EL CUENTO POR SU AUTOR

Atribuyen a Rilke la postulación de que “la patria es la infancia”. Queda bien citarlo, y su nombre, cuando aparece escrito después de las comillas, engalana la frase. La idea, más allá de su belleza, tiene algo de cierto cuando la pienso en relación a mi vida.

Crecí en Avellaneda, una ciudad con identidad propia, pero relegada por su condición de suburbio. Un sitio irrelevante del mundo, que figura en los mapas con letras chiquitas, cuando figura. Yo le debo muchas cosas; enumerarlas podría hacerme caer en la sensiblería y el costumbrismo, sustantivos que no tienen hoy la mejor prensa. Prefiero decir entonces lo que a Avellaneda le debe este cuento: la imagen de dos casas.

“No jueguen en ese lugar abandonado”, nos dijo una tarde de verano un hombre viejo a mi amigo Poli y a mí, mientras removíamos escombros en el jardín de la casa de mis padres, una casa que por muchos años mostró ladrillos huecos a la vista y flecos de hierro oxidados apuntando al cielo. “Acá vive mi amigo, señor”, le dijo él, queriendo defenderme. El viejo siguió de largo y nosotros dos quedamos arrodillados en el pasto, sin hablar, viendo cómo se iba masticando un pedazo de pan que sacaba de una bolsa.

Así era nuestra vida: jugar a la pelota, sentarse en la vereda, andar en bicicleta por el barrio. Sin darnos cuenta, hacíamos nuestra parte del trabajo para que la frase de Rilke tuviera sentido. A veces, cuando a Poli lo mandaban a catecismo a la parroquia de la calle Güemes, yo lo acompañaba hasta la entrada, y mientras él aprendía sobre asuntos de culpa y de piedad, me sentaba en la vereda de enfrente a contemplar la casa de al lado de la iglesia, blanca, con herrajes pomposos, ventanales altísimos y columnas de película. Una casa que nadie hubiese llamado abandonada. Una casa con una fuente escoltada por dos leones de mármol.

Las dos casas existen todavía. En una, el progreso cubrió finalmente los ladrillos huecos y los flecos de hierro; los leones, por su parte, siguen en el mismo lugar de siempre, custodiando la otra.

El resto es invención que se me escapa.



LEONES DE MÁRMOL

De Joselo nunca supe bien cuánto me quería, pero me gustaba pensar que mucho, y que lo hacía al modo de los hombres duros, demostrándolo poco, dejando que el otro se las arregle para saber. Desde chico, yo lo acompañaba todas las mañanas al vivero que teníamos en la punta de la isla, pegado al río, en un terreno abandonado que no era nuestro pero que nadie reclamaba. Lo ayudaba cargando en los baúles de los coches las bolsas de tierra y de semillas. Al mediodía comíamos ahí, los dos solos, porque mamá trabajaba para el doctor Otero en el norte de la Capital, en una casa donde el brillo de los pisos reflejaba las personas y los muebles, donde había leones de mármol “más grandes que los de verdad”. A mí me deprimía imaginar esa casa al lado de la nuestra, con sus ladrillos huecos a la vista, con el techo de losa florecido de flecos de hierro oxidados apuntando al cielo.

Después de comer, a Joselo y a mí nos agarraba la modorra; él se echaba a dormir la siesta sobre los bolsones de semillas y yo me iba para la escuela. Volvía con las últimas luces de la tarde, y lo encontraba siempre fumando, sentado sobre una maceta dada vuelta, de cara al río oscuro y maloliente, haciendo fuerza para llegar con los ojos hasta la otra orilla.

Con mamá no pasábamos mucho tiempo juntos. Trabajaba duro, sobre todo desde que Otero había quedado viudo. Regresaba cuando ya no había sol, hasta en los días de verano. Un tren y dos colectivos para volver, aclaraba siempre como si Joselo y yo no lo supiéramos, pero no se quejaba. Muchas veces traía un paquetito y cenábamos la comida exótica que ella le preparaba al doctor. Joselo siempre hacía bromas y suposiciones, y se envalentonaba con sus ocurrencias: ese doctor Otero debe ser una señorita, un marica, decía, y tosía atragantado con sus propias carcajadas. Ella nunca se las festejaba; yo me reía. Me entretenía viéndola defender a Otero de las barbaridades que decía Joselo.

