“¡Me sobran los machos! Pero hombres de verdad, hombres que hacen su trabajo y se esfuman”, le grita en la novela Pedro Lemebel al protagonista Elver Cruzila, el muchachito escritor que a fin de los 90, marcado por la fuerza de sus textos y sus intervenciones públicas, se acercó a la Reina Madre de la crónica maraca trasandina como al fuego. Un esgrima junto al precipicio, a veces regicida, porque no hay reina que a uno no se le pase por la cabeza decapitar.

El narrador de Rabiosa, una novela sobre Pedro Lemebel (Editorial Saraza, 2019), es el alter ego de Gustavo Bernal, el verdadero autor que todavía ahora, chongo de cuarenta y algo, sigue encendiendo locas como la Noy o como yo, quienes fuimos sus presentadoras argentinas en el bar Maricafe. Imbuido de un deseo de escritura deseosa y violenta a la manera de un beatnik de perifieria, Cruzila (Bernal) registra a pelo las mudables reacciones del objeto de su admiración en la intimidad de su departamento, en los asientos del metro o en el teléfono, mientras en un juego de espejismos construía un castillo de arena para tauromaquia, en la que torero y toro se cruzaban sin caer nunca, siquiera, en una mamadita.

Aunque lo cierto es que al lector de Rabiosa le quedará siempre la duda de si hubo finalmente un happy end, es decir si hubo consumación y estallido espermático. Porque amor hubo, aunque no se enuncie. Si Pedro decía siempre que él no tenía amigos sino amores, Bernal inscribe un epígrafe con texto de Pizarnik, en el que la poeta afirma que “con los poquísimos seres que me interesan...allí está la cuestión absurda: soy una convulsión, un grito, sangre aullando”. Como acreditación de su heterosexualidad -ni en la mesa de Maricafe se avino a soltarme prenda de algún desliz- el autor habla a través de la masculinidad vaginofílica de su narrador, que jamás admitió haber hecho un uso vaginal del ano o la boca de Lemebel. La Lamebien se publicita como experta en felación, pero el otro no cede al hechizo. Convulsionará como con una droga, gritará a solas como en un orgasmo, sangrará y aullará, pero escamoteará la pija.

Rabiosa es un ardiente documento dramático, un archivo intervenido por el flujo de un pensamiento que, como todo pensamiento, contiene verdad, lo que se creyó verdad y lo que se deseó verdadero. Parte biografía, parte ficción, es como el deseo puesto sobre el escenario para que el lector espíe tras bambalinas pero se quede con las ganas. “Esta historia, sea real o no, ficticia o representada, es la historia de un deseo o varios deseos en plena seducción”, escribe Juan Pablo Sutherland en el prólogo. Una variante del amor cortés, creo, por tratarse de una calentura que no se consuma en la curtida. O sea que la condición de que ese amor subsista tendrá como necesidad que el educando no llegue nunca a develar los orificios de la maestra dominante. A esta altura me parece que fue un buen negocio para los dos protagonistas, y ambos lo sabrían de antemano. Bernal cuenta que el vínculo se cortó una mañana en que no fue a una cita para acompañar a la Reina Madre a un programa de radio. Nunca más volvieron a verse. Se me hace que dejaron morir lo que se iba a apagar de todas maneras, cuando el joven Bernal madurase. En el choque de deseos ya había extraído todo lo posible, que nos ofrece ahora como inquietante literatura. A quienes fueron amigos cotidianos de Pedro les resulta familiar encontrar su misma destreza en el decir, las manías y broncas que el chongo dejó anotadas al modo de Bioy Casares con Borges en una libreta, porque eran el insumo para una futura obra. Pedro sabía de ese objetivo y lo alentaba, como a Joanna Reposi, que atesoró secuencias de su vida, con las cual montó el documental Lemebel, hace poco estrenado en Argentina. Pedro había conseguido hacer indiscernibles el escritor y el personaje, en una trama de sí mismo que nació cuando aún se llamaba Mardones. A mi me parece que, como Reposi, Bernal intuyó que bajo la superficie espinosa de Pedro vivía un niño capaz de desintegrarse por la muerte de su madre.

Lo que resulta más interesante de Rabiosa es que ahí se logra invertir el orden clásico de las narrativas que giran en torno a la erótica entre el chongo y la marica. Ya sabemos que la letra del cuento queda en el dominio de la loca; desde esa perspectiva el chongo aparece como un elemento de su deseo, siempre narrado por ella. Así, en el Beso de la mujer araña o en Tengo miedo torero, el afán por penetrar en la fortaleza masculina equivale a conquistar lo que de inmediato se evanece. Ganarlo es perderlo. En cambio, en Rabiosa se escucha el aullido de un animal herido y es, o nos hace creer que es, el joven Bernal. El macho narra su pesar. Si nos preguntamos quien contrajo la rabia en este cortejo, deberemos concluir que fue la masculinidad bajo el influjo de una loca.