La inflación y la volatilidad económica son expresiones de las disputas sociales nunca resueltas en Argentina En una carrera por apropiarse del excedente, trabajadores, empresarios, terratenientes, bancos y energéticas intentan aumentar sus ingresos subiendo remuneraciones, precios, tasas, tarifas y tipo de cambio. Cada shock acelera la inflación, la cual se estabiliza en un nivel más alto y riesgoso. La inercia y la puja distributiva, por lo tanto, van de la mano: quien quiera reducir la inflación deberá explicar quién cargará los costos, y lograr que los acepte a la espera de beneficios de mediano plazo. De ello se trata un acuerdo social exitoso.
El único acuerdo de precios relativamente exitoso en el tiempo fue el congelamiento del presidente Juan Domingo Perón en 1952, con un férreo control y con la clara conciencia de que solo prosperaría en el largo plazo si se removían las restricciones al desarrollo. La reducción brusca no logró “desindexar”, no obstante, la economía: al finalizar el acuerdo, la puja distributiva aceleró la inflación nuevamente. Por otro lado, su segunda etapa (el Consejo de la Productividad) quedó inconclusa por vaciamiento de las partes y el Golpe Estado de 1955.
El acuerdo social, por lo tanto, deberá ser gradual y por etapas, y deberá integrar las cuestiones inmediatas de estabilización y freno de la crisis, con otras más de largo plazo vinculadas al desarrollo. Por la situación social y el bloque político que ganó las elecciones, se debe descartar de plano la posibilidad de que sean los trabajadores y los que menos tienen los que paguen la estabilización.
En el corto plazo, se pueden establecer metas graduales y realistas de reducción de la inflación y propender a que los precios ordenen (a partir de un nuevo Precios Cuidados) en torno a la meta, con una suba de salarios reales. Como las empresas no pueden pagar los aumentos hoy, es necesario acudir a algún “amortiguador”. Hoy esta posibilidad está dada por una apreciación leve del dólar oficial, habilitada por el control de cambios, la imposición de aranceles a carnes, cereales y oleaginosas (alimentos), el congelamiento temporario de tarifas y posterior ajuste de acuerdo con la capacidad de pago, y la reducción de las tasas de interés y la orientación del crédito.
Otro dilema de corto plazo es la balanza de pagos: un ancla cambiaria brusca o un aumento de salarios altos pueden estimular la compra de bienes importados y turismo exterior, debilitando aún más las reservas. Por ello, el incremento en ingresos debe ser progresivo y focalizado, para que el salario mínimo y el social complementario, la AUH y las jubilaciones mínimas sean los que ganen más. Una opción consiste en que el incremento inicial sea en suma fija no remunerativa; o que tenga un tope al llegar a cierta escala salarial. Asimismo, algunas transferencias pueden ser en especie, por ejemplo, a través de tarjetas alimentarias y medicamentos gratuitos.
En el mediano plazo, los “amortiguadores” se acaban. Bajar los precios de la energía o de los alimentos por debajo de sus costos resulta imposible; apreciar el tipo de cambio de forma excesiva es indeseable e insostenible. El aumento de salarios es, entonces, una reducción del margen de ganancias de los empresarios y una presión sobre las reservas, a menos que se incrementen la producción y las exportaciones por trabajador. Allí entra la segunda etapa necesaria de un acuerdo social: el tiempo de la productividad y la competitividad. La clave es apuntar a la competitividad sistémica: reducir los costos de la energía (por ejemplo, nuclear), de transporte (trenes de cargas y transporte multimodal), adquirir tecnología (inversión en investigación y desarrollo), calificar la mano de obra (educación para el trabajo) y desarrollar sectores exportadores estratégicos.
El desafío que tiene la actual gestión es sentar a las partes en una mesa y realizar un compromiso tripartito (empresarios, trabajadores, Estado) que garantice la recomposición de ingresos y el crecimiento, y a la vez siente las bases para el proceso de transformación productiva. Aunque resulte difícil, el debate sobre nuestro estilo de desarrollo no se puede evitar: logramos un consenso persistente o sucumbiremos a las crisis a las que estamos acostumbrados.
* Licenciado en Economía UBA. Estudiante de la Maestría en Desarrollo Económico (Unsam). Investigador Centro Cultural de Cooperación y Proyecto Económico.