Hace 15 años, Camila Fabbri era una rollinga de 15 años con la alegría puesta en ver una de sus bandas predilectas, en ir con una amiga al segundo de los tres recitales que Callejeros tenía previstos para esos últimos días de diciembre de 2004 en República Cromañón. De esa segunda noche –en la que pasó casi todo el recital en ese entrepiso en el que al día siguiente concurrirían decenas de personas que quedarían encerradas en una trampa mortal– se fue con una felicidad concreta: ser parte de un ritual festivo colectivo que le daba identidad y alegría. Al día siguiente, el 30 de diciembre, ocurrió la tragedia o masacre: esta diferencia, que parece semántica, es más bien de lectura política, porque una refiere a fatalidad y destino funesto, la otra a matanza y responsabilidad. Esa noche, la juventud argentina asistiría al final de una era: en un lugar de fiesta –dice Camila en algunas de las casi 200 páginas de su libro El día que apagaron la luz– la muerte se hizo presente y real para miles de jóvenes que no estaban preparados para eso.
Quince años más tarde, entonces, Fabbri encara la experiencia colectiva y generacional de Cromañón en esta novela de no ficción, un género híbrido alejado del rigor periodístico y los datos del hecho, recientemente publicada por Seix Barral. Ya había escrito el libro de cuentos Los accidentes (notanpuan, 2015) y actuado y escrito bastante en teatro. Entre 2018 y 2019 presentó En lo alto para siempre, coescrita y codirigida con Eugenia Pérez Tomas, en el Teatro Nacional Cervantes: una obra sobre el entramado de las ideas y obsesiones en la cabeza de un individuo, el suicido y los vínculos, a partir de textos de David Foster Wallace.
Aunque Camila no lo busca, se hace difícil escapar a la lectura epocal y las interpretaciones sobre los hechos. En un registro despojado del morbo, repasa con precisión las posibilidades que tuvimos quienes atravesamos la época: vivirlo presencialmente, sentirlo y padecerlo de cerca o bien solo recibir los coletazos. Como sea, todos recordamos qué estábamos haciendo la noche del 30 de diciembre de 2004.
¿Por qué quisiste escribir sobre el tema?
--Creo que es algo que estaba siempre volviendo. Pensaba en estos amigos, con los que ya no me veía pese a que podía chusmear en redes sociales a ver en qué seguían, y pensaba que si yo tengo esta herramienta de la escritura, y si me gusta este género de crónica que estaba leyendo, podría escribir sobre esto.
¿Por qué novela de no ficción?
--El libro se puede leer tranquilamente como una novela, porque está trabajado como una ficción y tiene momentos muy emparentados con el futuro de estos testimonios, pero a la vez reina la no ficción en este Frankenstein que armé. Y aparece la multiplicidad de estas voces. Me pareció interesante conversar sobre algo universal, abrir un diálogo, algo que no fuera solo mis ideas, pensamientos o sentimientos sobre este tema.
Fabbri usa una variopinta gama de recursos estéticos, que van del pregunta-respuesta a la recuperación de mensajes de Whatsapp y entrevistas, con las voces de quienes entonces eran sus amigos, su novio, conocidos y demás, gente que vivió como ella esa época –directa, indirecta o lateralmente–, pero que no siguió del mismo modo. Escribió esta ficción en primera persona, con altas dosis de realidad y algunos matices, con mucho procesamiento literario de alto vuelo, de poesía y dudas, y logró algo que no fue buscado pero que será valorado con el paso del tiempo: un nuevo sentido a una época, a una búsqueda generacional e incluso a lo que pasó esa noche, esos meses, esos años, que eclosionaron en Cromañón y sus 194 muertes.
El día que apagaron la luz estremece: será crudo para el que estuvo ahí, será importante para el que no estuvo ahí e, incluso, será clave para el que ni siquiera sabe qué fue Cromañón. Especialmente para esos que no saben qué fue Cromañón: es un libro que da sentido, que no busca ser absoluto, que se aleja –insiste Fabbri– de toda pretensión de rigurosidad periodística, de toda adjetivación, y que renuncia a dar cátedra sobre aquellos días o sus lecturas posteriores.
A la mayoría de las preguntas, incluso, Fabbri responde con una aclaración de que sus ideas son, siempre, a título personal, en esbozos y sin seguridad sobre el todo. Es, sin embargo, el más honesto de los registros sobe ese magma de una generación que dejó de crecer, que se topó con la muerte. Y que vivió en consecuencia. La tragedia, el azar en esa tragedia que para muchos fue masacre porque tenía causas y probabilidades pese a la falta de intención, hace que la vida sea un poco más difícil de llevar. Solo puede vivirse de espaldas a esa idea. O, al menos, suspendiéndola.
La traza de Camila es, pese a todo lo que esos días y su aniversario conllevan, un libro con un trasfondo luminoso y un regusto bastante menos amargo del que parece. Primero porque parte “de la idea de que los cuerpos jóvenes sanan rápido”, de ver cómo fue la continuidad de esas vidas que sobrevivieron (a la experiencia física o emocional de esos días) y cómo siguió todo. Fabbri rompe con la infantilización y la detención del tiempo del concepto les pibes de Cromañón y les brinda, de algún modo, la posibilidad de seguir adelante. De ser mucho más que sobrevivientes.
La aparición de la primera persona, la literatura del yo, un género que Fabbri respeta, pero del que a veces reniega o se aleja, le aportó matices a la crónica periodística. Le permitió explicar el modo en que se vivía esa época y el modo en que se vivió después: una piba de 15 años yendo a una fiesta, terminando en un par de velorios y, poco después, con fobia a los subterráneos y las aglomeraciones de personas. Camila pulió su trabajo con la mirada de María Moreno e Ivana Romero, con lecturas y comentarios de Leila Guerriero, así como otros textos del género que la apasionaron y la animaron a ir por el suyo... que postergó, que dudó, pero que al final concretó.
“Partí de la hipótesis de que los cuerpos jóvenes se curan más rápido, ahí está la luz del libro: chicos que estaban muy graves y que en tres meses estaban empezando las clases; roncos, sin voz, pero en la escuela. Es una frase que le dijo un médico a uno de mis amigos que había estado ahí y quedó grave. Es una frase romántica y trágica a la vez que se juega; y es una guía que puede acompañar la lectura. En la tragedia estuvo, también, lo luminoso: y quería mostrar a la vez el después, cómo siguió luego de esa noche”, cuenta Fabbri.
Camila trabajó los textos desde 2016, cuando empezó a reunirse con las personas que habían atravesado esa época con ella: “Comencé a elaborar preguntas con ellos, y una luego aparece en el libro: cómo le explicás a un chico de 15 años de hoy qué fue Cromañón. Hay una generación que queda ahí en una relación muy directa con el hecho, algo que empieza a pasar físicamente incluso”.
El día que apagaron la luz, como pieza lograda, es un libro cargado y denso, que escapa a la trama y al hecho para afincarse en una lectura muy precisa de lo que significa ser adolescente, de lo que implica la identificación y la necesidad de disolverse en una masa que aporta sentido. Callejeros y Cromañón le aportan el contexto, pero la historia es universal. Por eso, también, sigue impactando quince años mas tarde.