Rara vez alguno de los dos me preguntaba por mis cosas. A mí me gustaba estudiar y pasaba de grado sin dificultades. Aunque Joselo nunca lo supo, lo vi lagrimear el día que terminé la primaria. Fue en el momento que pusieron el himno, y ni ella lo vio. Ese día yo salí de la escuela sintiendo que podía llevarme el mundo por delante.

En los primeros años de la secundaria ayudaba menos a Joselo y, como mamá, pasaba muchas horas afuera de la casa. Algunos amigos fantaseaban con la vida solitaria de Joselo y me decían que llevaba mujeres al vivero. Otros los refutaban diciendo "con la bestia que tiene al lado no necesita otra mina", y a mí me descolocaba escucharlos hablar así de mamá. Los domingos ella tenía franco, y Joselo me mandaba a la tarde a pescar al arroyo, haciendo siempre el mismo chiste de la visita sanitaria.

Y así vivimos, hasta esta última Nochebuena cuando mamá, sin mucho entusiasmo, anunció la invitación: el siete de enero el doctor Otero cumplía sesenta años y nos esperaba en su casa para festejar. Joselo, ya fastidiado por la sidra, dedicó el tiempo que quedaba de sobremesa a delirar sus planes para la visita. Yo recibí la noticia con una mezcla de tristeza y de incomodidad.

Ese sábado hacía un calor difícil de aguantar. Para llegar hasta la casa del doctor, Joselo consiguió prestado un coche viejo y estropeado. Mamá, avergonzada, lo hizo estacionar una cuadra antes. Caminamos esos metros con lentitud, esperando que ella hiciera avanzar el par de tacos que llevaba con mucha dificultad.

El extenso frente de rejas verdes era tal cual lo describía siempre mamá. El portero eléctrico tenía una pantalla que nos devolvió la imagen deformada de nosotros tres parados ahí, en la vereda de adoquines: yo adelante estirando el cuello, ella mirando a los costados y tratando de hacer equilibrio, irreconocible adentro de su vestido, Joselo con los dedos pulgares sujetando por dentro el cinturón de cuero gastado, la corbata corta por encima del ombligo y con el nudo estrangulado, sacando pecho pero con la mirada baja, como si fuese una vergüenza que un tipo como él tocara a la puerta de una casa como ésa. Una chica joven vestida de negro nos hizo pasar al inmenso parque sembrado de glorietas. Más al fondo, en la explanada, donde se alzaba la casa, dos reflectores destellaban iluminando los leones de mármol. Sobre el césped prolijo, en las glorietas y alrededor de los felinos, se agrupaban muchas personas con copas en la mano. De entre ese gentío surgió el doctor Otero, petiso, rechoncho, con el pelo gris peinado para atrás con fijador, los ojos verdosos con forma de huevo a punto de saltarle de la cara, los labios gruesos y los dientes torcidos pronunciando las palabras de bienvenida.

―Mabelita querida ―dijo acariciando la tela violeta del vestido de mamá―, qué gusto verla, qué elegante está, qué bien custodiada por este par de caballeros. Usted debe ser Benítez ―Otero apuraba las palabras como si tratara de sacárselas de encima―. ¿Y este chico es tan estudioso como usted me dice, Mabelita? Bueno pasen, sírvanse algo, ahí andan las muchachas convidando. Cuidado vos, eh ―agregó girando la cabeza hacia mí y torciendo la boca―, que se te van los ojitos, mirá las bandejas y no bajés tanto la vista, je je.

Las chicas vestidas de negro que me hacían bajar la mirada se multiplicaban acá y allá, paseando sus polleras cortas y ajustadas por el parque, ofreciendo bebidas y canapés. En una esquina del jardín, parado sobre una tarima alfombrada, un hombre pelado hacía música con una trompeta, aunque ninguna persona parecía prestarle atención.

Joselo y yo no conocíamos a nadie. Nos movíamos en bloque, para darnos confianza. Él dirigía los movimientos, tratando de seguir a las chicas de negro, manoteando todo aquello que las bandejas ofrecían. Mamá, en cambio, saludaba a algunas personas, la mayor parte de las veces sin presentarnos, haciendo la mueca de una sonrisa, anudando entre sus dedos el lazo del vestido que tan extraña la hacía a nuestros ojos.

