Publicado el 2 de enero de 2005 en Página/12.
No fue uno, ni dos, ni tres. Fueron muchos alaridos los que tuvieron que escucharse para que todos los que estaban allí dentro, esas dos mil o cuatro mil almas intuyeran que la oscuridad del final apenas estaba por empezar. Y ni siquiera esos alaridos alcanzaron. Tampoco el tropel de cuerpos pisoteándose, aplastándose, luchando a brazo partido por un destello de luz y una bocanada de aire. Varias horas después de que la plaza Once hubiera sido ganada por un desacostumbrado escenario desolador de posguerra, la sorpresa seguía tejiendo su trama y no dejaba el menor resquicio para la lógica racional.
Todavía hoy bailan en la memoria esos ojitos adolescentes con el rimmel corrido por el llanto o por el sudor del miedo; todavía bailan en la memoria los ademanes desorbitados de quienes intentaban abrir espacios donde no los había porque allí sólo había cuerpos apiñados; todavía bailan en la memoria los golpes desesperados de un hombre sobre el torso desnudo de otro, echado sobre el asfalto negro, golpes desesperados sobre su pecho, intentando revivir ya no ese cuerpo fláccido sino los segundos previos al desastre. Tan sólo si se pudiera volver a esos segundos antes. Eso es lo que pensaban muchos, lo que ensoñaban caminando como zombies alrededor de la noche, mientras el ulular de las ambulancias y las dantescas imágenes del desastre hacían de muro de contención de cualquier fantasía irrealizable.
Ecuador 0-100 dice el cartel colocado sobre una de las esquinas de la plaza Once. Llegar allí, a ese cartel recorrido por el hábito cotidiano de cientos de miles de personas, la noche del jueves 30 tuvo un significado diferente. Llegar hasta esa esquina viniendo por la avenida Rivadavia desde el microcentro significó trastrocar todas las costumbres. Ya sorprendía la extraña visión que daban, desde lejos, las luces azules de los patrulleros, recortadas sobre la luz mortecina de las columnas de iluminación. Allí es, podría pensar cualquiera por lo desacostumbrado de encontrar a Rivadavia vacía de vehículos a partir del nacimiento de la plaza, donde empieza Pueyrredón, y como abandonada a extrañas caminatas, personas que iban o venían, que parecían perdidas, que parecían venir desde muy lejos. Después, uno comprendería que se trataba de sobrevivientes. Después, al alcanzar el cartel de Ecuador y Bartolomé Mitre. Pero faltaba llegar hasta allí.
Sobre la esquina de Ecuador y Rivadavia, una cantidad de gente, que parecían curiosos, se apretujaba. Todos a unos metros de una plazoleta que divide en dos Ecuador a esa altura. Todos mirando desde la plaza o desde la vereda de enfrente, hacia esa plazoleta. Había que atravesar esa plazoleta para llegar al cartel. Atravesarla significaba ver lo que todos miraban embobados: cuatro, cinco, seis cuerpos endurecidos por la muerte, echados sobre esa plazoleta que desde su centro atrapaba con el magnetismo del morbo, cuerpos manchados de quemazón, con su rostro cubierto como si se les quisiera evitar la sorpresa que provoca la muerte anticipada. Si es que la muerte pudiera anticiparse a sí misma.
Un hombre estaba sentado junto al cuerpo de una mujer. Con una mano la acariciaba en la cabeza. Caricias como si fueran arrumacos que no se interrumpían ni siquiera cuando decía y repetía “no puede ser, no puede ser”. Con su otra mano se acariciaba a sí mismo, sus dedos daban vueltas sobre su propia nuca, parecía que con esa mano estuviera dando cariño a su dolor. Lloraba y lloraba ese hombre, lloraba desconsoladamente sin entender e intuyéndolo todo al mismo tiempo. Al llegar a esas imágenes uno podía suponer que había visto lo peor. Pero no. Aquellos eran apenas los primeros cuerpos.
Más allá de Ecuador y Bartolomé Mitre, por Mitre, hacia Jean Jaurés, a unos cuarenta metros del cartel y frente al muro del ferrocarril, se abre la puerta más negra de la historia del país. Desde el cartel de Ecuador, mirando hacia la puerta del fatídico boliche República Cromañón, el espectáculo dantesco era tal que superaba cualquier límite para el asombro: cuerpos y cuerpos semidesnudos, empapados, cargados por otros cuerpos que los abandonaban sobre el asfalto negro, allí donde hubiera un hueco, y que salían corriendo para internarse dentro de la boca negra en busca de otros cuerpos. Sobre la vereda, sobre el asfalto, vivos y muertos yacían confundidos mientras un ejército de sobrevivientes y voluntarios apantallaban sus camisas en el aire buscando oxigenar sin distinción, vivos y muertos.
