Entre carapintadas e hiperinflación, la salida prematura de Alfonsín y la llegada anticipada de Menem, una posdictadura dolorosa y una democracia débil, la caída del Muro de Berlín y los albores de la Globalización. Entre los múltiples pliegues de las historias dentro de la Historia que nos deparó 1989, apareció a fines de ese año un disco que vino a sucumbir acaso lo último que faltaba por discutirse y cuestionarse en Argentina durante aquella década: la cultura rock.
El rock argentino venía construyendo épicas, éticas y estéticas desde los ’50 (con su noción primigenia de apoliticidad pre-La Balsa, pasando por la pretendida contraculturalidad dizque hippie, la estampita de “nacional” que le adosaron en la última dictadura y cierta diversidad identitaria post-1983), pero recién con el disco debut de Hermética dio ese giro necesario (¿definitivo?) para aportar una novedad: por primera vez los deciles más bajos de la pirámide social empezaban a encontrar voces e identidades en eso que hasta entonces no era más que una trasculturación dominada, narrada y consumida por los estratos medios.
Y lo lograba --al menos en ese inicio-- gracias al heavy metal, género que ya estaba incubado en el eje anglosajón desde hacía más de diez años, pero que en Argentina se afianzaría recién en aquel entonces y gracias a cuatro muchachos del conurbano bonaerense. Un sonido cuya agresividad sintonizaba con otras violencias, las de las lógicas de las instituciones, la política y la economía sedimentadas en los ’80, cuestionadas en los ’90 y de narices al precipicio del 2001.
Si bien V8 fue el primer grupo argentino que se metió en el barro del heavy metal con cierta resonancia y periodicidad, fue Hermética quien le dio a ese estilo una dinámica decisiva y perdurable. Una entidad e identidad que hizo su aporte a la cultura rock en general desde sus periferias. Y que consolidó a Ricardo Iorio (entonces con 27 años) como un referente del género con sus avances y retrocesos, sus novedades y arcaismos, sus aciertos y desconciertos. Una bomba neutrónica en cuyo código químico conviven contradicciones inaceptables desde la moral, harto discutidas y acaso entendibles únicamente desde el (su) lado emocional: la caja negra de un pasado personal que nadie profundiza por respeto a dolores individuales.
Pero no fue solo de Iorio el influjo para que Hermética fuese Hermética, el heavy, heavy y el rock, rock. El primer disco se grabó entre mayo y junio de 1989, mientras en la calle se sucedían saqueos a mansalva y dentro de estudios Tony Scotto hacía lo imposible por grabar esa inolvidable metralla de baterías en una sola toma y sin chance de corregir (algunos errores y pifies sobreviven también como parte de ese encanto entre la adolescencia biológica y la indolencia social).
La H sería inconcebible sin Claudio O’Connor y ese color de voz que se parece a muchos (algo de Bon Scott de AC/DC, otro tanto de Rol Halford de Judas Priest), pero que ningún cantante de banda tributo puede emular. Algo similar le sucede a cualquier guitarrista que intente imitar al Tano Romano, autor de esos riffs, solos y armonías tan simples pero a la vez difíciles, aquellos que le dieron a Hermética un andamiaje sonoro capaz de galvanizar las letras de Iorio: mientras Ricardo modelaba poéticas y melodías vocales con lápiz y una guitarra criolla, el Tano le daba una decodificación heavy metal a través de pedales de distorsión y su legendaria Ibanez amarilla.
La división de roles de la sociedad creativa entre Iorio y Romano se pone de manifiesto de entrada, ya en las dos dos primeras canciones del disco, ambas con sonidos ásperos e inquietudes sociales que el rock argentino no había interpelado hasta entonces. En “Cráneo candente” nos hablan del “destierro del hombre nativo” a poco de la celebración oficial sobre los 500 años del “descubrimiento de América” y empatizando con la cuestión indigenista cuando el tema no estaba ni siquiera en la agenda de la progresía. Y en “Masa anestesiada”, en cambio, refiere por un lado a la “basura nuclear” como figuración del envenenamiento del suelo (una idea que repiten en “Sepulcro civil” con la idea del “río poluido”), pero al mismo tiempo alude a una sociedad que “se ha entregado al escapismo” por el embotamiento mediático, clara advertencia de lo que sucedería especialmente con la televisión abierta en la década del ’90.
