La joven que viaja en colectivo por un barrio de provincia que apenas conoce trata de respirar hondo, pero está hiperventilando. El ataque de pánico se narra, pero no se nombra. “Hace más de cinco años que al salir de mi casa tengo la sensación de que soy un punto perdido en el medio de la nada; entonces tengo que hacer un esfuerzo demencial para reconstituirme con imágenes que me devuelvan un presente ideal, o al menos, despreocupado. Acá estoy yo otra vez, hola, flameando como una bandera de colegio descuidado. Aquí yo, la que a los quince años arrancó de raíz el relajo y la diversión a cambio de tener la certeza de que no me pase nada malo”, confiesa la escritora, dramaturga y actriz Camila Fabbri, que estuvo en República de Cromañón, en el recital de Callejeros, la noche anterior al desastre del 30 de diciembre de 2004. En su primera “novela de no ficción” El día que apagaron la luz (Seix Barral), Fabbri despliega una narración extraordinaria que se posa sobre la chica rollinga y claustrofóbica que era entonces para construir un bildungsroman sobre una generación que perdió la inocencia con la muerte de 194 jóvenes y más de 1400 heridos.
“Ir a ver bandas, por más que no me gustara tanto el tumulto, era también una confirmación de pertenencia a una época, un estilo de vida, una elección política. Elegir estar al lado del artista joven que jamás imaginó que llenaría una cancha de fútbol con los oídos listos para él. Esa era la imagen que condecoraba el deseo. Elegir acompañar”, revela Fabbri, autora y directora de las obras teatrales Brick, Mi primer Hiroshima, Condición de buenos nadadores y En lo alto para siempre, que en 2015, el año en que publicó su primer libro de cuentos Los accidentes, fue nominada a los Premios Cóndor de Plata como actriz revelación por su actuación en la película Dos disparos, de Martín Rejtman. La chica que entonces tenía “quince años con mi cara de ocho” y estudiaba en el Normal 1 (Córdoba y Ayacucho) logró convencer a su mamá para que le permitiera ir al recital de Callejeros, que tocaría en orden los tres discos que tenían editados. El martes 28 de diciembre del 2004 tocaron Sed, el miércoles 29 Presión --el disco favorito de Fabbri-- y el jueves 30 presentarían su tercer disco, Rocanroles sin destino.
“Ya eran cerca de las diez de la noche, el recital arrancaría pronto --escribe Fabbri sobre la noche del 29 de diciembre--. Parece que todavía estoy ahí aunque no recuerde casi nada. No tengo imágenes concretas de mí durante las dos horas que habrá durado el show. Solamente esto, que repetí durante años como estribillo de canción: yo estuve en Cromañón y me quedé todo el recital en el piso de arriba porque abajo me daba miedo. La noche siguiente, de los que estaban arriba muchos no sobrevivieron. Yo estuve ahí: en el piso de arriba, en el piso de arriba, en el piso de arriba. Todavía hoy los pienso a todos, amigos de los recitales en vivo, de la cerveza, del calor, la presión baja y la guitarra en la calle. Los pienso y los escribo”.
--¿Cómo empezaste a imaginar “El día que apagaron la luz”?
--Busqué algunos viejos amigos y amigas del Normal 1 y me reencontré con ellos; algunos iban a mi colegio, otros no, pero teníamos una gran cercanía por ir a ver recitales juntos, de juntarnos a la noche en la casa de uno. Había una cosa de la reunión medio a diario. La cuestión era ir al colegio y después quedarse hasta altas horas de la tarde en la calle, dando vueltas. En algunos casos fui a las casas y llevé un grabador que me prestaron. Les conté que estaba con un proyecto, que tenía ganas de escribir sobre Cromañón, pero en ese momento no sabía bien cómo ni por qué. En paralelo había empezado a leer crónicas, a interesarme por el género de no ficción, por el periodismo narrativo. Yo no concibo a El día que apagaron la luz como un libro de periodismo narrativo porque no intento aportar información que ya no esté circulando. No quería generar cierta discusión en relación a responsabilidades y números exactos. Casi todos con los que me reencontré me pidieron que les cambiara el nombre. Me llamó la atención que al principio había una reticencia para hablar del tema. Una de las chicas no había vuelto a hablar de Cromañón desde entonces y estuvimos horas hablando. Había un montón para desentrañar ahí. Después me preguntaban cómo iba con el proceso y el libro se volvió algo de todos. De repente se volvió como un proyecto escolar. Probé cómo era escribir escuchando otras voces y no quedándome con la que tengo acá adentro. No quería escribir una ficción sobre Cromañón porque me parecía que tengo cierta cercanía con el hecho.
--A propósito de esa cercanía, ¿cómo te impactó el hecho de haber estado en el recital la noche anterior?