Errábamos entre la gente, comiendo y bebiendo. Joselo y yo juntos, mamá yendo y viniendo por el parque. Las muchachas de negro empezaban a perturbarme demasiado. Podía jurar que estaba profundamente enamorado de cuatro o cinco de ellas, las miraba hipnotizado tratando de retener sus cuerpos en mi mente. Mamá y Joselo estaban un poco encendidos por el alcohol. A ella la noté algo mareada cuando la vi escabullirse y encarar las escalinatas que subían a la puerta principal. Me quedé con Joselo, callados los dos, él comiendo como un muerto de hambre y yo atontado observando a las chicas. Siguiendo a una de ellas me separé de Joselo y llegué hasta los escalones que llevaban a la puerta de la casa. Los subí y dudé: miré hacia atrás y corroboré que abajo en el jardín nadie me prestaba atención. Entonces giré el picaporte y entré.

Del otro lado las voces y los ruidos se apagaban abruptamente. El silencio, como todo lo que había ahí dentro, era exagerado. Antes de avanzar, me quedé mirando el cuadro de una mujer gorda y desnuda, que parecía una foto teñida de azul. Sobre el piso había alfombras muy coloridas que delimitaban cada espacio: el de los sillones de pana dorada del living, el de la pesada mesa de madera oscura del comedor con su docena de sillas alrededor, el de la biblioteca donde había muchas fotos y objetos ferroviarios y unos pocos libros de lomo bordó. Del techo colgaban unas arañas en las que era imposible contar las lámparas. Yo pensaba en cuánto trabajo tendría mamá cada día limpiando todo eso. Después vi la escalera ancha y lustrosa que me invitaba a subir.

Llegué hasta la planta alta y no supe para dónde caminar. Pensé enseguida en las explicaciones que no tenía para dar si el doctor Otero o alguna otra persona me sorprendía ahí. Van a pensar que me quiero robar algo, razonaba mientras me decidía a bajar de nuevo. Pero puse un pie en el primer escalón y un quejido lejano me detuvo.

Caminé por un pasillo repleto de puertas a los costados. Abrí con desconfianza la primera y la oscuridad era total. En ese momento, me atacó una intensa puntada en la cabeza. Cerré los ojos. El corazón me latía muy fuerte y sentía que mi cerebro iba a estallar. Me imaginé muriendo así, en ese lugar, el sonido imperceptible de las venas al reventar, la sangre desparramándose hacia abajo, una sensación fría que me tomaba los pómulos y bajaba hasta las manos, algo parecido al alivio y después nada.

Pero oí de nuevo los murmullos y eso me devolvió a la realidad. Respiré profundo y traté de controlar mis manos, estiré los dedos procurando sentirlos, me sequé las palmas empapadas en los costados de la camisa. Avancé y llegué a un hall donde el pasillo se ensanchaba. Había un hogar con leñas apagadas. Tuve miedo y, antes de seguir caminando, tomé el atizador que colgaba al lado de la chimenea. El quejido parecía venir de la última habitación. La puerta estaba entornada; la empujé despacio y entré. Enseguida choqué mis rodillas contra el borde de una cama. Los veladores estaban encendidos pero daban al cuarto una tonalidad apagada. El sonido era ahora más fuerte y vi una línea de luz en el marco de otra puerta. Me acerqué y escuché los jadeos. Pensé en una de las chicas de negro y temblé por los nervios y por la excitación. Cuando al fin pude asomarme y mirar, el espejo del baño reflejaba el vestido violeta, levantado sobre la espalda encorvada de mamá. Dos manos cortas y diligentes le desordenaban el pelo. Una hebilla de cinturón golpeaba contra los cerámicos haciendo un ruido metálico. Mi agitación irreprimible llamó la atención a los ojos de huevo del doctor Otero, que me descubrieron en el espejo.

Esta mañana vinieron a buscar a Joselo. Yo estaba en mi pieza; apretaba entre los dedos un rosario de cuentas nacaradas, lo manipulaba mientras trataba de repetir esas oraciones que nunca había terminado de aprender. Vi que mamá estaba sentada en el piso de la cocina y no acompañó a los policías que lo llevaron hasta la puerta. Cuando escuché alejarse el auto, salí de la pieza y me paré en el umbral: ella seguía ahí, llorando discretamente, secándose las lágrimas con una servilleta de papel. No pude o no quise abrazarla.