Publicada el 14 de agosto de 2009 en Página|12
Están arrojadas, amontonadas o dispersas, tal como quedaron desde aquel día. En completo desorden. Cientos de zapatillas, algunas sandalias, todas vacías, sin sus pies, llenas de historia y patética imagen de lo que hubiera sido y no fue. Acumuladas a ambos lados del pasillo de ingreso, parecen un oscuro (ennegrecido) cordón de recepción, son la obscena presencia de esa cosa, son una metáfora que no es. Son la presencia de la muerte y al mismo tiempo el último vestigio de la vida. Impresionan por estar sueltas, por ser lo que queda.
Atadas, desatadas, gastadas, rotas o casi nuevas; con cordones o sin ellos; blancas (¿blancas?), negras, solas, sin sus pares, sin nada ni nadie; inservibles para caminar; inservibles en esa nueva etapa que les tocó, dramática, casual y definitiva; no ser para lo que fueron hechas; no están colgadas como sus hermanas, que al menos pudieron salir, ser rescatadas a la luz, para ser veladas, en la capilla, a veinte metros de allí. Ellas quedaron encerradas, no pudieron salir; en pocos meses van a ser cinco años de encierro y oscuridad total.
En la pared, un cartel dice, irónico y bizarro: “No se permite el ingreso al lugar con bebidas, cohetes o bengalas”. Irónico por donde se lo quiera ver. Rodeado de zapatillas a sus pies, la ironía deja paso al absurdo. No prohíbe ni la venta ni el consumo. Adentro, los centenares de cajones de cerveza, las botellas vacías, diseminadas, las barras de bebidas, los carteles publicitarios de Budweiser y Corona, los restos negros de los cohetes y las bengalas, hacen absurda cualquier otra argumentación que la comercial. Simplemente se prohíbe el “ingreso”.
Adentro todo es oscuro. Los bomberos colocaron una autobomba con un generador que ilumina el interior de esa inmensa bóveda. Sólo se ve lo que la luz provee. Suena absurdo, siempre se ve lo que la luz provee. Pero el contraste entre la tiniebla y lo visible, que no es el día aunque lo sea, es feroz y hace olvidar la secuencia del día y de la noche. Allí dentro no es una noche, es La Noche. La oscuridad. Y lo poco que se le puede arrancar, de a jirones, es lo que la luz breve deja imaginar.
Entonces se ven otras zapatillas desperdigadas, planchas de poliuretano caídas desde el techo, pilares y escaleras en medio del paso y que en la oscuridad y el horror deben haber funcionado como muros de ultratumba, entre gritos y llantos.
La luz ilumina las paredes de la planta alta: el sector VIP lo llaman. La muerte no hizo distingos. Contra la pared del VIP, que la luz imagina amarilla, se ven trazos espeluznantes. Son las huellas de las manos, son negativos marcados sobre la pared como si hubieran despintado el muro, arrastrando los dedos en un movimiento continuo a lo largo de varios metros, sin soltar la pared, el último pasamanos para escapar del infierno, arrastrando los dedos para no soltarla, para no perder la referencia, aunque esa pared conduzca a ninguna parte.
En el medio se ve, horrorosa, la marca negra sobre el amarillo, de una mano más tremenda. No está a la altura de los hombros, ni de la cintura: está a escasos centímetros del piso. ¿Había caído? ¿Se habrá levantado? ¿Quién era? No se mueve, sus dedos no dejaron marcada una estela, están fijos, sus límites son precisos, hay presión, hace fuerza contra el muro. Presiona, está viva, pero inmóvil.
En el piso del sector VIP quedan dispersos varios manojos de llaves, algunas camisetas, dos banderas, una gorra. Un camarógrafo se regodea en la disección de unas llaves. El VIP es una galería del primer piso que balconea hacia ese hueco negro que es el piso del local, donde esa noche más de tres mil chicos se apretujaban, no corrían porque no podían, no había espacio ni luz, empujaban hacia algún lado que no fuera ese agujero negro que los aspiraba, envueltos en gases irrespirables.
Del otro lado de la galería, enfrente, también en el primer piso, está el sector para las Very Important People con cartel de salida de emergencia propio, clavado contra una pared, pero que no lleva a ninguna parte. Una sinsalida, verde y blanca, luminosa, un faro en la noche, para muchos que lo escucharon, el canto de una sirena.
Al bajar, los escalones más estrechos que el largo de un pie son una trampa. En la planta baja, al avanzar, colgajos de hilos, cables y restos de mediasombra que bajan desde el techo, acarician como telarañas la frente. De frente, entre las dos galerías, el escenario, rodeado de enormes y pesadas vallas que cumplieron su objetivo. Nadie pasará de aquí. “Allí, allí”, dice alguien y señala hacia arriba, en el techo. La vista se fuerza, hasta que se despeja la textura, y se ve una parte del techo sin la cobertura de las planchas de poliuretano. Es un hueco donde se ve la loza, ennegrecida. La visión estremece, si hay espacio para más. Allí empezó el incendio.
Ubicado en el fondo del local, e intentando mirar hacia la calle, se divisa una brecha de luz exterior. Entra por la hendija que se abre entre la inmensa persiana metálica y la pared. La persiana está ubicada al final, como portón exterior del garaje del hotel que se encuentra encima de esta inmensa bóveda. Aquella noche la persiana estaba abierta, pero no se podía llegar a ella, ni siquiera ver ninguna hendija: la puerta de supuesta emergencia estaba cerrada con un alambre y con una pesada valla atada a una de sus hojas.
A menos de una semana de la sentencia que cerrará la historia jurídica del caso, es inimaginable saber qué será de todo esto. ¿La calle volverá a ser transitable? ¿Cómo se caminará frente a tanta muerte? ¿Qué hacer con tanto vestigio, tanto pedacito que le falta a alguien?
No hay demasiado más para ver. Hay olor a vacío húmedo. Es todo residuo, escombro, desechos de lo que fue. El grupo se retira, la luz breve se apaga, vuelven los gritos y el frío aunque hiciera tanto calor, vuelve la oscuridad a esa cicatriz negra, vuelve la noche a Cromañón.