--Me doy cuenta de que ahora que salió el libro hay algo tendencioso con esa información: si estuve esa noche, si estuve la anterior... Me pasó de tener contacto con un sobreviviente real de Cromañón, me refiero a alguien que estuvo esa noche y que estuvo internado. Me dicen: “che, no sabés lo que fue”... Por supuesto, tienen razón, pero eso no inhabilita que pueda escribir porque yo también la pasé mal, pero desde otro lado. Mi relato es otro al haber estado la noche anterior, pero parece que hay como cierto estandarte sobre en cuál de las noches estuve. Eso me parece horrible; quizá no sea una información importante. Mi nivel de cercanía tiene que ver con un contexto y el libro es más sobre esa adolescencia peligrosa que no sabíamos que era así; esa sensación de la catástrofe en potencia, que es un tema que me interpela. Cromañón fue una educación sentimental para mí y mis amigos. Cuando empezaron las clases en marzo, los chicos que habían estado internados podían apenas hablar porque tenían los pulmones con cosas todavía y tenían la voz ronca... Tanto ellos teniendo ese problema como uno teniendo que convivir con eso y tratando de entender por qué, eso te vuelve también parte del tema Cromañón.
--Y el tener una compañera muerta, Victoria.
--Sí, Victoria Azaar. Al día siguiente fuimos al velorio de Vicki; en vez de encontrarnos todos en el patio del Normal 1, nos encontramos en sepelios Luchetti. Nosotros fuimos a las marchas por Cromañón durante algunos años con nuestros padres, como custodiadas, porque se terminó la idea de poder estar solas en la calle. De repente la calle también era un lugar de peligro. Todo se transformó en un lugar peligroso. Esas cosas te traen aparejado el miedo y el miedo te constituye y vas con eso a todos lados. El libro no va a lo escabroso; cada vez que está cerca de eso trata de pegar el volantazo. La intención es contar otra cosa porque hubo otras cosas que tienen que ver con Cromañón, no solo los cuerpos en la calle o el famoso video de Callejeros tocando hasta que se incendia el techo y se corta la luz.
--¿Cromañón representó la pérdida de la inocencia para los adolescentes de tu generación?
--Si, no solo en mi generación sino que quedó como un coletazo en el tiempo. Con mis amigos hablábamos que empezó a haber una sensación de estar en peligro en todos lados. Quizá ahora que tenemos treinta eso se va solapando un poco. O no... en la adolescencia te sentís inmortal y de repente pasa lo contrario. La mortalidad nos cayó de sopetón. Esa pérdida de la inocencia configuró también cómo nos fuimos moviendo después. Aunque pasaron quince años, hay heridas que están todavía abiertas; es un tema muy sensible arrancar de raíz la diversión. Cuando ahora pienso el hecho de estar con pirotecnia en un lugar cerrado, me parece realmente demencial. Pero lo hacíamos todos los fines de semana; eran las costumbres de todo el “rock chabón”, como se le decía. También es curioso que se lo nombrara así. La sensación fue que se terminó el encierro y esa generación queda a la deriva y no saben para dónde ir. ¿Ahora qué hacemos? ¿Cómo nos divertimos? ¿Te podés divertir? Ver música en vivo tiene otro significante. Me parece importante hacer hincapié en que es algo generacional.
--¿Cuáles son las heridas abiertas que dejó Cromañón?
--No me siento en el lugar de hablar por los demás. Sí puedo hablar de mí. Hay algo que se nombra en el libro y que tiene que ver con los miedos a pequeños actos cotidianos, con el encierro o con el fuego; cosas que después de muchos años de análisis puedo entender que tienen origen en Cromañón. No estuve esa noche, pero vi cosas terribles. Hay mucha discusión con eso; algunos te dicen: “bueno, pero no fuiste...”. ¿Cuál es la discusión? Tenemos que estar juntos en esto y no estar enemistados entre los que fueron y los que no fueron. ¿Hay cierto poder en haber sufrido más? Hay una cierta grieta que es ridícula. Lo importante es poder empezar a hablar de eso y convertirlo en algo, tratando de trascender si Callejeros tuvo o no la culpa, para focalizarnos en las personas que éramos nosotros. En el primer capítulo del libro empiezo con mi ataque de pánico, algo que me suele suceder aunque no lo nombro como tal. Yo no puedo tomar subtes, no sé lo que pasa en las vías subterráneas. No es práctico y me aleja bastante de las personas. ¿Vamos a tal lado en subte? Yo no tomo subte y me tienen que acompañar. Me imagino que si a mí me pasa esto no sé qué le habrá pasado a otras y otros que sobrevivieron.
--¿Por qué en la novela hay un trabajo de recuperación de la importancia que tuvieron algunas letras de Callejeros?
