En 1938 Charles Chaplin comenzó a imaginar su nuevo proyecto cinematográfico luego de Tiempos modernos. El resultado de esas ideas se filmaría, en el mayor de los secretos, a lo largo del año siguiente y tendría su estreno mundial en diciembre de 1940. Durante todo ese tiempo no fueron pocos los artículos periodísticos que pusieron en duda la pertinencia del gran actor y cineasta británico a la hora de crear una “comedia sobre Hitler”. Chaplin escribiría, poco antes del lanzamiento comercial de El gran dictador , que “en cuanto a ver a Adolf Hitler como alguien gracioso… si no podemos reírnos a veces de Hitler, entonces estamos más perdidos de lo que pensamos. Hay algo saludable en la risa, en poder reírnos de las cosas más sombrías de la vida. De reírnos de la muerte, incluso”. En marzo de 1942, unas semanas después del ataque a Pearl Harbor, Ernst Lubitsch estrenaba una de las obras maestras de su filmografía, Ser o no ser, otro largometraje que se toma a la chacota al nazismo en general y a Hitler en particular. Las preguntas acerca de si era apropiado lanzar una comedia de esa índole en medio del horror de la guerra europea no escasearon, aunque la película en sí misma se encargaría de responder con creces el cuestionamiento. Siguiendo el razonamiento de Chaplin, a veces es necesario poder mirar al monstruo de frente y reírse a carcajadas de él.
Setenta y cinco años después del final de la Segunda Guerra Mundial, la adaptación cinematográfica de la novela El cielo enjaulado, de Christine Leunens
, dirigida con pulso satírico por el neozelandés Taika Waititi, recibió no pocas críticas desde las huestes más recalcitrantes de la corrección política (los otros cuestionamientos, los estrictamente cinematográficos, son otro cantar). En el fondo, más allá de los gags físicos y verbales y de la construcción de un mundo de fantasía en el cual el mismísimo líder del Tercer Reich se transforma en amigo imaginario del joven protagonista, en el corazón del relato late una fábula amable en contra del odio hacia el otro, un relato de crecimiento con implacable moraleja. El film, que se estrenará en nuestro país el próximo jueves 9 de enero, cuenta con el notable trabajo del debutante Roman Griffin Davis; su papel es el de Johannes Ewald Detlef Betzler, alias JoJo, un chico de diez años, activo miembro de las Juventudes Hitlerianas, dispuesto a combatir al enemigo a toda costa, en una Alemania nazi que es tanto la real como el resultado de la imaginación del protagonista.
Ya en el segundo capítulo de su libro –que acaba de ser reeditado en la Argentina por Editorial Planeta–, la autora Christine Leunens le hace decir a Johannes, en primera persona (como el resto del libro), que “hasta entonces no sabíamos que la nuestra era la raza más selecta y más pura, y que además de ser listos, de tez clara, rubios, de ojos celestes, altos y esbeltos, incluso nuestras cabezas presentaban un rasgo que las hacía superiores a las de cualquier otra raza (…) Nuestra raza, la más pura de todas, no tenía suficientes tierras, y muchos de los nuestros vivían en el exilio. Otras razas tenían más hijos que la nuestra y se estaban mezclando con nosotros para debilitarnos. Corríamos un gran peligro, pero el Führer confiaba en nosotros los niños. Éramos su futuro. (…) La raza a la que debíamos temer más que a ninguna otra era la llamada Judisch. Eran especialmente peligrosos porque habían tomado de nosotros nuestra piel blanca, para engañarnos con más facilidad. Empecé a sentir un temor clínico a los judíos. Eran como los virus que nunca había visto, pero causaban la gripe y otros padecimientos, según me habían enseñado”. El pequeño afiliado al nacionalsocialismo está en pleno desarrollo de su construcción ideológica, aunque los evidentes rasgos de humanidad de su pequeña persona le impiden matar a un conejo en una prueba de valor y lealtad. JoJo Rabbit no es una adaptación fiel del texto, aunque mantiene el núcleo central del drama y varias de las anécdotas relevantes. El cambio más radical es tonal: desde la primera escena del film, que describe el día de ingreso a las Hitlerjugend –con el amigo Adolf alabando sus bondades frente al espejo y regañándolo ligeramente por su poco férrea entonación del “Heil, Hitler!”– demuestran sobradamente que el camino elegido por el director de Thor: Ragnarok,
autor a su vez del guion, dejará de lado la descripción relativamente realista del libro para abrazar las posibilidades de la caricatura. Al menos durante la primera mitad de la película, antes de que el descubrimiento en uno de los cuartos de la casa, detrás de una falsa pared, de una joven judía refugiada por su propia madre haga temblar el suelo que pisa. “No me sentí culpable al hacerle cambios al libro”, declaró Waititi en una entrevista con el periódico Los Angeles Times, “porque debía lograr que la película fuera interesante para mí. La novela es bastante oscura, pero para que me interesara la adaptación debía estar cerca de mis sensibilidades. Por ello le agregué humor y cierta ligereza a la historia dramática. No me interesa particularmente contar una historia sobre los nazis. Lo que quería era observar la guerra a través de la mirada de los niños”.
