y lectores. Mientras Duras escribe el guión para Resnais, lo confiesa, no ha visto Hiroshima, aunque sí sabe la memoria de la niña amando al chino. Recordarlo: el estreno del filme en Cannes es repudiado. Hiroshima es no solo una denuncia de atrocidades de la guerra y la intolerancia. También elabora una profecía de los estragos del imperialismo.
Duras lo acepta: carece de vida personal. Solo tiene vida literaria, afirmación que pierde presuntuosidad si se tiene en cuenta lo vasto de una producción que comprende novelas, películas, teatro y periodismo. “¿Nunca se cansa de escribir?”, le preguntan. “Sí, me canso: el mío es el último de los oficios.” Sin embargo, en el sentido pavesiano, en este oficio, la escritura de novelas, se sitúa por encima de los géneros que practica con intensidad. La prueba: a medida que pasa el tiempo, el escribir bien la tiene sin cuidado. Cobra dimensión otra de sus declaraciones: “Escribir es dejarse llevar por la escritura. Es saber y no saber lo que uno va a escribir”, dice, para subrayar: ‘“La sombra interna’. Allí se sitúan los archivos del yo [...]. Los escritores somos todos mutilados de la sombra interna, reacomodadores de la sombra interna”. Es decir, su desdén aparente por el estilo consolida un registro propio luego de la escritura del guión para Resnais, ese registro disléxico para algunos, ilegible y críptico para no pocos. Ese modo es desde entonces un estilo distintivo como el de Beckett. El estilo no es gratuito, y en él se para Duras y construye, además de una obra, una personalidad que será provocación, iracundia, cuestionamiento y toda la incorrección posible ante el establishment.
Pasen y lean. El desprecio a Sartre, De Beauvoir y su séquito más la reticencia con respecto a Camus y la amistad con Bataille, Sarraute, Queneau, Leiris, Char y Handke. El renunciamiento al PC y la adhesión a una izquierda crítica nacida en la insurgencia de Mayo del 68. El rechazo a toda pertenencia, trátese del Nouveau Román o el feminismo. Su ira contra la ilustración: “Estoy a favor del cierre completo de las facultades y el olvido total de toda cultura”.
Si bien, desde una supuesta autonomía del hecho literario, suelen cuestionarse la intromisión de las opiniones del autor y los datos biográficos en la lectura de una obra, el caso Duras pone en discusión tal planteo. Duras escribe también cuando interviene, constante, infiltrada con deliberación y saña todo el tiempo, en los medios. Aunque reniega del consabido modelo del intelectual francés, el discutidor y polemista todo terreno, encarna ese modelo, pero desde el rechazo permanente de lo políticamente correcto y, en sus intervenciones, no aísla ni lo personal ni lo ideológico sino que viene a completar el sentido. “Me arriesgué y después seguí haciéndolo”, dice aludiendo a su relación con la prensa. Es evidente, a pesar de su proclamada insularidad, su interés y participación en los medios, un entrar y salir permanente que la vuelve, para el público, seductora y atractiva por lo molesta. Sus arrebatos, para usar un término tan suyo, suelen ser virulentos. Contra el poder, contra la cultura, contra los medios, contra el conformismo burgués, contra todo. Sola contra todo. Siempre sola. Siempre contra. La violencia, esa que viene del pasado, es constitutiva de muchas de sus posiciones. Contradictoria: “Se me situó entre los solitarios”, dice. “Me he apartado del mundo.” “El tema verdadero de un escritor es su escritura”, sostiene exigiendo una libertad incondicional. Embiste contra el feminismo y la guetificación. Un ejemplo: “Un escritor no es ni hombre ni mujer: es un escritor”. Chicanea a Barthes, descalifica la noción de “escritura femenina”. Y, con respecto a sus ficciones, dice que no escribe sobre el sexo sino sobre el deseo. Su El arrebato de Lol V. Stein despierta entusiastas y una crítica adversa. Lacan la defiende. No importa que ella sepa o no qué está escribiendo. Importa que siga. La novela detona pilas de tesis y ensayos psi. Duras lo reconoce: “No soporto que no amen mis libros”.
Estas entrevistas la muestran en su fortaleza y en la fragilidad. Tal vez nunca estuvo tan íntegramente presente en un libro sobre ella como en este. La investigación de Bogaert es preciosista y preciosa para sus cultores. Están sus picardías, como la humorada de mantener a Gérard Depardieu callado durante una hora en su filme Le camión. Están en estas páginas sus predilecciones por John Huston, Jean-Luc Godard y Joseph Losey. Están Delphine Seyrig y Michael Lonsdale, sus actores. Entrañable, su afinidad con Jeanne Moreau. Citados, los argentinos Carlos D’Alessio, el músico de India Song y el plástico Roberto Plate, escenógrafo de sus puestas. Está la comprensión del hippismo de su hijo Jean y luego la alianza de ambos al compartir la producción de cine. Está el gusto por Bach y Bob Dylan. Está su relación con los hombres. Está su lealtad a Francois Mitterrand. Pero no está, y Bogaert esquiva con elegancia un dato apenas insinuado como nota al pie, el elogio a Reagan tras su encuentro con Mitterrand en los ochenta.
Polémica, a veces arbitraria, a lo largo de sus entrevistas se va conformando una guía para la comprensión de su obra y las circunstancias en que fue generada. Llama la atención la coherencia subversiva de estos testimonios que terminan armando, como si se tratara de un puzle, un autorretrato vivo que no descarta el sufrimiento personal: las curas alcohólicas: “Uno bebe porque Dios no existe”, dice. Sobre el final, el abandono de la soledad y la aceptación de la convivencia con Yann Andréa Steiner, un joven escritor homosexual devoto de su obra.
El estallido masivo del fenómeno Duras se produce en 1984, a sus 70 años, con la publicación de El amante, el premio Goncourt, la venta de más de medio millón de ejemplares en pocos meses, la traducción a más de cuarenta idiomas y la adaptación cinematográfica. Pero la consagración y, por fin, el recibimiento tardío del ámbito académico no mellan ni su audacia ni su talento urticante. Hasta el último suspiro en 1996, en su departamento de Saint-Benoít en París, es ella.
El fenómeno Duras es un caso único en la cultura del siglo XX. Una mujer jugada en su época, comprometida con el presente perpetuo, conquistadora, paradójicamente, de un fanatismo sectario y a la vez, en vida, de una popularidad tan envidiada por sus amargados detractores como adorable para sus legiones de lectores.
Si la ambición de Kafka, ambición de todo escritor que se precie de tal, es ser una literatura, Duras lo fue, lo es, lo será. Quien entre al cementerio de Montparnasse, después de unos pocos pasos a la derecha encontrará la tumba de Sartre y De Beauvoir, sus antagonistas. La lápida tiene estampadas una multitud de huellas de rouge, besos enamorados que rinden homenaje a la pareja. Pero quien encare hacia la izquierda, también a unos pocos pasos, encontrará la tumba de Duras. Y sobre ella, también flores. Pero lo que llama la atención no son las flores sino la cantidad de frascos que contienen lapiceras, biromes y lápices. Algo quieren decir de la mujer que en su ensayo Escribir, una austera y confesional arte poética, anotó: “La soledad no se encuentra, se hace. Yo la hice. La literatura nunca me ha abandonado”.