--De hecho había muchas letras más en el libro. Me sé de pe a pa los tres discos --que todavía a veces los escucho-- y me acuerdo de todas las canciones. Algunas letras no quedaron porque tenían más un valor sentimental para mí que lo que se podía universalizar. Había algo intransferible que tenía que ver más con anécdotas y cosas que viví. En ese momento para mí ellos eran poetas, después me di cuenta de que tal vez no eran tanto. No sé... No tengo idealizada a la banda, pero es peligroso meterse a hablar de la banda. No quiero eso... Me sirvió mucho escuchar los discos de Callejeros para escribir el libro. Y también volví al Fotolog, que ahora está vedado y no se puede entrar. Le pedí a alguien que me ayudara a encontrar mi Fotolog de entonces y descargué imágenes que había perdido y que tenían mucho valor. Fue un shock volver a vernos disfrazadas de rollingas.
--¿La tribu rollinga murió con Cromañón?
--Sí. Pareciera que la estética rollinga te lleva instantáneamente a Cromañón, como si no hubiera otra lectura de eso hoy. Ser rollinga quedó ligado a algo terrible. Quizá en unos años eso pueda reconvertirse.
--¿Qué canciones de Callejeros te siguen interpelando?
--En el final del libro hay una escena en 2006, cuando fuimos a ver una banda porque después de Cromañón seguimos yendo a ver bandas, pero en otras condiciones. Y la banda toca “Ancho de espadas”, una canción del demo de Callejeros, que ni siquiera está en los tres discos, una canción medio folk que todavía la escucho y algo de emoción me genera. Pero no sé precisamente por qué... tenía la necesidad de transmitir eso en la escritura solo nombrando la canción. Tenía ganas de poner el link a Youtube, pero no se puede hacer ese hipervínculo en un libro. Es un demo que hicieron cuando tenían diecinueve años. También hay algo que me estremece mucho de las edades. Yo tenía 15 y los músicos tenían veintitantos y para nosotros eran adultos que entendían la vida. Ahora que tengo 30 me doy cuenta de que no era así. Incluso recuerdo al presidente del centro de estudiantes de mi colegio, un cuadro político para mí, que era un niño. Era un niño que sabía hablar bien. Pero era eso nada más... Lo mismo me pasa con las personas. Todo era adulto a mi alrededor. Pero no era así.
--¿Qué recuerdos tenés de la primera marcha a la que fuiste?
--La primera fue el 30 de diciembre de 2005. Fuimos con Martina, una de las chicas que aparece en el libro, y el padre de Martina. Fue una marcha de puro llanto desde Cromañón hasta plaza de Mayo. Nosotras no entendíamos demasiado, pero veíamos a las madres y a los padres con las fotos de sus hijos, tampoco entendiendo demasiado. En uno de los capítulos del libro una chica cuenta que fue a ver a Callejeros al año siguiente a Mar del Plata, que fue el primer recital que dieron después de Cromañón. La gente los escuchaba, pero no estaban ahí. Como si fueran zombies. Hay una sensación medio zombi de los años que vinieron después de Cromañón. Ella me contó que fue el recital más triste al que había ido en su vida, que había como una ira contenida; las cosas que hace la gente cuando no entiende bien qué le pasa. Siempre hubo una división entre los que están con la banda y los que no y eso fue variando mucho con los años.
--¿Cómo te posicionás respecto a esta división?
--No lo sé bien, no sé dónde posicionarme, no lo tengo claro. Por un lado, en términos legales pienso que son responsables. Que más allá de que ellos digan que avisaron, era una de las bandas más bengaleras del momento. Ellos sabían que eso podía pasar. Pero también entiendo que tenían veinte años y se creían inmortales igual que nosotros. Que se querían divertir y tuvieron mala suerte. Que le podría haber pasado a ellos como a la banda que tocara al día siguiente. Que era una costumbre que databa de quince años atrás. Que no empezó con ellos. Sí, son responsables, pero tuvieron mala suerte. No puedo decretar nada, me hago muchas preguntas. También sé que perdieron familiares, que perdieron novias; que quedaron muy mal de la cabeza... Entonces yo no podría pararme desde ningún lugar a decirles nada. Si tuviera que pararme en uno de los dos lados, me paro en el medio.
--En algún momento mientras escribías el libro, ¿se te ocurrió intentar hablar con los músicos de Callejeros?
--No. El día que apagaron la luz no es un libro sobre Cromañón, es una novela que escribí de no ficción, que la entiendo como un híbrido, como un Frankenstein que intenta armar cómo fue esa época para contar Cromañón desde otros puntos de vista. No quería tanto acercarme al fuego, prefería ver de lejos. Todo lo que pasó después con Callejeros fue muy terrible. Yo tampoco pude entender muy bien cuál es mi relación con ellos. Yo no logro desentrañar qué me pasa con eso... Todo está en una gran nebulosa que no puedo manejar.