Las caras del odio
Nacido en Wellington, la capital de Nueva Zelanda, Taika Waititi dirigió varios cortos y cuatro largometrajes en su país de origen –entre ellos, la inesperadamente exitosa Casa Vampiro (2014) y el coming-of-age Hunt for the Wilderpeople, con la cual Jojo Rabbit posee varios puntos de contacto– antes de embarcarse en la compleja aventura de comandar una superproducción de Hollywood, parte infinitesimal del universo Marvel. Su versión de Thor fue celebrada precisamente por la libertad con la cual supo sumarle a la ecuación súper heroica unas dosis altísimas de comicidad y desprejuicio, como si el elemento paródico de su falso documental sobre vampiros modernos se hubiera trasladado sin demasiado esfuerzo a un mundo muchas (demasiadas) veces dominado por la gravedad de los hombres y mujeres de calzas ajustadas.
Con mayor o menor éxito, dependiendo del punto de vista y el gusto del espectador, algo similar opera en el torrente sanguíneo de Jojo Rabbit. La secuencia de títulos de apertura es un buen ejemplo: en la banda de sonido suena la versión de “I Want To Hold Your Hand” especialmente grabada por los Beatles para el mercado germano, mientras a las imágenes del muchacho corriendo por las calles de su pueblo se le superponen fragmentos de El triunfo de la voluntad, el influyente film de propaganda dirigido por Leni Riefenstahl. En el momento más extraño y perturbador de esos primeros minutos de proyección, el plano de un grupo de adolescentes enfervorizados, saludando con sus brazos extendidos al líder, choca con los gritos mezclados en la pista de audio junto a la canción, permitiendo alguna reflexión veloz sobre el peligroso poder de los fanatismos, del tipo que fueren. La llegada al campo de entrenamiento habilita una primera sesión de humor directo y disparatado, con un Sam Rockwell capitaneando al grupo con mano tan dura como excéntrica. Adolf Hitler (el mismo Waititi se reservó este importante papel) apoya aciertos y corrige errores, como un Pepe Grillo sin conciencia de los peligros físicos y emocionales que comienzan a rodear al protagonista. “Colmillos, lengua viperina, escamas”, repiten las chicas y chicos frente a un pizarrón donde la maestra representa a “un judío” mediante un estrafalario dibujo. “Ahora agarren sus cosas. Es hora de ir a quemar algunos libros”. Y hacia allí va el contingente de pichones de nazis, a reducir a cenizas aquellos textos considerados perniciosos, decadentes u ofensivos para la raza aria. Es un momento muy efectivo por su grado de locura y disparate y, al mismo tiempo, tristemente preciso en términos históricos.