Luego aparece “Desterrando a los oscurantistas”, canción cien por ciento de un Iorio que a la hora de componer música se inclina por un sonido Motörhedeano, mientras que letra abre la vena de un tipo que acababa de desarmar V8 cuando sus ex compañeros fanatizaban con el evangelismo como salida a consumos y adicciones y él se introducía en el espiritismo y la polémica Escuela Científica Basilio. Es acaso la primera señal que públicamente aporta Iorio acerca de esta noción de la comprensión no a través de la razón, sino de la intuición (también lo desliza en la canción “Vida impersonal” y en numerosos entrevistas de allí en adelante).
Sin embargo, en ese entonces Iorio todavía se veía más atravesado por lo que observaba a sus costados que por lo que “intuía desde el más allá”, y eso se nota tanto en la mencionada “Sepulcro civil” (donde achaca la falta de empatía social en la frase “sin futuro, sin piedad, sin conciencia fraternal”) como también en “Víctimas del vaciamiento”: una ciudad que duerme en un corte de luz mientas el vaciamiento se está efectuando y, entreverado en la confusión, se ahoga el grito de desesperación. Esta canción es interesante y marca una especie de trabajo de tesis poético que Iorio inicia en 1989 postulando una teoría sobre el saqueo inminente que finalmente confirma en 1994, año en el que usa el nombre de ese tema para titular al tercer (y último) disco de estudio de Hermética.
La banda no tuvo hits, sino himnos. El primero de ellos está en este disco y es “Tú eres su seguridad” (el mismo que valoró Victoria Donda cuando Iorio la criticó y ella se defendió diciendo que se quedaba con el tipo que hizo esa canción ayer, y no con el que dice estas cosas hoy). ¿Por qué esta canción se convirtió en un clásico? Seguramente por su pregancia musical (Mi menor, Do y Re: la base de los estribillos épicos), pero también por una letra que condensa el principio intelectual de aquel disco: la masa anestesiada, ennegrecido, silenciada, despreciada. Y con un importante nivel de ira contenida después de tanta violencia institucional:“¡Mata el miedo que guarda el animal, limpia el cuerpo pues dentro de él estás!”, dice un estribillo inolvidable.
Hermética no opinaba sobre los asuntos desde arriba (como haría un editorialista), sino desde adentro, narrando el ethos de ese sector que vería acelerado su desclasamiento conforme avanzara la fragmentación social. “Desde el oeste” describe esa tensión entre el posmodernismo acelerado por la caída del Muro de Berlín (“con su futuro de ilusión”, según canta un Iorio descreído de ese fin de la grieta mundial) pero a la vez la implosión de los pequeños territorios, el barrio, la casa: desde La Matanza, Hermética sostenía que “la soledad los invita a escapar por la gran puerta del mundo de hoy”. Gran frase de pocas palabras que demuestra lo evidente: la macro de la aventura globalizadora no era más que maquillaje para bañar de oro las ruinas de una micro desgajada. El techo de la aldea planetaria no era el cielo, sino una sucesión amorfa de lonas para cubrir las tejas rotas. Lennon imaginó un mundo sin religiones, países ni posesiones, pero de tanto imaginar la poesía perdió de vista la prosa y así terminaba la década que comenzó justamente con su asesinato.
Once canciones en 41 minutos. Un disco inoxidable que quizás envejeció mejor que sus propios creadores. Y que en la frase final de su última canción nos dejó una consigna para todos los tiempos: “Tenemos este camino sin más para elegir... que oxidarse... o resistir”.