Eran treinta, cuarenta metros, que podían medirse en cuerpos. Caminar hacia la puerta negra era tropezar permanentemente con ellos. No se sabía en ese momento si eran vivos o muertos. Simplemente, eran cuerpos depositados allí porque era necesario retirar otros. Al mismo tiempo, Mitre era un enjambre de abejas, un hormiguero de movimientos desordenados y encimados unos sobre otros. Había tantas camionetas policiales como ambulancias. Eran tantas que no sólo no daban abasto sino que no tenían espacio para moverse. Los médicos del SAME luchaban a brazo partido sobre los cuerpos, intentando reanimar. Los policías también lo hacían. Los voluntarios también. No había ningún orden. No había ninguna coordinación. Una ambulancia, con un supuesto sobreviviente en su interior se prestaba a salir. Comenzó a dar marcha atrás porque otra ambulancia le cerraba el paso. La marcha atrás terminó con el paragolpes incrustado en una camioneta policial estacionada por detrás. Tampoco la ambulancia que hacía de tapón podría haberle abierto el paso porque otros dos vehículos le impedían sus movimientos, con lo que, ante tanto vértigo y urgencia, las ambulancias absorbidas por el movimiento del panal pasaban a ser simples carretas de tracción a sangre.
Todos querían hacer algo, todos hacían algo. Todos lo hacían rápido porque la intuición de la muerte imprimía vértigo a cada movimiento. Todo era heroico porque sólo enfrentarse a semejante espectáculo resulta heroico y mucho más intentar modificarlo. Lo que faltó, hasta un par de horas después, fue ordenar y organizar de algún modo para que tanto esfuerzo necesario no se diluyera como se iba diluyendo la vida de muchos.
“Si la policía no hubiera actuado bien como actuó, las víctimas hubieran sido mucho mayores”, aseguró un funcionario nacional, convencido de que la crítica era errada. Y habrá que darle la razón, no sólo porque los bomberos (que pertenecen a la Federal) fueron quienes abrieron con sus cuerpos la brecha grande para salvar infinidad de vidas, sino porque los propios policías jamás, desde hace décadas, estuvieron tan cerca de la comunidad y tan desprotegidos ante el dolor y el sufrimiento como lo estuvieron durante la madrugada del último día del año 2004. Es cierto. Pero faltaba el plan coordinador. Faltaba la orden que cortara el tránsito a diez cuadras a la redonda, como recién ocurrió casi dos horas después de desatada la tragedia. Faltaba esa organización que hubiera evitado que tanto esfuerzo y heroicidad se diluyera como se diluyeron tantas vidas. Y quizás hubiera logrado que las víctimas fueran menos.
Entretanto, sobre esos treinta a cuarenta metros de la calle Mitre, los cuerpos seguían acumulándose. Cuerpos de mujeres, de niños, de hombres. Contra las paredes, muchos adolescentes se sentaban acurrucados, protegiéndose de todas las imágenes que pasaban y se repetían en su memoria. A esa altura, ya se escuchaba en el aire el repetido susurro que mencionaba las luces de bengala. También, a esa altura, un ayudante de bombero decía y repetía que “no entiendo cómo tenían a los chicos en el baño como una guardería. Yo rescaté varios cuerpitos, no sé si estaban vivos o muertos”.
Todo el infierno en cuarenta metros de la calle Mitre. Y, sin embargo, llegar hasta la disco Cromañón, hasta la boca del panal hormiguero, no significaba nada. Uno sólo se daría cuenta después de haber recorrido esos treinta o cuarenta metros, tropezando con cuerpos, y llegar hasta la puerta oscura. Llegar hasta allí y dudar si seguir metiendo imágenes a la fuerza para después intentar reproducirlas con palabras que no existen o prestar el hombro y correr hacia dentro. Llegar hasta esa puerta para comprender que todo lo que se había visto hasta ese momento era nada.
Llegar hasta la puerta para comprender que allí dentro era el infierno.