Ensayábamos en el sótano de un edificio ubicado en la triple esquina que cruzan la calle 2, la 55 y el eterno adoquinado de la diagonal 78, a pocas cuadras del Bosque y del colegio donde cursábamos el bachillerato, en La Plata. Era un trío: dos guitarras y bajo. La sección rítmica se completaba con una silla de madera percutida con dos baquetas, por la que sacrificábamos un guitarrista. Sentíamos la suerte de ensayar en un sótano. Sabíamos que según la tradición, las buenas bandas ensayaban en sótanos, áticos o garajes. A veces nos quedábamos a dormir ahí abajo, encima de las fundas de nuestras guitarras, hablando hasta conciliar el sueño. Nunca volví a ver una oscuridad tan infinita y negra. Al sótano no bajaba una gota de luz. Cuando nos cansábamos, emergíamos al primer piso, donde los hermanos del bajista fumaban Philip Morris de paquetes blandos y arrugados mientras estudiaban Arquitectura. Hacíamos recreos para escuchar música. Era genial quedarse mirando los altos plátanos de la calle 2 deshojándose en el dramático gris platense mientras sonaba “154” de Wire. Ahí empezó nuestro intercambio musical formativo. Ellos recibían gustosos mis CDs nuevos y, a cambio, me daban cassettes en los que convivían clásicos modernos y retorcidas bandas de culto. Algunas noches conseguíamos algún auto familiar y, sin saber a dónde ir,  dábamos vueltas al cuadrado desplazándonos en circuito cerrado por las cuatro amplias avenidas que delimitan la Ciudad de La Plata. Incansablemente toda la noche, pasando del lado A al lado B esos cassettes que alternaban bandas de Nueva Zelanda con rock industrial y oscuros experimentos del sello 4AD. 

Nunca voy a olvidar una fresca noche de fin de febrero en la que se podía presagiar el otoño y nosotros atravesábamos con el auto el punto en que la que 32 se fusiona con la 31 y todo se vuelve confusión numérica y desolación casi rural, cuando desde los parlantes de bichocos de nuestro Renault 9 empezó a sonar un tema que me produjo una suerte de revelación, epifanía o adoración visual. Lo que llegó primero fue un arpegio en las cuerdas graves de una guitarra acústica, flotando pesadamente en un silencio sucio, de cinta magnética, negro desteñido. De a poco, una voz casi susurrada iba proponiendo un conjunto de imágenes: unas manos frías que tocan una cara, una serpiente de la que no vale la pena esconderse, viejos amigos quizás olvidados, una chica que corre por las noches de un pueblo chico y un grupo de personas que pasan por un pasillo de vidrio blindado. Ahí la canción se ralentiza y aparecen unos acordes poderosos, la carga emotiva del tema se multiplica y la voz se quiebra, trepidante, en la invocación de la reina del directorio telefónico de la cima de alguna montaña con corazón de oro. Aunque no estoy muy seguro de todo eso. Eso es lo que capté ahí, al voleo, y aún hoy sigue siendo mi interpretación de las palabras. Apenas un minuto cuarenta y cinco de magia en baja fidelidad. Voz y guitarra. Un coro emotivo algo trasnochado, todo dentro de un vacío pixelado, sin profundidad, gris topo. Ese tema era igual a algo que estaba muy profundo en mí, alma, espíritu, coso o como se llame. Esa canción era yo dando vueltas sin rumbo en la ciudad desierta. 

Hasta terminar el secundario seguimos haciendo nuestra rutina de sótano, estudio y  circunvalar la ciudad lentamente en el auto, dándole vueltas al asunto. “The Goldheart Mountaintop Queen Directory” se convirtió en el himno del recorrido. Masa, Manu y yo la coreábamos solemnemente. A veces, en la 122, otras en la 72, y a veces en alguno de los bulevares de número aleatorio donde se intersectan estas rectas y se redondean armónicamente los ángulos del cuadrado platense. Esa joya oscura de lírica surrealista, evocativa, representaba mucho nuestra situación en el momento. Con el tiempo me fanaticé con canciones que producían en mí el mismo efecto, el de una cucharada del barro del subsuelo del castillo de Grayskull. Una microdosis de poesía y magia. Podrían ser “The Orchids” de Psychic TV, “Día 36” de Os Mutantes, “Ice Castles” de Ween y otras de ese tipo, en las que el paraíso prometido por la pastoralia psicodélica se adentra en el terreno de un sueño oscuro. Canciones que emergen del misterioso magma del inconsciente. Un bedroom pop para largas noches de insomnio en un caserío rural.

En esa época lo único que queríamos en el mundo era tener una banda. Todo lo que hacíamos apuntaba a perfeccionarnos en ese objetivo. Escuchamos la mayor cantidad de música posible, pero nos hicimos más fans de Guided By Voices que de cualquier otra cosa. Lo seguimos siendo hasta hoy. Especialmente con Bee Thousand, el disco que contiene esta canción tan mágica. Una seguidilla demoledora de hits de baja fidelidad, que llevan el concepto de álbum a otra categoría, en un sistema de edición en el que los temas se complementan entre sí, que perfeccionarían en el disco posterior, Alien Lanes. Calculo que debe ser difícil explicar por qué se produce una epifanía. “The Goldheart Mountaintop Queen Directory” fue un buen flashazo, me inspiró en varios sentidos, pero sobre todo en tratar de generar una experiencia poderosa con muy pocos recursos. La magia de la poesía y la música amalgamadas en un shot potente de experiencia vital. No sé si lo lograré algún día, pero sigo intentando. Cuando Robert Pollard, cantante de Guided By Voices, editó este disco, tenía 37 años. Fue la primera vez que tuvo algo parecido al “éxito”, sea lo que sea eso. Así que me queda casi un año entero para lograrlo.


Javier Sisti Ripoll nació en Bogotá en 1980, pero reside en La Plata desde ese mismo año. Es músico y poeta. Ha tenido cerca de una docena de bandas de rock desde 1996 hasta la fecha. Fundó Discos Laptra en 2004 y actualmente canta y compone en 107 faunos y Ovvol. Es licenciado en Comunicación Social y profesor universitario: actualmente cursa el doctorado en esa disciplina.