Otro de los cambios sustanciales del libro a la pantalla es la ausencia del padre de Jojo: en la película, la falta de noticias desde el frente de batalla italiano es interpretada por los adultos como traición a la patria. En palabras de Christine Leunens, el concepto del Führer como creación de la mente del protagonista “fue una elección muy acertada: Hitler se presentaba, y así era visto, como una figura paterna, como ocurrió y ocurre con tantos otros dictadores”, por lo que su aparición como amigo imaginario es un reemplazo psicológico no sólo posible sino lógico. La madre de JoJo, interpretada por una Scarlett Johanson jovial e hiperactiva, acepta con resignación la creciente radicalización de su pequeño hijo, cuya vida parece girar exclusivamente alrededor de los deberes hacia la patria, el pueblo (ario) y, por supuesto, el gran conductor de sus designios. Utilizando los recursos del cine de suspenso, el descubrimiento del cuarto secreto de Elsa (la neozelandesa Thomasin McKenzie), la chica que vive detrás de las paredes, incorpora rápidamente el elemento central del drama por venir. El joven JoJo no puede delatar a su madre por temor a las temibles represalias, pero tampoco es capaz de confesarle su conocimiento de la situación. Todo ello permite que el guion dispare una buena cantidad de dardos humorísticos basados en los prejuicios raciales y la xenofobia (además de un gag recurrente, de raíces lubitschianas, basado en el saludo nazi), pero también el desarrollo del núcleo dramático, que más de una reseña rotuló con el despectivo mote “benignesco”, por su posible ligazón con la célebre La vida es bella, de y con Roberto Begigni. No deja de ser cierto que la película de Waititi incorpora, por momentos –en particular durante los últimos tramos–, algunos de los compuestos elementales del film italiano, pero es claro que se cuida bastante de no entrar de lleno en esa zona gracias a la aparición del humor más crudo, evitando así en gran medida los sabores agridulces. Para Waititi, dueño de ascendencia ruso-judía, “estamos en 2019 y creemos que vivimos seguros. No tenemos que preocuparnos sobre Hitler y que éste tome represalias por reírnos de él. Pero por desgracia, ahora, en los Estados Unidos y en otros sitios, la ley dice que si eres un nazi puedes ir a la plaza y tener tu pequeña reunión; tenemos algo llamado libertad de expresión. Y se puede decir lo que se quiera y estar protegido. Se ha transformado en algo un poco retorcido. La historia de Jojo Rabbit ocurre ochenta años atrás, pero estamos acercándonos peligrosamente a que algo por el estilo vuelva a ocurrir. Vivimos en un mundo en el que existen líderes mundiales a quienes se ve muy felices de promover el odio y la intolerancia, ideas que eran prevalentes en los años 30”.
Lecturas sobre la historia
Es posible que la doble nominación de la película a los Globos de Oro (Mejor Película - Comedia o Musical y Mejor Actor en el mismo terreno) sea la antesala a un puñado de nominaciones en la entrega de los premios Oscar. Esa vidriera volverá a provocar lecturas pasionales sobre la historia y la manera en la cual se desarrolla, su relación con Chaplin, Lubitsch y la ópera prima de Mel Brooks, Con un fracaso… millonarios, cuya “Primavera para Hitler” supo pasar del “mal gusto” al éxito rutilante de Broadway. También acerca de la posible filiación indirecta con El tambor de hojalata y su pequeño antihéroe recorriendo los años del nazismo, además de las referencias visuales al universo de Wes Anderson. Es evidente que el realizador acumuló todas esas referencias e influencias a la hora de adaptar la novela original, de la cual es imposible imaginar una versión más diversa en su formas, pero lo derivativo en Jojo Rabbit no es destino sino punto de partida. La última película de Taika Waititi camina todo el tiempo sobre una delgada cuerda colgada sobre el vacío y, en más de una ocasión, parece a punto de perder el equilibrio y caer estrepitosamente. Si nunca llega a hacerlo es gracias a la fuerza de contrapeso que el humor (negro, directo, a veces absurdo) opone a la posibilidad de que el horror de lo real se transforme en sentimentalismo de poca monta. Algunos lo verán desde otro prisma y no hay forma de que ello no ocurra: Jojo Rabbit no nació para ser envuelta con el manto del consenso.